Ante la necesidad de pensarme con un pathos de distancia y la dificultad de tamaña empresa, necesitaba un otro. Un «personaje conceptual» que siendo yo, no me atrapara en los ardides de lo personal o lo emocional. Era potestativo contar con una otredad que, aún siendo yo, no lo fuera, y a la que poder observar desde fuera y analizarla, diseccionarla, explicarla... La existencia de ese otro implicaría la existencia de un alguien que, siendo yo, no me fuera propio y no formara parte de mi existencia individual. Ello me permitiría presentarlo de una manera más lejana, menos personal, más cruel y más justa. Y buscando esa otredad mía, me topé con el Dandi.
Dandi es aquél que sufre una colisión entre la angustia metafísica y espiritual que produce la contemplación de una vida y de un mundo falto de respuestas satisfactorias, por un lado, y por el otro la satisfacción de saberse un rebelde en pose constante, un artista cuya obra magna es él mismo y cuya arma secreta es atesorar el gusto por el vestido más exquisito y cuidado que jamás se haya conocido y la actitud más insolente con el poder. Esa parodia, ese sainete, esa oposición a lo instituido, la rebeldía, el culto a la belleza, a la elegancia, el aseo y el cuidado meticuloso de la toilette, dieron sentido a la vida del Beau Brummell, de Lord Byron, de Oscar Wilde, de Barbey d'Aurevilly, y otros. El Dandi es el escapista que huye de un escenario que no le agrada, sin buscar quimera alguna, porque no cree en ellas. Es el que se subleva de la forma más estéril posible a los acabamientos de los modelos que históricamente explicaban los entornos en los que surge. Hogaño, en este ensayo, obrará como ese «personaje conceptual» del que nos hablan Deleuze y Guattari en ¿Qué es la filosofía? El Dandi ejecutará esos movimientos que describen mi propio plano de inmanencia como autor, intervendrá en la propia creación de mis conceptos y, sobre todo (pues es el fin último y principal por el que escribo este opúsculo), me explicará. Podría no ser mi representante. Incluso podría ser mi contrario. En definitiva, yo no soy más que el envoltorio de ese personaje conceptual principal y de todos los demás, que son sus intercesores, los sujetos verdaderos de mi tesis. El Dandi es mi «heterónimo», y mi nombre real, Eduardo Gómez, el mero seudónimo de mi personaje. Yo ya no soy yo, sino una capacidad competente del pensamiento para contemplarse y desarrollarse a través de un plano que me atraviesa por varios sitios.
El Dandi no gusta a todos. Yo mismo no gusto a mucha gente. Sobre todo a aquellos que prefieren los conceptos pálidos, vacíos de energía, a esos aficionados a las tibiezas éticas, revendedores de viejas virtudes bajo oropeles pordioseros, que solo verán en él (en mí) violencia e inmoralidad, excelencia, escándalo, poco amor al prójimo y compasión, poca humildad y ningún ideal ascético. Todo lo contrario, repudiarán de él (de mí) demasiado narcisismo y orgullo, demasiada vanidad, arrogancia y hedonismo. Detestarán a una figura tan poco cristiana, una potencia tan pagana, laica y preocupada por dar forma a aquello que, en ella (en mí) emerge de la parte maldita y los flujos burbujeantes. Los aleccionadores, los moralizadores que se toman por moralistas, querrán perjudicar a este nada humilde pariente del anticristo que solo goza con la afirmación y que huye como la peste de todas las virtudes que empequeñecen. De hecho, alguno (y alguna) de ellos se ha empeñado a fondo en la tarea.
La quintaesencia del Dandi es aquello que da forma a mi personaje conceptual, que me da forma a mí, y con el que puedo expresar de otra manera, más sutil, la idea que tengo (y profeso) de la ética y sus formas de práctica. El Dandi me permite manifestar mi preferencia al elegir entre una concepción matemática, científica, de la moral o una visión estética de la misma, y explicar por qué elijo esta última. Por un lado, el modelo racionalista de tipo kantiano y la idea, descabellada, de que una metafísica futura podrá presentarse con los atavíos de una disciplina erudita, rigurosa y científica (la ética como un sabio complejo de axiomas, postulados, demostraciones, escolios, lemas y proposiciones); por el otro, mi modelo... el modelo estético de forma aristipea, kierkegaardiana, nietzscheana..., y la intuición, rica, de que mi ética se construye gracias a lo perentorio, lo afirmativo, lo poético, lo ejemplar, lo inefable.
El Dandi opera como una figura faústica con varios dioses tutelares: Odiseo en la fase estética inmediata, Hércules en la reflexiva. El Heracles de los cínicos, ese héroe ascético, prototipo de la existencia esforzada, para quienes el placer solo tiene algún valor cuando se desprende de una tarea valiente y virtuosa. Antístenes, pobre bastardo, decía que «prefería enloquecer que rendirse al placer». Por otro lado, Odiseo, como nos informó Plutarco en su Sobre la vida y poesía de Homero (II, 150): «Y tomando [a Odiseo] como modelo de vida, Aristipo se resistió decididamente a la pobreza y los sufrimientos y gozó sin reserva alguna del placer».
Hablo de la existencia, de mi existencia. Quiero explicármela. γνωθι σεαυτόν. Gnóthi seautón. Conócete a ti mismo. Nadie se atrevería a dudar de que ésta es, o debería ser, una de las mayores metas del hombre, si no la mayor, y así lo han recogido los sucesivos pensamientos filosóficos. Y, Dandi al fin y al cabo, defiendo que la sabiduría puede alcanzarse también a través de otro imperativo... Refléjate a ti mismo. Conocerse y reflejarse para llegar a nuestra verdad, que no es sino el mito que hemos forjado acerca de nosotros mismos, y a la transmisión de esa verdad, sabiendo que en este escrito la confesión, el recuerdo o la anotación está dominado por la representación. Ésta puede ser extremadamente sincera (así lo pretende) pero, por encima de todo, es representación (y no lo oculto, destinada a una cierta inmortalidad). ¿Será que mi intención escribiendo esto , mezclando representación para la eternidad y latigazos descarnados en los que no hay intermediario alguno entre mi y el papel, es mezclar lo que soy con lo que quisiera ser, y también con lo que quisiera que otros pensaran que soy? Aunar la violencia que supone vomitar mi interioridad con el juego, con el teatro, con la fantasía y mezclar —no agitar— todos los componentes para crear mi mito personal. Este ensayo, que es autorretrato filosófico, es también desdoblamiento y en cuanto tal está en directa relación con la conciencia humana del tiempo. El devenir implacable del tiempo y el tiempo que quiere ser fijado, retenido. Es el reflejo de mi curso temporal. El registro de mis edades. Vincent van Gogh le escribió a Theo algo que yo he querido adaptar a mi: «Se dice, y yo desde luego lo comparto, que es difícil conocerse a uno mismo, pero tan difícil como eso es describirse a uno mismo».
