Nein, Sachs! Gewiß, das hat keinen Sinn!
Gebt Ihr dem Volk die Regeln hin?
(¡No, Sachs! Eso no tiene sentido.
¿Entregaríais vos las reglas al pueblo?)
Fritz Kothner (Maestro Cantor, Secretario de la Cofradía)
Los Maestros Cantores de Nüremberg
Richard Wagner
¿Fue violenta mi reacción?... ¡No! Quizás lo fuera de cara a esos espíritus adocenados y vulgares que fortuitamente asistieron, descontextualizados e ignorantes, a la escena; idiotizados por su propia estulticia... Mi reacción no fue violenta, puesto que no ejercí violencia contra nadie... Tan solo fue un grito: el grito exasperado de la impotencia que me invadió ante el lamentable espectáculo de la razón aplastada por la mediocridad.
¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Por qué, de nuevo, Eduardo heautontimorumenos? Yo, que había entrado esperanzado de nuevo en las aguas de este océano, un año atrás... Tras un largo lapso de misantropía razonada y razonante, iba a darme otra oportunidad. Estuvieron bien esos meses de estudio interminable, de lecturas y de escritura febril. Pero ahora tocaba volver al mundo. Más sabio, sin pretensiones, quemando días, semanas y meses hasta llegar a esa meta soñada de un retiro plagado de libros, escritura, teatro, arte, conciertos y ópera. Buscaba aquel sentimiento oceánico freudiano y el nombre de esa nueva empresa no podía encajar mejor. Freud definió ese sentimiento oceánico como la sensación de unión inquebrantable entre el individuo y el mundo. Una sensación de eternidad y pertenencia a una totalidad que representa, en lo más íntimo, un deseo de solucionar la incompletitud que acompaña a los seres humanos. Entre la búsqueda de felicidad y este sentimiento oceánico hay vínculos evidentes. Esta vez, podría ser la definitiva. Pero aquí estoy de nuevo. Triste. Vapuleado. Desfondado. Y mi tristeza es, ahora lo sé, oceánica. Porque es una profunda sensación de melancolía y desolación. Un sentimiento de soledad, insignificancia y abrumadora magnitud que conlleva una sensación de aislamiento y desconexión, de pequeñez, de vulnerabilidad, de desamparo... No es una respuesta emocional a situaciones específicas, sino que implica una sensación más profunda y prolongada de angustia y apartamiento. Si es propio de la tristeza disiparse con el tiempo, en lo oceánico, la tristeza persiste.
Puedo estar equivocado, pero al tomar la pluma para escribir sobre este asunto, que he estudiado y reflexionado largamente, me invade la certeza de pensar que un lector medio, que nunca se haya ocupado de ello, cuando me lea no lo hará con el fin de aprender algo, sino para sentenciarme cuando mis pensamientos no coincidan con sus vulgaridades. Y aunque resultase errónea mi opinión, siempre quedará el hecho de que muchos de los discrepantes no han pensado cinco minutos en este asunto. Así, ¿cómo van a coincidir conmigo? Pero al creerse con el derecho a tener una opinión sobre el asunto, sin previo esfuerzo para forjársela, muestran su pertenencia al modo absurdo de ser hombre que es ser "masa rebelde". Su alma es hermética. Padece de hermetismo intelectual. Ya tiene un repertorio de ideas dentro de sí y decide contentarse con ellas y considerarse intelectualmente completo. El mecanismo de la obliteración.
Si hay algo que define nuestro tiempo es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el empeño de afirmar el derecho a la vulgaridad y de imponerlo dondequiera. Si algo define nuestro tiempo es el lema: "ser diferente es indecente". El vulgo arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre el riesgo de ser eliminado. Yo defiendo en mí mismo y defiendo una interpretación de la vida y del mundo radicalmente aristocrática. La sociedad humana es aristocrática siempre, quiera o no, por su esencia misma. Se es sociedad en la medida en que es aristocrática y deja de serlo en la medida en que se desaristocratiza. El vulgar se siente perfecto. El hombre selecto es vanidoso y la idea de su perfección le llega de su vanidad. Tiene un carácter ficticio, imaginario y problemático. Por eso el hombre de selección, vanidoso, necesita de los demás y busca en ellos la confirmación de la idea que quiere tener de sí mismo. De ahí que, ni cegado por la vanidad, consiga sentirse de verdad completo. En cambio, el vulgar y mediocre de nuestros días no duda de su propia plenitud. El hermetismo de su alma le impide compararse con otros seres, porque eso significaría salirse un rato de sí mismo y trasladarse al prójimo. Pero el alma mediocre y vulgar es incapaz de transmigraciones. Es la misma diferencia que existe entre el tonto y el perspicaz. Este se sorprende siempre a sí mismo a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar de la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza. No hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle un rato de paseo más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros. Anatole France decía que un necio es mucho más funesto que un malvado. El malvado descansa algunas veces; el necio, jamás.
