Los roles de la academia... El profesor es una lengua sin orejas. El alumno, unas orejas sin lengua.
Los «análisis con boina» que hacen algunos de nuestros políticos y periodistas acerca de hechos y acontecimientos internacionales, intentando encontrar paralelismos con nuestros pasados, presentes o devenires patrios, reflejan la profunda estulticia de la que están aquejados nuestra política y nuestros medios de información. Imbéciles.
Los seres vivientes no humanos están determinados. Hechos. Sin embargo nosotros, los seres humanos, al estar atravesados por el lenguaje, somos seres de posibilidades: no tenemos una historia escrita de antemano y podríamos forjarnos la nuestra, si no fuera porque la meritocracia es un mito y no existe tal cosa como el ascensor social de la educación. Rousseau, formidable, lo formuló de manera más exquisita: «un animal, a los pocos meses de nacer, es lo que será el resto de su vida; el animal humano, sin embargo, es el único capaz de convertirse en un imbécil». Estar atravesados por el lenguaje no implica que lo usemos como útil de construcción. Solo somos cajas de resonancia. No elaboramos nuestros conceptos. Asumimos los de otros de forma acrítica. Y terminan determinándonos. Poseyéndonos. Manejándonos.
Somos una sociedad que chapotea en la ignorancia más terrible.
La filosofía no debería nunca ser una profesión o un título académico, sino un saber transversal.
Afortunadamente, no he tenido hijos. Desapareceré sin más y nadie podrá culparme de sus aberraciones. No transmitiré este veneno que llevo dentro. Y eso hará del mundo un lugar mejor, porque soy tóxico. O quizás es que no soy un vulgar egoísta...
Mi misantropía no es para protegerme a mí, sino para proteger al otro. Solo he hecho daño, dicen. Es el momento de parar, digo. Necesito tiempo para explicarme a mi mismo.
Estoy solo. Nadie se acuerda de mí porque soy un mal recuerdo para cualquiera que se haya cruzado en mi camino. He destrozado vidas y haciendas. He maltratado a quien me ha querido y cuidado. He engañado. He mentido. He traicionado. He roto los sueños que yo mismo ayudé a construir. Y hasta aquí lo que de mí se dice. Yo todavía no he hablado, porque sigo preparando mi declaración, señor juez.
Toda la tristeza del mundo —que es toda mi experiencia de la tristeza— está encerrada en el «Parto, ti lascio, o cara», del «Germanico in Germania» de Nicola Porpora, cantada por Cecilia Bartoli y tocada por Il Giardino Armonico, con dirección de Giovanni Antonini. Si alguien quisiera saber cómo suena un día gris y triste, solo tiene que oír esta pieza.
«Sibi quisque scribit» (cada uno escribe para sí mismo). Y entonces Emerson, en sus Ensayos, dijo aquello de que «el que escribe para sí mismo, escribe para un público inmortal»
De misántropo a asceta (ascesis: trabajo sobre uno mismo).
Si dos personas están de acuerdo, una de ellas no es filósofo.
La verdad en sentido malthusiano es aquella mentira que ha sabido adaptarse mejor que el resto de sus compañeras, más débiles o menos aptas.
El fracaso del historicismo hegeliano (la teoría de que la sociedad mejorará con el tiempo) es la estupidez. Eso es permanente en la vida del hombre y se reproduce, inalterada, generación tras generación. Jaque mate de Schopenhauer a Hegel.
El que no escribe, es porque está escrito. Y, además, con faltas de ortografía... (variaciones sobre Derrida).
Los que mejor despliegan su ser en el fango son los cerdos. Es la razón por la que fenómenos como el fascismo precisa de entornos enlodazados. Es su condición de posibilidad. Y la demostración de que la estupidez es el horizonte de la humanidad. Sigamos haciendo barro, démosles lo que necesitan.
Mientras intento escribir mi ensayo sobre Wagner y Nietzsche, las calles se llenan de ruidos asordantes. Es la cabalgata de los reyes magos. Megafonías cruzadas, batucadas, canciones, cánticos del público, vuvuzelas, cohetes, petardos... El ruido es el signo evidente de la barbarie que anida en la civilización. Vuelvo a estar de acuerdo con el Buda de Francfort: «El ruido es la más impertinente de todas las interrupciones, pues incluso interrumpe nuestros propios pensamientos, más aún, los rompe. Pero donde no hay nada que interrumpir, ciertamente no se sentirá en especial».
Una de las estrategias más exitosas del capitalismo es la destrucción de la conciencia de clase. Destruir la fuerza del grupo y convertirlo en individualidades —engañadas y en disputa— crea fragilidad en el individuo y desaparición del grupo. Desconfianza. Devenir consumidor y desaparecer como persona.
Vivo en ese país que tiene enterrado en suelo extranjero a uno de sus más excelsos poetas, que no sabe en qué cuneta reposan los restos de otro de ellos y que dejó morir de enfermedad a otro, al que no pudieron cerrar los ojos, en una cárcel de una ciudad del Mediterráneo. Vivo en un país fallido.
Miguel Hernández me enseñó que el amor es charlar. Y que el mayor dolor es el silencio que se produce cuando la muerte mata. Así me lo contó en ese par de versos con los que termina su Elegía, que dirán, siempre, a ese amigo amado que ya no está, «que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero». Lo peor de la muerte es que interrumpe el diálogo con la persona querida. Pero luego se me murió mi padre, con quien nunca tuve conversación. Y se morirá mi madre, con quien no tengo entendimiento. Con ellos no hubo nunca coloquio, plática, cháchara, confidencia, compadreo o comadreo. En su presencia, silencio. Ergo...
La vida es una trampa de Tucídides: el hegemón combate continuamente al que, estando a sus pies, ansía cortarle el pescuezo.
La pregunta en Auschwitz: «¿quién estará hoy en ese humo?»