De vitalidad desbordante y singularidad poderosa, he destacado siempre tanto en el cuerpo como en el espíritu, en la carne como en lo mental. Busco siempre el equilibrio en una síntesis constante de virtudes opuestas que resulte en una armonía innegable. Diestro en lo verbal y en lo físico, juego siempre con las palabras, las situaciones y las dificultades. Fuerte, valeroso, de tono superior y modales exquisitos, todo ello me ha hecho siempre un hombre excepcional. Poseo un aura incontestable y unos modales incitantes. Todos mis gestos están orientados a producir un sujeto soberano, prudente y valeroso, de temperamento afable y gracioso. Soy tierno con mis amigos y terrible para mis enemigos porque tengo sentido de la distinción, practico las afinidades electivas y no creo en ese igualitarismo tonto en nombre del cual todos los hombres valen lo mismo. Soy un aristócrata cuya tensión busca la excelencia, la distinción y la diferencia.
Soy discípulo de Baco y de Venus y de las divinidades de la elegancia. Ligero, gracioso, proclive a gustar de los placeres de la mesa, los vinos y las mujeres. Amo la tensión y el rigor de la ética de lo perentorio y lo ejemplar, como ya he dejado escrito arriba, sin descuidar el cuerpo pagano, la carne. Anticristo por ello, practico el orgullo y la cólera, la gula y la lujuria. He tenido muchas mujeres y amantes. He honrado multitud de platos y botellas. Amo el lujo y el buen gusto. Reverencio el ingenio cuando se derrama en una cascada de palabras. Cirenaico antiguo, reservo para un busto de Aristipo un lugar especial en mi altar más secreto. He creado mis propios valores y me muestro despiadado con las faltas de grandeza y las morales gregarias. Detesto a los hipócritas, los trapaceros, los cobardes, los impostores, los oportunistas, los aduladores y otros animales cortesanos.
Libertario y aristócrata, voluntarista (en la acepción schopenhaueriana que sostiene el predominio de la voluntad en la sustancia y constitución del mundo) y lúdico, practico mi subjetividad contra todas las formas sociales y lo sacrifico todo a la expresión de mi singularidad, a la afirmación de mi bella individualidad. En lo ético, estoy constituido por una energía que es el resultado del equilibrio entre Dioniso (la exuberancia) y Apolo (la forma), al servicio de la Excepción (mi bella individualidad). Caballero consumado, buen orador versado en todos los conocimientos de mi época: filosofía, ciencias naturales, música, pintura, escultura, literatura, gastronomía... Intuitivo y, al mismo tiempo, un intelectual con un bagaje cultural que contribuye a que mi sensibilidad, mi temperamento y mi carácter cristalicen en esta singularidad de cualidades variadas que aquí, por fin, intento explicarme. Soy un hombre que se entrega al combate contra aquello que pretende dividirme, debilitarme y empequeñecerme. Un luchador contra la alienación y sus perversiones. Soy arquitecto del edificio de mi identidad, un escultor en cuya mente de artista preexiste mi propia forma antes de acometer la faena, porque está ya ahí, aprisionada en la materia antes de que la creación artística la libere —figura indita et abscondita—(Alberti, en 1464, en su De Statua, habla ya de la figura prisionera en la piedra cuya liberación es misión del artista). El concepto, en cuanto forma ideal que debe intuir el artista, está ya circunscrito en el mármol. Está in se en la materia. Pero al mismo tiempo, el concepto se halla alojado, como representación interior, en la mente del ottimo artista —el genio—, único capaz de abrirse plenamente a la revelación divina. Está, también, in se en el artista. Así, como escultor de mí mismo, me hallo ante la doble responsabilidad de reflejar certeramente aquello preconcebido en mi mente y de liberar, gracias a ello, la forma espiritual contenida en mi materia. Inevitablemente, una concepción de mi singularidad como ésta conlleva una visión de la creación de mí mismo como una lucha sin cuartel. Lucha espiritual, pero también física. Fuerza para abrir la materia y violencia para llegar a la forma. En ese combate para alcanzar la belleza perfecta, en esa insaciabilidad jalonada por las más terribles desesperaciones y los más sublimes éxitos, se reconoce la tragedia. Mi terribilitá.
Soy una figura fáustica porque fáustico es este trabajo vital, tan repleto de gestos cuya finalidad es la sumisión de lo real a mi voluntad —y lo real es mucho, y poderosamente resistente, compacto—. Es fáustica mi ética, que es moral sin moralina. Mi objetivo soy yo mismo y practico una suerte de ascesis que busca una edificación, un darme forma. Básicamente es extraer un sentido a partir de la materia prima que me constituye, dominado como estoy por mis facetas oscuras, para mostrar un sentido y producir una obra. Producirme. Pero no soy optimista, como no lo era Schopenhauer: no se me escapan las formidables exigencias de la Necesidad, las inmensas presiones del Destino sobre mi individualidad. Sin embargo, conozco la existencia de una libertad, la posiblidad de un espacio de inflexión en el que intento inscribir mi voluntad y mis esfuerzos. Soy consciente de estar sujeto por estrechos y apretados lazos, pero empleo toda mi determinación para obtener forma y orden e imprimo mi marca y las huellas de mi voluntad. Así, entre las libertades posibles y las opciones concebibles, lucho por llegar a un acuerdo. Mi bella individualidad, rota entre una aspiración y una restricción, intenta producir un equilibrio, una armonía y un modo distintivo de operar. Esa es mi sabiduría trágica, como diría el de Röcken: saber que solo se construye la propia singularidad sobre los abismos, entre bloques de miseria. Las posibilidades de fracasar son enormes, pero no importa. Quien triunfa finalmente es la muerte, pero antes, la elegancia de la práctica y del intento nos hacen ilusionarnos con que hemos desafiado al Destino y despreciado a la Parca. Lo que debe perecer habrá, al menos durante un tiempo, subsistido.
Me pienso virtuoso. Pero no gracias a la virtud embrutecedora del cristianismo que magnifica el ideal ascético, sino a la virtú, que es incandescente, brasa y fuego. Que induce mi virtuosismo, que es la capacidad de realizar una acción con brío, elegancia y eficacia; que supone la excelencia y la manifestación de mi personalidad y de mi manera única de proceder. Por virtuoso, soy talentoso, hábil y superior en mis actos y mis gestos. Este virtuosismo marca lo real con su rúbrica, imprime un estilo y revela caminos nunca transitados.