No se trata de que el hombre vulgar sea tonto. Al contrario, ese hombre mediocre hogaño es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve solo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior y, con una audacia que solo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Lo característico de esta época no es que el vulgar crea que es sobresaliente, sino que proclame e imponga el derecho de la vulgaridad (o la vulgaridad como un derecho). El imperio que sobre la vida pública, laboral o íntima ejerce hoy la vulgaridad intelectual es acaso la razón de todo lo que me provoca esta tristeza oceánica. El hombre medio tiene las ideas más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en cada uno de sus ámbitos vitales. Por ello, ya no escucha. ¿Para qué, si ya ha construido su idea y su verdad? Ya no es necesario escuchar, solo juzgar, sentenciar, decidir. Las ideas de este hombre medio no son auténticamente ideas, ni que las posea le dota de cultura. La idea siempre ha sido un jaque a la verdad. Quien quiera tener ideas necesita antes disponerse a querer la verdad y aceptar las reglas de juego que ella imponga.
No puede haber cultura cuando no se acatan ciertas posiciones intelectuales a que referirse en la discusión. Si alguien que discute conmigo se desinteresa de la verdad, si no tiene la voluntad de ser verídico, es intelectualmente un bárbaro. Y vivo oceánicamente rodeado de bárbaros. De seres hechos deprisa, montados nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones. Idénticos y asfixiantemente monótonos. Seres previamente vaciados de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por ello, dóciles a todas las influencias. Más que seres, son caparazones construidos por meros idola fori. Sin "dentro", sin intimidad inalienable, sin un yo irrevocable. Por ello pueden fingir ser cualquier cosa y están dispuestos. Solo tienen apetitos, creen que solo tienen derechos y no se creen con obligaciones. Seres sin nobleza que les obligue. Esnobs aquejados de un esnobismo que les ciega las almas para comprender que, si bien hay que aplicar innovación y reingeniería a todas las estructuras, hay que hacerlo sin pérdida grave de la pluralidad interior. Si antes de mi experiencia oceánica ya lo sabía —ya en tiempos de los Antoninos se advirtió claramente que los hombres se habían vuelto estúpidos—, ahora, sumergido en este océano, vivo en piel propia el síntoma más terrible de esta enfermedad en la que la vida adopta una forma homogénea y tonta. Y su documento más terrible es el idioma, cuyos dos caracteres (la simplificación de la gramática y la homogeneización) no dejan de espantarme. ¿Qué están haciendo con la sabrosa complejidad de nuestra lengua, ahora suplantada por un habla plebeya, de mecanismo fácil y mecánico? Solo oigo y leo gramáticas balbucientes y perifrásticas, de ensayo y rodeo (igual que la que usan los niños), que terminan siendo una lengua pueril que no permite la fina arista del razonamiento ni tornasoles líricos. Una lengua sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma. Una lengua triste que avanza a tientas. Solo alcanzo a imaginar las vidas tristes y evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianidad que se esconden tras esos artefactos lingüísticos. En cuanto a la homogeneidad, o el achatamiento general, esa reducción de la existencia a su base que nulifica las vidas, es testimonio de una joya que se pudre bajo el imperio de la vulgaridad. Y cómo evitar que sea así, si quien está al mando es un analfabeto que no se sabe, pero que se atrinchera y se apresta a la batalla en cuanto huele la diferencia excelsa que puede asombrarle (de proyectar sombra sobre su aura). (Francisco Rico ha muerto hace una semana. Ningún medio de comunicación se ha hecho eco de su pérdida —en realidad, todos debieran haberlo llevado en portada—. Nadie, en mi entorno, ha mencionado el hecho. Dudo incluso de que sepan quién era. Es el síntoma —uno más— de la degradación cultural y moral en la que vivimos).
