Sentirse como un medio para quien has situado como un fin es una experiencia repleta de tintes de amargura y perplejidad. Uno no elige su comportamiento ético, simplemente lo despliega, lo aplica, emana de uno cada vez que es necesario. Y cuando la reciprocidad —que no se espera, pero cuya ausencia desgarra— no se produce, la desolación, la tristeza, se hace nota dominante. Soy un medio, cuyo uso es oscilante, en función del grado de virulencia de las necesidades del otro. Cuando el otro mejora, cuando las fuerzas vuelven a su frágil cuerpo, su conducta experimenta una metamorfosis. De la ternura, la docilidad, la amabilidad que tapizan sus episodios de fragilidad, a la aspereza, el egoísmo y la dureza de formas y razonamientos. Esas pequeñas frases, sueltas y, aparentemente, inocuas: «eres mi mayordomo de lujo» de sus momentos pétreos, conviven con esos «no puedo estar mejor con nadie más que contigo» de sus fases de debilidad. No parece ser consciente de los continuos sacrificios a los que obliga sus cuidados. Abandono paulatino de estudios, lecturas, teatros, conferencias. Abandono de espacios físicos. Vivir alrededor de sus necesidades asistiendo —triste— a su renovación continua de votos de amor y fidelidad con los que nunca están, o con los que estuvieron y le hicieron la vida tan difícil que optó por salir huyendo. Mi premio es el ninguneo, mi recompensa es ninguna. Mi pena es infinita.