Existir de forma auténtica y propia no es fácil, porque exige que hagamos una elección. Hay que elegir, y hay pocos que puedan —y aún menos que quieran— enfrentarse a esa elección. Elegir es una de las acciones más importantes de la vida de cualquiera. Es la encrucijada que madura. Cada elección encierra un valor, mayor o menor, pues toda elección, en definitiva, se hace entre dos polos: verdad, justicia y santidad, por un lado, y flaqueza, pasión oscura y perdición , por el otro. El bien o el mal. Y en cada elección, el ser humano se confirma a sí mismo y emprende un camino que no tiene marcha atrás, una vía que no volverá hacia el punto del que ha partido. La elección es decisiva para el contenido de una personalidad que al elegir se sumerge en lo elegido; si no eligiera, se atrofiaría y se consumiría. En el instante de la deliberación puede parecer que las cosas que hay que elegir están fuera de quien elige, y que éste no guarda relación alguna con ellas, que puede mantenerse indiferente frente a ellas. Pero en la deliberación lo que hay que elegir guarda la más profunda relación con el que elige, y, tratándose de una elección relativa a una cuestión vital, es preciso que el individuo esté viviendo ese desgarro al mismo tiempo. Por eso, cuando es postergada, la elección se altera, por más que el individuo delibere y delibere, creyendo así mantener bien separados los opuestos de la elección.
Dando por aceptado —lo que ya es mucho aceptar— que todos buscamos la perfección y que ninguno querríamos llegar a ser aquel imbécil rousseauniano, no es tan importante, para alcanzarla, la razón como la libertad. Este es el momento crucial en toda existencia: elegir el camino correcto (¿y qué es lo correcto?). Quizás el momento más difícil y más plagado de obstáculos. Nos sabemos libres y, quizás por primera vez, vamos a ejercer esa libertad. Este es el momento en el que empezamos a entrever nuestras dos dolencias más íntimas y originarias, con las que nacemos y morimos y de las que nunca nos libraremos en toda la vida: la angustia y la desesperación, distractores que impedirán que la elección sea correcta. Angustia. Desesperación. Las dolencias del espíritu.
Uno puede vivir o bien de manera estética, o bien de manera ética, o bien de manera espiritual. No se trata, ya lo hemos visto, de una elección en sentido estricto, pues el que vive de manera estética no elige, y yo, que elegí lo estético después de que lo ético me fue mostrado, no vivo de manera estética, pues me encuentro bajo inevitables determinaciones éticas por más que mi vida es, a todas luces, antiética. Sufro el carácter indeleble de lo ético, que pese a situarse en el mismo nivel que lo estético, es propiamente lo que hace que la elección no sea una elección. Pero no soy como esos pobres hombres —muchos— que pasan su vida en una tranquila perdición; viven hacia afuera, fuera de sí mismos, se esfuman como sombras; su alma inmortal se desvanece, y los atemoriza la pregunta acerca de su inmortalidad, pues se han disuelto ya antes de morir. No viven de manera estética, pero lo ético tampoco se les ha mostrado íntegramente; tampoco lo han rechazado realmente, y por eso no pecan, a menos que sea pecado el hecho de no ser ni lo uno ni lo otro.
La elección es ineludible. Hay que elegir. La personalidad tiene prisa, no tiene tiempo para experimentos, y siempre se está precipitando; siempre se postula lo que naturalmente nos forma, de ahí la importancia de lo fáctico, de la carga biológica y ambiental en la que nos desarrollamos. Antes de que uno elija, la personalidad ya se ha filtrado en la elección. Podemos aplazar la elección, pero los poderes ocultos en nuestra personalidad ya han elegido de manera inconsciente. Cuando la elección ha sido hecha suele descubrirse algo que precisa ser rehecho, algo de lo que hay que retractarse, pero es muy difícil. Como ser estético que soy, ante un dilema, despierto toda mi energía pasional, reflexiono, no tengo descanso, pienso en ello día y noche, leo todos los libros que encuentro, escribo, y de tan absorto, estoy muerto para el mundo durante un tiempo. Solo entonces estoy preparado: ahora puedo hablar acerca del dilema evidenciando una experiencia mayor a la de cualquiera que, ante el mismo problema, haya optado por una elección apresurada. Incluso me lleno de indignación cuando me topo con alguno que no es capaz de argumentar ante un problema parecido, porque no es un entusiasta. Comparado con él, yo, ser estético, hablo con la voz de los ángeles. Pero a pesar de todo, no he llegado a nada: estoy listo para la elección y conozco al dedillo las particularidades de los dos polos a elegir, pero siempre se me aparece una tercera posibilidad, y todo vuelve a empezar. Así transcurre mi vida: un derroche de energía cinética que no avanza ni un paso, pero que me permite despreciar a los hombres, burlarme de ellos, convertirme en lo que más detesto: un crítico, un crítico universal de todas las facultades. Sé advertir cuándo algo es ridículo, y que los dioses protejan a aquel que caiga en mis manos si ése es su caso: el infeliz tal vez agache la cabeza y se desplome. Como ser estético me aligeraré, elevaré la frente y me alegraré como nunca, beatificándome a mí mismo y a los demás con el Evangelio: vanitas vanitatum vanitas.
Pero eso no es elegir la mejor parte. O no es elegir. O es elegir en sentido impropio. La aporía de la elección. Esa elección es siempre una elección estética, y una elección estética nunca es una elección, porque la elección es expresión propia y rigurosa de lo ético. Siempre que se trate de una alternativa en sentido estricto, lo que está en juego es lo ético. Como decía antes, la elección, al final, siempre es entre el bien y el mal; y no hay una elección más ética que esa. La elección estética, o bien es algo totalmente inmediato —por consiguiente, no es ninguna elección—, o bien se pierde en lo múltiple. Cuando el ser humano sopesa de manera estética una multitud de problemas vitales, no obtiene tan solo una alternativa, sino una multitud de ellas. Como no es una elección de manera absoluta, elige solo para el momento, pudiendo elegir otra cosa en el instante siguiente. Por eso la elección ética es, en cierto sentido, mucho más fácil, mucho más simple, pero en otro, infinitamente más difícil. El que quiere definir éticamente su tarea en la vida, por lo general, no tiene mucho que elegir; el acto de la elección, en cambio, significa para él mucho más. En la elección no se trata tanto de elegir lo correcto, sino de la energía, de la seriedad y del pathos con que se elige. En esa elección la personalidad se consolida y se proclama en su infinitud interior. Es la razón de que, cuando un hombre elige lo incorrecto, descubre que lo hizo en virtud de la energía con la que eligió, y que su naturaleza resulta purificada; cosa que no ocurrirá si la elección fuera de manera estética. Por tanto, no se trata de la realidad de lo elegido, sino de la realidad del elegir. El ser de un hombre, al elegir, alcanza una solemnidad, una serena dignidad que nunca se pierde del todo.