Me rodea un grupo humano cuya física y cuya moral son monótonas. Priva en ellas una moral surgida de la uniformidad de costumbres. Están sólidamente ligados entre ellos, porque su engrudo es esa uniformidad de costumbres. Mismas pasiones e idéntica intelectualidad. Una vida material sin variaciones ni contrastes, repitiendo siempre los mismos hechos, reglando por calendario los días, fechas y horas de las expansiones y diversiones, que ha terminado por aplastar la imaginación y secar el espíritu. Se ha formado en ellos una atmósfera de mentalidad ínfima; todo yace sometido al análisis. No hay acto que no caiga bajo el dominio colectivo. La vida privada es objeto de la atención general; cada uno se hace testigo y juez de su vecino. La murmuración y la difamación son armas naturales de combate... Esa tendencia a oprimir al aristos es la característica de las sociedades conservadoras, rutinarias. Son hueras de respeto al individuo —que nace de su comprensión —. El hombre que es ante todo hombre se gana pronto en ellas el dictado de loco, hasta cuando tienen que soportarle. Eso sí, al cabo —y este cabo es muchas veces después de la muerte— se le hace justicia. Las gentes de este grupo humano, que se conocen unas a otras, han visto llegar y desarrollarse al aristos, pero no se resuelven a reconocer la superioridad ajena. De ahí surge el espíritu de intolerabilidad: el odio. Nadie puede aguantar a nadie. Y mucho menos al aristos. Todo el que triunfa en cualquier esfera engendra en otros, no solo odio violento, sino una envidia incontenible (o, mejor, la envidia genera el odio). La aspiración general es la nivelación completa y absoluta. Quien sobresale, aunque sea un milímetro sobre un conjunto así moldeado, en vez de simpatía, despierta agresiva irritabilidad.
La envidia es la plaga de esta sociedad. Su íntima gangrena. Quevedo dijo que la envidia estaba delgada porque mordía y no comía. Sangre de Caín. Vivís en franca lucha, maliciosos, suspicaces, desconfiados, egoístas, tacaños... No permitís que nadie se sobreponga, y al que tiene la desgracia de llegar sin haber descendido al terreno en que con convulsiones de larva se agitan las malas pasiones, se le deja solo en las alturas, en las que siente la infinita tristeza —la tristeza oceánica— del que no tiene a nadie... Llegar por la mañana y bañarse cada día en esa afectividad simulada, en la que en el fondo de los besos y abrazos, de los apretones de manos, de las frases corteses y almibaradas siempre late la envidia, la indiferencia, el odio. El lenguaje oceánico es rico en términos afectuosos, pero se le usa de una manera inconsciente, banal. Allí nadie admira a nadie sinceramente. El temor, el respeto el interés o la hipocresía nos empujan al empleo de ese lenguaje acariciador, simulador de grandes afectos. Interiormente, la aridez efectiva, desesperante; generosidad, hidalguía, sinceridad, son términos vagos y sin aplicación, acaso altas concepciones morales, pero nada efectivas. Una de las astucias maliciosas que la envidia emplea en confundir en un mismo elogio a personas de muy desigual valía, es nivelar en el elogio. Hasta los elogios son sospechosos en los grupos comidos por la envidia. La envidia viene de la ociosidad espiritual (y un hombre muy activo, un directivo, un intelectual, puede tener ocioso el espíritu y ociosa la inteligencia, aunque tenga afilada la astucia). La envidia es hija de la superficialidad mental y de falta de grandes preocupaciones íntimas. Es compañera del dogmatismo. Y a mí nada me angustia hoy y aquí tanto como el espectáculo de la vulgaridad triunfante e insolente. Los empeños por vulgarizarlo todo (todo explicado para dummies), han vulgarizado todo, en el peor sentido de la palabra. Lo mismo en ciencia que en literatura, lo clásico, lo permanente, lo universalmente humano se ahoga hoy bajo un aluvión de producciones ligeras, intelectualmente baratas y vulgares. Siempre ha habido vulgo, pero se me antoja que el vulgo de otros tiempos era más respetuoso que el de estos en que vivimos, que sabía ignorar y sabía respetar a los que sabían más que él. Pero este vulgo que tengo que padecer, que cree (los medios de comunicación así se lo han hecho creer) estar informado y enterado de todo, este vulgo mimado y adulado a diario... Y la forma más terrible y dañina de vulgaridad, la vulgaridad brillante. El mucho brillo de la gema solo hace más vulgar la vulgaridad. Unamuno habló alguna vez de vulgocracia. Y esa es la fotografía oceánica. La tiranía de la masa. Y no hablo de masa pensando en individuos aglomerados. Una sola persona es masa si no se valora a sí misma por razones especiales, sino que se siente "como todo el mundo" y a pesar de ello no se angustia, porque se siente idéntica a los demás.