El asunto es bajo qué determinaciones considera uno la existencia y vive uno mismo. El hombre ético, que elige el bien y el mal, elige lo bueno, pero esto solo se nota después; lo estético no es el mal: es la indiferencia. Por eso lo ético constituye la elección. No se trata tanto de elegir entre querer el bien y querer el mal, sino de elegir querer. El que elige lo ético elige lo bueno, pero puede elegir lo malo. Lo importante es elegir. No se trata tanto de la deliberación como del bautismo de la voluntad, que hace que ésta sea acogida en lo ético. Cuanto más tiempo pasa, tanto más difícil resulta elegir, pues el alma está siempre en uno de los términos del dilema, y por eso resulta más y más difícil desprenderse. En el instante de la elección en la que el yo se elige a sí mismo, no se llega a ser diferente de lo que se era antes, sino que se llega a ser uno mismo; la conciencia se recoge y uno es uno mismo. Es una elección absoluta, pues solo al elegir de manera absoluta puede uno elegir lo ético. Así, en la elección absoluta queda puesto lo ético; pero esto no implica que lo estético quede excluido. En lo ético, la personalidad se centra en sí misma, de manera que lo estético es excluido de modo absoluto, o es excluido como lo absoluto, pero de modo relativo sigue estando siempre ahí. En cuanto la personalidad se elige a sí misma, se elige a sí misma éticamente y excluye absolutamente lo estético; pero puesto que se elige a sí misma —y al elegirse a sí misma no llega a ser una esencia distinta, sino que llega a ser ella misma—, todo lo estético retorna en su relatividad. Solo entonces la existencia llega a ser bella, y solo por este camino puede lograr un hombre salvar su alma y ganar el mundo entero, hacer uso del mundo sin abusar de él.
Los cobardes —a los que desespera cualquier fracaso—dirían que es una pena que en la vida no se pueda recurrir, como en la pintura, al retoque, al pentimento o al repinte. Reescribir nuestra autobiografía, corregir la historia mientras la fabricamos y cargarla o sobrecargarla para esconder, maquillar el paso en falso o la falta de delicadeza. Es una suerte que no podamos. Nuestro ser en el tiempo nos obliga a determinarnos, y ello nos hace temblar, porque nos atenaza la posibilidad del fracaso. Nietzsche dijo: «Lo que no me mata, me hace más fuerte». El optimate esculpe su propia existencia, se conduce a sí mismo, solo, trágico, pero libre. Estamos aquejados de angustia porque nos sabemos libres (condenados a ser libres, dijo Sartre), y en esa libertad siempre hay un je ne sais quoi que nos impide disfrutar la existencia en su totalidad. Ese je ne sais quoi es una sospecha, un presentimiento que perturba la total explosión de felicidad que otorga la posibilidad de una elección sin cortapisas. Ese je ne sais quoi es la angustia. Una sensación que aumenta cuando aparece la moral, el código de conducta de la sociedad en la que nos desenvolvemos. Antes de ello, no existía en nosotros conciencia del bien o del mal, pero un «no debes» siempre invita a un «yo puedo». La moral es uno de los afluentes de la angustia. El poder —en cuanto ser capaz de — es el otro. Norma (moral) y capacitación (poder) abren una dimensión infinita de posibilidades, todas problemáticas para el ser humano. Si algún origen tiene el tiempo, es este. La posibilidad abre la dimensión del futuro. El futuro es el tiempo en el que se conjuga la posibilidad. Y desde aquí, podemos también diferenciar miedo y angustia. Si la angustia es la desazón ante lo indefinido, el miedo lo es ante lo conocido. Tenemos miedo de algo sabido, pero nos sentimos angustiados ante lo desconocido. Tememos la muerte y nos angustiamos ante la vida. La mejor forma de explicar la angustia es la de acercarnos al borde de un precipicio. La angustia se explica ahí, donde sentimos al mismo tiempo atracción y repulsión —la «antipatía simpática/simpatía antipática»—. Ambigüedad de la angustia. Pero hay algo positivo en la angustia: es su condición de posibilidad (la posibilidad de la libertad, ese pararse al borde de la elección, que provoca en nosotros el vértigo). La angustia es una experiencia que informa al hombre de su libertad
La capacidad de imaginar posibilidades nos eleva desde la pura sensualidad del cuerpo hacia algo más allá, algo que llamaremos «intelecto» (o alma). El hombre, a diferencia del animal, es más que puro cuerpo. Pero también es, a diferencia de los ángeles, más que puro intelecto (o alma). Por tanto, opera en mí —en nosotros— la síntesis de cuerpo e intelecto que resulta en «espíritu». El hombre deviene un yo. ¿Es el yo la combinación de cuerpo e intelecto? ¿Y si uno de los dos elementos pesara más en la balanza, se vería mi yo afectado por ello? ¿O puede ser mi yo el resultado hegeliano de una dialéctica entre ambos elementos? Llamo a Kierkegaard para que me ayude con tantos interrogantes, y me dice que mi yo es algo logrado, que es una síntesis trabajada, forjada por la «voluntad». Un producto más moral que cognitivo. Que es una relación relacionándose consigo misma.
Pero, ¿qué términos se relacionan entre sí para dar lugar a mi yo? No podemos quedarnos en la superficie de esa síntesis primigenia de cuerpo/intelecto que dio paso a la angustia , ahora es necesario profundizar. Veamos... ¿qué elementos corresponden al cuerpo? El cuerpo es lo finito, lo temporal y lo necesario. ¿Y qué elementos corresponden al intelecto (o alma)?... lo infinito, lo eterno y lo posible (contingente). Es aquí donde, para avanzar en esta autoexploración, tengo que «bucear en mares de Delos(1)» y volver a explicarme mi yo. En la relación entre dos términos, actúan los dos términos relacionados y la propia relación. Es decir, en toda relación entre dos elementos, existen siempre tres términos. Si los dos elementos se relacionan con la relación, que es el tercero, resulta en una unidad negativa, en la que cada uno de ellos existe en su relación con la relación. Por otro lado, la relación del intelecto (o alma) con el cuerpo es una simple relación que, cuando se refiere a sí misma se hace positiva. Esto es el yo, que es una estructura triádica, compuesta las dos cosas relacionadas —cuerpo e intelecto (o alma)— y la relación misma. El yo es el espíritu (la síntesis), que se caracteriza por lo volitivo, no por lo cognitivo. El yo es un acto de voluntad.
La tarea básica del yo es unir los primeros elementos del cuerpo y del intelecto, que, como hemos comentado, son lo finito y lo infinito. Lo finito es el lado fáctico de nuestro existir, aquellos elementos dados que no hemos elegido y que determinan nuestra actualidad. Si fuera Heidegger, diría que lo finito es lo que hay en nosotros de Dasein (de «arrojado ahí»). Hay que tener en cuenta que, si no pudiéramos escapar de nuestra facticidad seríamos el animal de Rousseau, que nace y al poco tiempo ya se conoce cómo será hasta el final. Pero nosotros, somos —aunque cada vez menos de nosotros, tengo que decir— capaces de trascender esa facticidad, esa finitud, con la imaginación. Y con la imaginación podemos apuntar (acto volitivo que construye nuestro yo) a un mundo distinto a ese en el que hemos sido «arrojados» e intentar alcanzarlo de multitud de maneras. Por tanto, nos encontramos con que el elemento «infinitizador» del hombre es la imaginación, que le permite romper con la dimensión puramente natural, con las cadenas fácticas. Como hasta el más bruto de los humanos es consciente de su «ser para la muerte», de su limitación para trascender el mundo natural, la tarea que todos nos autoimponemos es la de encontrar ese término entre los dos extremos —la seguridad de la muerte y la infinitud de la posibilidad—, sin ningún tipo de regla ni de información sobre cómo hacerlo. Esta es la paradoja existencial a la que nos enfrentamos en cada instante. Esta es la angustia en la que vivimos y nos desenvolvemos.
La segunda tarea del yo es resolver el binomio necesidad/contingencia. Si lo finito en mí, mi facticidad —mi herencia genética, mi entorno familiar, las condiciones internas sobre las que no tengo control— es ineludible (es decir, es necesaria), tengo para librarme de su dictadura la imaginación, que me revela una dimensión infinita de posibilidades que pueden realizarse en función de esa facticidad.
Pero sabemos que no hay reglas, que nadie puede informarnos sobre cómo realizar todas esas posibilidades, y muy fácilmente podemos caer en la desesperación (recordemos, la segunda dolencia del espíritu, junto con la angustia), que es la relación incorrecta de la necesidad con la contingencia. De lo que estamos hechos —de lo cual no podemos «escapar»— contra las posibilidades de alcanzar todo aquello que imaginamos. El derecho a no querer ser uno mismo, si eso a lo que la necesidad nos determina es tan repelente o tan alejado de lo que 'imaginamos-que-podría-ser-y-que-no-es' por cuestiones ajenas, que no podemos, o tenemos fuerza para cambiarlo. Pero nos ofrecen un espejismo, una zanahoria: nos dicen que el ser del ser humano no es algo dado e inamovible, ni que es el producto de un proceso natural. Nos dicen que es algo que elegimos y que nos trabajamos. Nos convencen de que para llegar a alcanzar lo que nuestra imaginación nos ha mostrado, para llegar a ser un ser individual, es necesaria la «educación». En ello coinciden Hegel y Kierkegaard. Ambos pretenden la educación del hombre. Si el alemán usa la metáfora del camino, el danés usa el ejemplo de las etapas (los estadios o estados), pero en ambos todo arranca con un hombre con todo por decidir por delante de él. En ambos, el proceso se manifiesta como una fenomenología, en la que presentan una serie de perspectivas cuya relación entre sí deviene una serie de pasos que llega hasta la meta. Voy a apartar a un lado a Hegel, en el que la progresión es necesaria lógicamente y precisa de pasos conceptuales. Me atraen mucho más, porque me explican mejor, las tesis de Kierkegaard, que hablan de una progresión contingente y volitiva, no epistémica, compuesta de elecciones libres. Hablan de saltar. De iniciar un proceso de distinción entre el sujeto y el objeto. El espíritu (la síntesis del yo) no se pierde en la totalidad, sino que resalta y cobra realidad en la medida en que va logrando relacionar de manera determinada y única los factores opuestos de su experiencia. Por eso, para el danés hay tres formas básicas en las que un ser humano puede existir: bajo la forma de lo estético, bajo la forma de lo ético o bajo la forma de lo religioso. ¿Qué es vivir de manera estética, y qué es vivir de manera ética? ¿Qué es lo estético en un hombre, y qué lo ético?
Según Kierkegaard, solo puede explicar este estado aquel que se encuentra en un peldaño más alto, o aquel que vive éticamente. Soy la prueba viviente de que no es así. Yo soy un esteta reflexivo, que habiendo tenido la oportunidad de saltar hacia la ética, ha decidido quedarse en el peldaño «anterior». Los motivos los veremos en breve. Antes, decir que en este estado existen tres niveles, que se conocen como el «estado estético inmediato», el «estado estético reflexivo» y el «estado estético desesperado»
Estado estético inmediato: En el «estado estético inmediato», una persona es inmediatamente lo que es. Vive de manera estética el que vive en, por, de y para lo estético en él. Una persona estética inmediata busca la satisfacción mediante el placer sensual sin reflexión, como respuesta inmediata, casi automática, a los estímulos del entorno. No puede aclarar nada en sentido eminente porque vive siempre en el momento y conoce tan solo de forma relativa, dentro de ciertos límites. El que vive de esta forma se toma a sí mismo como algo dado, un algo en el que necesariamente operan un conjunto de deseos naturales que trata de satisfacer en el mayor número posible, respondiendo a las inclinaciones con las que nace, a los gustos y disposiciones con que cuenta y dadas las circunstancias externas que le rodean. No hablamos aquí del nivel más bajo de necesidad (casi la animal): comer, dormir, tomar el sol, tener sexo, etc., y del placer que se obtiene satisfaciendo todo ello. Es muy fácil afectar al organismo biológico para causar placer. Hablamos del ser humano que busca placer en otro ser humano, principalmente en su mirada. En saber que el otro lo desea o lo aprueba. Una buena parte de la conducta humana puede entenderse en este sentido. No puede negarse que el vivir estéticamente puede exigir, cuando su vida está en su punto más alto, una diversidad de dotes intelectuales, y que éstas deben estar incluso intensivamente desarrolladas en una medida poco común; pero están atrofiadas. Ironía, capacidad de observación, dialéctica, experiencia en los placeres, cálculo del Kairós —del instante genial dentro del plomizo e insoportable reinado de Cronos—, sentimiento o frialdad, según la circunstancias. El esteta está tan solo en el momentum: crea sus propios instantes geniales, excepcionales. Vive siempre buscando a Kairós, necesita de él para doblarle el brazo a Cronos y que su existencia no se convierta en solo un nacer y un morir, en un Aión eterno, ouroboros tedioso. Entre la eternidad mortal que va de la nada a la nada y el placer eterno que no muere, entre el mundo del trabajo que nos hace sufrir y el placer que nos provoca el éxtasis, entre el sufrimiento de las dietas de adelgazamiento y la dulce agonía del amor, el esteta elige siempre a Kairós. Vivimos entre Cronos y Kairós, pero no pertenecemos enteramente a ninguno. Gracias al daimon (a Kairós) podríamos vivir cientos de años, mil veces más de lo que lo hacemos a causa de Cronos. Por Kairós, podemos pensar un cuarto de hora en un minuto. Es el momento oportuno, la ocasión, pero también el lugar, el espacio distinto de aquél de la duración donde nos escondemos de Cronos. Es el acontecimiento. El tesoro que el esteta persigue. Si Cronos conduce a la muerte, Kairós es la eternidad, ese tiempo-lugar único e irrepetible. El esteta mide el tiempo en unidades de Kairós. En hitos, esos momentos esquivos y extraños que poseen su propia temporalidad y localidad, que le abren la puerta a la vida sin muerte, fatiga o desgaste. Kairós es fiesta y arte, es el tiempo de la celebración. Un pestañear de Kairós en la inmensidad de Cronos es una vida entera metida en unos minutos.