El aristos no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. La división más radical que cabe hacer en la humanidad es la que la divide en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas. La división de la sociedad en masas y minorías excelentes, en vulgo y aristoi, no es por tanto una división en clases sociales, sino en clases de hombres, y no puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores. La vida del vulgar carece de proyecto y va a la deriva. Por eso no construye nada. Pero este ese el hombre que decide en estos tiempos. Las escuelas no han podido hacer otra cosa que enseñar a la masa las técnicas de la vida moderna, no educarlas. Les han dado instrumentos para vivir intensamente, pero no sensibilidad para el deber; se les ha inoculado el orgullo y el poder de los medios modernos, pero no el espíritu (por ello rechazan el espíritu y las nuevas generaciones se disponen a tomar el mando del mundo como si fuera un paraíso sin huellas antiguas, sin problemas tradicionales, sin complejidad). El vulgar no apela a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Ingenuo, tiende a afirmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos. Nadie le dice que es un hombre de segunda clase, limitadísimo, incapaz de crear ni conservar la organización misma que da a su vida esa amplitud y contentamiento, sobre los que funda esa afirmación de su persona. Por contra, el aristos está hecho de una necesidad íntima de apelar a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone. El aristos vive en esencial servidumbre. No encuentra sabor a su vida si no la pone al servicio de algo trascendente (una visión/misión oceánica, quizás). Por eso no siente esa necesidad de servicio como una opresión. Y entonces el día no tiene horas. Y el dinero no importa. Por eso cuando la necesidad de servicio desaparece, porque entre gemíos y quebrantos se la han robado, le invade el desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Es la vida como disciplina. La vida noble. Entonces es cuando la nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige. Vivir a gusto es de plebeyos. Nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, trascendiendo de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. La vida noble se contrapone a la vida vulgar. El vulgar es inerte.
En este ambiente oceánico, uno se harta de advertir que la mayor parte de las personas son incapaces de otro esfuerzo que el estrictamente impuesto como reacción a una necesidad externa. Por eso estoy aislado en mis esfuerzos espontáneos y lujosos. Soy activo, no reactivo. Para mí, vivir es una auténtica tensión, un incesante entrenamiento. Para el vulgar, lo deseado es lo muelle. Él se siente perfecto. Listo. Es el germen del fascismo. El tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. Enarbola el derecho a no tener razón: la razón de la sinrazón. Fascismo o bolchevismo, en cualquier caso, regresión sustancial. Movimientos de mediocres dirigidos por mediocres sin memoria, sin "conciencia histórica", anacrónicos. Su anacronía es inseparable de todo lo que hoy parece triunfar. Hoy triunfa el hombre vulgar y por ello solo lo por él informado, saturado de su estilo primitivo, puede celebrar una aparente victoria. Es el nuevo modo de ser del vulgo, que ha resuelto dirigir la sociedad sin capacidad para ello. Por ello el vulgar repudia la discusión. Impone el acabamiento de las discusiones. Renuncia a la convivencia de cultura y retrocede a la convivencia bárbara. Se va a la imposición de lo que desea. Su estructura psicológica orbita alrededor de tres puntos: en primer lugar, piensa que la vida es fácil, sobrada, sin limitaciones trágicas (por tanto, cada individuo encuentra en sí una sensación de dominio y triunfo); en segundo lugar, esa sensación le provoca la necesidad de afirmarse a sí mismo tal cual es, a dar por bueno y completo su haber moral e intelectual (como está contento consigo mismo, se cierra a toda instancia exterior: no escucha, no duda de sus opiniones, no cuenta con los demás); su sensación íntima de dominio le incita constantemente a ejercer predominio, actuando como si solo él y sus congéneres existieran en el mundo. En tercer lugar, y como resultado de lo anterior, intervendrá en todo imponiendo su vulgar opinión, "fueraparte" de miramientos, contemplaciones, trámites ni reservas, es decir, según un régimen de acción directa. Y la tónica de su existencia es la broma. Lo que hace lo hace sin el carácter de irrevocable. Esa prisa toda por adoptar en su juicio actitudes aparentemente trágicas, últimas, tajantes, es solo apariencia. Juega a la tragedia porque cree que no es verosímil la tragedia efectiva en el mundo civilizado. Sopla en todo esto un viento de farsa general y omnímoda. Casi todas las posiciones que se toman y ostentan son internamente falsas. Nadie presenta resistencia a los torbellinos superficiales que se han formado.