Así, la vida estética inmediata no requiere que uno ejerza su libertad, que reflexione, que tome una decisión sobre el bien para su vida. Podría parecer que se elige libremente, pero en realidad lo que hacemos es expresar el instinto, los gustos y las disposiciones genéticas con las que nacimos. Ello, y las normas y expectativas sociales, determinan la forma que toma la vida de cada uno. Una buena parte de nuestra vida consiste en la actividad de crear las circunstancias adecuadas para que coincidan nuestras inclinaciones y las condiciones externas sociales. La vida estética inmediata está condicionada por factores biológicos y sociales que uno mismo no eligió y que en su mayor parte no están bajo control. El esteta inmediato se burla de la gente, porque no saben cómo gozar de la vida —por el contrario, él cree saberlo, puesto que lo ha estudiado a fondo—. Pero en el fondo, todos coinciden en la expresión «gozar de la vida». Es una meditación que lleva al esteta inmediato a coincidir con personas que, por lo general, aborrece: esos hombres-masa con los que de ningún modo desea tener algo en común. Pero lo tiene: la visión de la vida. Es un arte en el que tiene muchos camaradas que no se digna a reconocer. Por grandes que puedan ser las diferencias dentro de lo estético, todos los estadios tienen esencialmente algo en común: que el espíritu no está determinado como espíritu, sino que lo está de manera inmediata, como don.
Como la personalidad está determinada físicamente, la salud es, por tanto, el bien más precioso, porque todo gira alrededor de ella. Así, la belleza —lo más alto para un esteta inmediato— es un bien muy vulnerable. También para él, hay condiciones para gozar de la vida que se encuentran fuera de él (riqueza, honores, nobleza, amor), pero las toma como tarea y contenido de su vida; y otras que se encuentran en él —aunque no sea él quien las pone— como el talento (talento práctico, talento mercantil, talento matemático, talento poético, talento artístico, talento filosófico). Estos últimos —los talentosos— son identificables por su incansable actividad. Todas estas concepciones de la vida tienen en común el hecho de ser estéticas y se parecen por tener una cierta unidad y coherencia: todo gira en torno a una cosa determinada, simple, por lo que no la fragmentan como hacen los que construyen su vida sobre lo que en sí mismo es plural. De ellos —los estetas reflexivos— hablaremos en breve.
Un fenómeno muy característico de la dimensión estética inmediata es Don Juan. Si de placer sensual se trata, no hay nada mejor que las relaciones sexuales. Don Juan, según Kierkegaard, es el genio erótico sensual, famoso por no contentarse con una sola mujer. Pasa de una en otra, porque el placer es solo momentáneo y, si repite con la misma persona, rápidamente deja de ser un estímulo y llega al «aburrimiento». El aburrimiento es el gran enemigo de la vida estética inmediata y para evitarlo hay que buscar nuevas parejas sexuales. Otro problema de este estilo de vida regido por la simple satisfacción del deseo, es que la fuente de esa satisfacción es siempre exterior a uno, que es un ser finito, sujeto a una realidad externa que se desenvuelve con una necesidad fuera de su control. Su vida fluye en una serie de momentos, unos placenteros, otros no, y en conjunto está teñida de una creciente monotonía que le hace desesperar. Esta descripción de la inmediatez de la vida estética inmediata conlleva alguno de los factores que figuran en la concepción del yo (el espíritu del ser humano), que sabemos que consiste en la relación triádica entre binomios de factores. El ser del ser humano en la dimensión estética inmediata no es todavía, ni remotamente, un yo, sino simplemente un ego biológico caracterizado por los primeros términos de la serie de binomios: un ser finito, regido por la necesidad de una realidad externa que experimenta en una temporalidad lineal. Si el aburrimiento es un callejón sin salida para el esteta inmediato, solo hay una manera de salir de él, y es por medio de un giro copernicano: abandonar la postura pasiva de determinación externa y asumir una postura más activa de determinación interna —dar un «salto»—. O lo que es lo mismo, un esteticismo no inmediato. Un «esteticismo reflexivo».
Estado estético reflexivo: Está caracterizado por los factores del otro lado del binomio: la infinitud, la contingencia y la eternidad. Es una forma de vida estética, pero más sofisticada y refinada. Como dije antes, construyen su vida sobre lo plural. Su enseñanza es «goza de la vida», y su explicación «vive según tu deseo». Como el deseo es plural, su vida se dispersa en una pluralidad ilimitada —a menos que el deseo de un individuo esté orientado desde la infancia hacia un deseo único, una inclinación, una afición—. Puesto que esta concepción de la vida se dispersa en algo plural, se sitúa en la esfera de la reflexión (que sigue siendo finita). La personalidad sigue siendo inmediata: el individuo es inmediato en el deseo mismo, y por muy elegante y refinado, por muy calculado que sea el deseo, el individuo está en él en tanto que inmediato, goza en el momento, y por mucho que se diversifique, sigue siendo inmediato, puesto que está en el momento. Vivir para satisfacer el deseo de uno constituye una postura de vida muy distinguida que, afortunadamente, se ve cumplimentada en pocas ocasiones debido a las dificultades de la vida terrena, que hacen que el hombre tenga otras cosas en qué pensar. El torbellino del deseo puede hacer que el hombre se entregue al salvajismo; menos mal que para que ello fuera factible, el individuo debería disponer de una pluralidad de condiciones externas, lo que raramente le es concedido a un hombre. Es poco frecuente encontrarse con esa concepción de la vida llevada a la práctica en gran escala; menos raro es encontrarse con gente que chapucea más o menos en ella y que, teniendo en cuenta que las condiciones son adversas, piensa que si éstas hubiesen estado de su lado habrían alcanzado la dicha y la fortuna que anhelaban en la vida. Pero en la historia se topa uno con algún que otro ejemplo, y creo que sería útil ver adónde lleva esa concepción de la vida cuando todo está a su favor; así que escogeré, para presentar a una de esas figuras, a ese hombre singular que fue el duque de Osuna, un hombre ante el cual el mundo llegó a inclinarse y que siempre se vio rodeado de una innumerable multitud de complacientes emisarios del deseo. meter aquí algo de Osuna. Pero para el resto de los estetas reflexivos no es fácil vivir para satisfacer el deseo. Es una vida que no se puede poner en práctica si no cuentas con la facticidad de Osuna. No vale la pena planteárselo. Un egoísmo refinado muestra que lo más importante del goce se escapa. Por ello, la concepción de la vida que dice «goza de la vida», expresa lo mismo diciendo «goza de ti mismo: debes gozar de ti mismo en el goce», que es una reflexión más elevada, pero que no altera la personalidad misma, que sigue siendo inmediata, puesto que la condición para el goce es, también aquí, una condición externa que no está bajo el control del individuo —que aunque diga gozar de sí mismo, solo goza de sí mismo en ese goce, que está ligado a una condición externa—. La única diferencia consiste en que goza de una manera reflexiva, no de manera inmediata. De modo que incluso ese epicureísmo depende de una condición que no está bajo su control. Cierta obcecación del entendimiento permite entonces ver una salida, diciendo: goza de ti mismo en el rechazo constante de las condiciones. Pero sigue dependiendo de las mismas tanto como aquel que goza de ellas. Su reflexión vuelve constantemente sobre sí mismo, y puesto que su goce consiste en que el goce tenga el menor contenido posible, es como si se ahuecara a sí mismo, puesto que una reflexión finita como ésa no es capaz de abrir la personalidad.
Un modelo estético de forma nietzscheana con una ética construida gracias a lo perentorio, lo afirmativo, lo poético, lo ejemplar, lo inefable. El esteta reflexivo vive en el mundo actual, con el que no se relaciona de forma pasiva. Su experiencia no está determinada por el estímulo (sea este placentero o doloroso) de los objetos o sucesos que tienen lugar en el mundo. Interpreta activamente esos sucesos al recrearlos en su imaginación. No vive inmediatamente en medio de la actualidad, sino algo apartado de la misma, en la idealidad de su imaginación. En ese entorno interior, su finitud no le limita, sino que le abre una infinidad de posibilidades. Es como si el mundo se convirtiera en un teatro en el que los sucesos se desarrollan en el escenario, y en el que el esteta reflexivo prefiere sentarse en la oscuridad del patio de butacas, como un espectador más. Un espectador no solo del mundo y sus sucesos, sino de su propia vida, tal y como tiene lugar en él. El esteta reflexivo oculta sus emociones, aunque es evidente en él su fuerza y su valor, su tono real y sus modales, que le designan como hombre excepcional. Su resplandor es incontestable, sus modales incitantes. Todos sus gestos muestran, en acción y en marcha, en un fuego dinámico, una estrategia eminentemente voluntaria para producir un sujeto soberano, prudente y valeroso, un temperamento afable y gracioso. Tierno con sus amigos y terrible para sus enemigos, porque tiene sentido de la distinción, practica las afinidades electivas y no cree en ese igualitarismo tonto en nombre del cual todos los hombres valen lo mismo —la víctima igual que su verdugo—. En ello vemos al aristócrata, aquel cuya tensión se dirige a la excelencia, la distinción y la diferencia. Una fuerza de la naturaleza, un discípulo tanto de Dioniso y Afrodita como de las divinidades de la elegancia. La ligereza y la gracia no excluyen el gusto por la mesa, los vinos y las mujeres. Muchas mujeres y amantes, honra multitud de platos y botellas, ama los bailes fastuosos y las palabras ingeniosas en cascada. Un poco Diógenes, practica la subversión de los antiguos cínicos, Antístenes y Crates, para quienes los verdaderos valores merecían la ascesis y los falsos, el insulto. Ese cinismo antiguo, siempre un antídoto contra el cinismo secular y vulgar. Degustador del soberano placer de disgustar, tan apreciado por los dandis. Libertario y aristócrata, voluntarista y lúdico, escandaloso que lo sacrifica todo a la expresión de su singularidad, de su unicidad. Mezcla de prácticas, siempre que conduzcan a la afirmación de la bella individualidad. Es muy difícil leer sus intenciones, porque su disposición no es la sinceridad, sino la ironía. Su postura irónica es de retirada de un mundo con el que no se compromete. Se aparta del flujo de la vida. Se niega a comprometerse con los detalles de la cotidianidad humana y disfruta de su libertad interior. Aristócrata, considera a quienes viven de forma inmediata en este mundo como pobres piezas de un engranaje que no controlan y no entienden. Por ello, la actitud que desprende es de cierto desprecio condescendiente y de superioridad. El esteta reflexivo se rige por la regla universal de la relación entre recordar y olvidar. Vive como cualquiera en la vida actual, pero es capaz de olvidar un suceso tal y como se dio, para recordarlo de forma imaginativa y producir infinidad de variaciones sobre el mismo. Gracias a introducir la «arbitrariedad», el esteta reflexivo no está pasivamente sujeto a un objeto externo por su placer, sino que activamente varía lo dado en infinidad de posibilidades. La tortuga de Des Esseintes. Aquí, el goce no es físico —de los sentidos—, sino intelectual o reflexivo. El esteta reflexivo no vive en la actualidad, sino en la idealidad de su imaginación. Desatado de todo compromiso y libre de la necesidad, es profundamente infeliz. En ese voluntarismo no hay optimismo alguno: el optimate no ignora las formidables exigencias de la necesidad, las inmensas presiones del destino sobre las individualidades. Sin embargo, conoce igualmente la existencia de una libertad, la posibilidad de un espacio de