La vida del mediocre es un caos donde está perdido. El mediocre lo sospecha, pero le aterra encontrarse cara a cara con esta terrible realidad, y procura ocultarla con un telón fantasmagórico donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus ideas no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad. El aristos se liberta de esas "ideas" fantasmagóricas y mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Lo acepta y entonces empieza a encontrarse, comienza a descubrir su auténtica realidad. Ya está en lo firme. Instintivamente —naúfrago— buscará algo a lo que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz porque se trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente: no se topa nunca con su propia realidad.
Cualquier dispositivo social, ya sea familia, club, empresa, comunidad de vecinos, banda callejera, prostíbulo o gran almacén, es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos (los aristoi). Su forma jurídica podrá variar, pero su constitución viva consistirá siempre en la acción dinámica de una minoría sobre una masa. En todo dispositivo social se produce espontáneamente una articulación de sus miembros según la diferente densidad vital que poseen. Y esto se percibe en la forma más simple de relación social: en la conversación. Tan solo hay que observar a un grupo reunido para conversar: la masa indiferenciada de interlocutores del principio queda luego articulada en dos partes, una de las cuales dirige en la conversación a la otra, la influye y da más que recibe. Cuando esto no acontece es que la parte inferior del grupo se resiste anómalamente a ser dirigida, influida por la porción superior. Entonces, la conversación se hace imposible. Siempre que en Francia o en Inglaterra he asistido a una reunión donde se hallase alguna persona de egregia inteligencia, he notado que las demás se esforzaban en elevarse hasta el nivel de aquélla. Había un tácito y previo reconocimiento de que la persona mejor dotada tenía un juicio más certero y dominante sobre las cosas. En cambio, he advertido con pavor que en los tímidos atisbos de conversación oceánica acontecía lo contrario. Cuando por azar he tomado parte en ellas, he acabado por no saber dónde meterme, avergonzado de mí mismo. Esos contertulios asentaban con tal firmeza e indubitabilildad sus continuas necedades, se hallaban tan sólidamente instalados en sus inexpugnables ignorancias, que la menor palabra aguda, precisa o siquiera elegante —por no hablar de las esdrújulas o sobreesdrújulas que ocasionalmente introducía— sonaba a algo absurdo y hasta descortés. Y es que el vulgo de este dispositivo no admite la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia. Que un dispositivo social sea inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que un dispositivo social no sea una sociedad, es mucho más grave. Y éste es el caso oceánico: es un dispositivo social disociado porque tiene infectada la raíz misma de la actividad socializadora. No es suficiente para que exista el dispositivo social la mera reunión de unos cuantos, sino que debe estar articulada en dirigidos y directores. Esto supone en unos cierta capacidad para dirigir; en otros, cierta facilidad íntima para dejarse dirigir. Pero el vulgo no desea la convivencia con lo que no es él; odia a muerte lo que no es él. Por ello no acepta la existencia de esa minoría que debería actuar sobre él. Cuando el vulgo actúa por sí mismo, lo hace solo de una manera, porque no tiene otra: lincha. Dondequiera asistimos al deprimente espectáculo de que los peores, que son los más, se revuelven frenéticamente contra los mejores. Vivimos entregados al imperio del vulgar-dirigente por aclamación de los más. Un tipo de hombre a quien no le interesan los principios de la civilización. De ninguna civilización. Solo le interesan los anestésicos (fútbol, toros, prensa rosa, televisión,...) y algunas cosas más. Y la masa, negándose a lo que es su misión biológica (seguir a los mejores) no aceptará ni escuchará las opiniones de éstos, y reconociendo al vulgar-al-frente harán que únicamente triunfen en el ambiente colectivo sus solas opiniones, siempre inconexas, desacertadas y pueriles. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el vulgo detesta todo aristos —o cuando menos está ciego para sus cualidades excelentes—. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios. El dato que mejor define la peculiaridad de este dispositivo social en el que me hallo inmerso es el perfil de los modelos que elige. Diagnóstico oceánico: aristofobia u odio a los mejores.
La decadencia es la época en que los aristoi pierden sus cualidades de excelencia, precisamente esas cualidades que ocasionaron su elevación, arrebatadas por el vulgo profanador. Y en vez de sustituirlos con otros más virtuosos, se tiende a eliminar todo atisbo aristocrático, en pos de una nivelación empobrecedora, que termina llevando a todos al fracaso. La ausencia de los "mejores" crea en el vulgo una secular ceguera para distinguir el hombre mejor del hombre peor, de suerte que cuando aparecen individuos privilegiados, el vulgo no sabe aprovecharlos, y a menudo los aniquila. El pretendido aliento democrático, el "buen rollito" que se intenta inculcar, es más bien puro odio y torva suspicacia frente a todo el que se presente con la ambición de valer más que el vulgo y, en consecuencia, de dirigirlo. Así, un dispositivo social que, por una perversión de sus afectos, da en odiar toda individualidad selecta y ejemplar por el mero hecho de serlo, y siendo vulgo se juzga apto para prescindir de guías y regirse por sí mismo en sus ideas y en su política, en su moral y en sus gustos, causará irremediablemente su propia degeneración. Cuando la sensibilidad colectiva llega a percibir el error, suele iniciarse una nueva época. El dolor y el fracaso crea en el vulgo una nueva actitud de sincera humildad. Cesa el rencor contra el aristos y se pide de nuevo su intervención. Es el ciclo de la vida del dispositivo social. ¿Es justo? Antes, preguntaría ¿cabe exigir de una sociedad que sea alguna otra cosa antes que justa? La respuesta necesaria es: sí... que sea sana. Que fuera capaz de, al hallar otro hombre que es mejor, o que hace algo mejor que el resto, desee llegar a ser de verdad, y no ficticiamente, como él es, y hacer las cosas como él las hace. Que asimile. En esa asimilación al aristos, toda nuestra persona se polariza y orienta hacia su modo de ser, nos disponemos a reformar verídicamente nuestra esencia, según la pauta admirada. En resumen, percibimos como tal la ejemplaridad de aquel hombre y sentimos docilidad ante su ejemplo. Este es el mecanismo elemental creador de toda sociedad: la ejemplaridad de los aristoi articulada en la docilidad del vulgo. Todo ello resulta en que el ejemplo cunde y que éste se perfecciona en el sentido de aquél.
González de Rivera (2002) describe la personalidad del acosador como una combinación de rasgos narcisistas y paranoides, destacando como rasgos propios de estas personas la envidia (el acosador experimenta celos y envidia, que consiste en el sufrimiento por el bien ajeno y en el placer por su mal, por lo que trata de arrebatar al otro aquello que considera valioso), la necesidad de control y la mediocridad. La mediocridad es la ausencia de interés, aprecio o aspiración hacía lo excelente, y a las personas que la manifiestan se les denomina vacíos, fatuos o malvados. Postula el concepto de trastorno por mediocridad inoperante activa (síndrome MIA), caracterizado por un gran deseo de notoriedad y de influir sobre los demás, por el desarrollo de una gran actividad inoperante, que manifiesta una gran envidia por las cualidades de los otros a los que intenta destruir y que suele apropiarse de los méritos de los demás (González de Rivera, 1997). Piñuel y Zabala (2004) llega a denominar como jefes tóxicos a aquellos nuevos jefes “psicópatas” que triunfan en las empresas, convirtiéndolas en campos de concentración. Define tres perfiles de jefes tóxicos. El directivo de tipo narcisista, que busca en sus subordinados un auditorio, monopoliza todos los méritos y, por lo tanto, nunca apoya, sino que más bien destruye a aquellos que cree que pueden hacerle sombra. El directivo psicópata, aparentemente encantador, aunque calculador y malévolo, sobre todo con los trabajadores más frágiles. Y el directivo paranoide, que desconfía de todo el mundo, fiscaliza constantemente el trabajo de sus subordinados e interpreta de forma negativa la mayoría de las iniciativas.