inflexión en el que intentará inscribir su voluntad y sus esfuerzos. Consciente de ser prisionero de estrechos y apretados lazos, conoce también, a pesar de todo, la zona ínfima, pero bien determinada, que se ofrece a su mirada, y ahí empleará toda su determinación, todo su poder para obtener forma y orden. Imprimirá su marca y las huellas de su voluntad. Esa libertad posible tiene que llegar a un acuerdo con las opciones concebibles. La bella individualidad del , desgarrada entre una aspiración y una restricción, intentará producir un equilibrio, una armonía y un modo distintivo de obrar. Una odisea ética compleja y plagada de peligros, más aún en esta sociedad que se está haciendo irrespirable, que cancela, que ajusticia y condena, en la que todos son víctimas y jueces en un campo de juego que ha estrechado pacatamente sus límites y que rechaza al aristos, al superior. En la que el hombre-masa, aprisionado por la historia, por lo artificial y por los conformismos, se convierte en puro objeto y escapa a las voluptuosidades de una constitución de sí mismo en sujeto soberano que, en el caso de querer convertirse en algún momento en excepción, tendrá que contentarse con ser un hombre calculable. El optimate no puede envejecer porque nunca ha sido joven, ni puede volverse joven porque ya es viejo. No puede morir, porque nunca ha vivido realmente. No puede vivir porque ya está muerto. Si la enfermedad del esteta inmediato es el aburrimiento, la del el esteta reflexivo es la «melancolía», que es la conciencia del sinsentido de su vida. Conocer esas emboscadas y esos peligros y aun así querer arriesgarse es aceptar lo trágico como motor de lo real. Si se mueve en el éter de la pura posibilidad, entonces cada vez más cosas se vuelven posibles, porque nada se vuelve real. Es precisamente aquí donde el yo es tragado por el abismo. La fantasmagoría de posibilidades se mueve tan rápidamente que es como si todo fuera posible. Este es el último momento: cuando el individuo mismo se convierte en un espejismo. El esteta como individuo no es más que una sombra. Irónicamente, este colmo de la vida estética le lleva a uno a lo anestésico, a la falta de placer, a la anhedonia, a la imposibilidad de cualquier percepción real. Otra manera de expresar su naturaleza faústica. La sabiduría trágica del esteta reflexivo le hace consciente de que solo se construye su propia singularidad sobre los abismos, entre bloques de miseria. Por ello son tan altas las probabilidades de fracaso, conflagración y desintegración de los proyectos. La inmediatez, al ser reprimida, configura la auténtica melancolía. Una enfermedad mortal cuya cura sería, de nuevo, otro «salto», a la dimensión de lo «ético». La dimensión estética es un hedonismo total, en que uno lleva su vida casi como un drogadicto, en constante búsqueda de placeres cada vez más intensos, o nuevos. En el caso del esteta reflexivo, como un manipulador psicológico, casi un psicópata. Quedarse en esta esfera conduce a extremos insostenibles, tarde o temprano. Siempre triunfan la muerte y la disolución certera en la inconstancia. Pero antes del gesto, únicamente por la elegancia de la práctica y de la obra intentada, pocas audacias, de esa manera, nos dan la ilusión, exaltante mientras nos habita, de que tenemos el poder de desafiar al destino, de contravenir sus leyes y despreciar a la muerte. Lo que debe morir habrá, al menos, subsistido un tiempo de modo apolíneo. La melancolía es la histeria del espíritu. Cuando la inmediatez ha madurado y el espíritu reclama una forma superior en la que habrá de captarse a sí mismo como espíritu, la personalidad quiere tomar conciencia de sí en su valor eterno. Si esto no sucede, el movimiento se interrumpe, se reprime, y entonces aparece la melancolía. Para relegarla al olvido, uno puede trabajar, pero sigue habiendo melancolía. El que tiene penas o preocupaciones sabe qué le apena o le preocupa. El melancólico no sabe ni puede explicar qué motivo tiene para estar así, qué es lo que le deprime. Es la infinitud de la melancolía, que es el pecado de no querer de manera profunda e íntima. Solo el espíritu es capaz de eliminarla, puesto que en él reside. Cuando éste se encuentra a sí mismo desaparecen las pequeñas penas, los motivos que provocan esa melancolía, el no sentirse a gusto en el mundo, el llegar a él demasiado tarde o demasiado pronto, el no poder encontrar su sitio en la vida: el que se posee a sí mismo para la eternidad no llega al mundo demasiado tarde ni demasiado pronto; y el que dispone de sí mismo en su valor eterno, encuentra su significado en esta vida. El esteta reflexivo dueño de la areté (la excelencia), el aristos (superlativo de distinguido y selecto), posee una fuerza que le es propia, que constituye su perfección y que le eleva por encima de la masa. Cínico, faústico y dionisíaco, sintetiza las formas vitales con la ayuda del virtuosismo. La virtus, lejos de la virtud cristiana, embrutecedora y magnificadora del ideal ascético, la virtus del optimate es incandescente: introduce el virtuosismo, la capacidad de realizar una acción con brío, elegancia y eficacia. Supone la excelencia y la manifestación de una personalidad, de una manera única de proceder. Talentoso, hábil y superior en sus actos y gestos, el virtuoso marca lo real con su rúbrica, imprime un estilo y revela caminos hasta entonces impracticados. El gesto virtuoso únicamente tiene sentido, fuerza y pertinencia si está iluminado por un proyecto individualista, ético y estético. Como producir su singularidad, elegante y bella. La preocupación virtuosa presupone el pathos de la distancia, la voluntad de construirse solo, como ante un espejo, con el proyecto de hacer advenir en uno mismo la bella forma con la que se esté satisfecho. Caminar por las cimas implica la soledad. El virtuoso vive al acecho del kairós: la palabra ha de ser dicha en el momento en el que da en el blanco y conduce a un vuelco. El hombre del kairós es un domador de energía, un gladiador que se enfrenta a las bestias de Cronos.
Todos estos estadios de la concepción estética de la vida tienen en común que aquello por lo cual se vive es aquello por lo cual se es inmediatamente lo que se es. En ellos, la reflexión nunca va más allá de eso. Pero, ¿qué ocurriría si las condiciones de las que dependen no fueran como ellos las ven; que ahora saben apreciar lo que poseen? En ese caso, desesperarían, porque descubrirían que su vida estaba fundada sobre la búsqueda y persecución de algo efímero. Pero ello, esa revelación, no supondría un cambio esencial en sus vidas, así que desesperan porque ya de antemano estaban desesperados, pero no lo sabían. Por tanto, toda concepción estética de la vida es desesperación y todo aquel que vive de manera estética está desesperado, lo sepa o no. Parece entonces que convendría orientarse a lo ético, pero queda todavía un estadio, la concepción estética de la vida más refinada y distinguida de todas: la desesperación misma.
Estado estético desesperado. Es la última etapa de la concepción estética de la vida. En ella la personalidad persiste en su inmediatez, aunque es consciente de la vacuidad de una concepción tal. Se sigue teniendo bajo control todos los momentos de la concepción estética de la vida: desahogo económico, independencia, salud, espíritu fecundo... Y sin embargo, se está desesperado. No es una desesperación en acto, sino en el pensamiento. Se ha entrevisto la vanidad de todas la cosas, pero no se avanza. A veces se sumerge uno en ello y se entrega al goce de un instante, aún siendo consciente de su vanidad. Así, siempre está uno fuera de sí mismo: está desesperado. Y la vida de uno se encuentra entre dos enormes contrarios; o se tiene una energía desmesurada o una indolencia igual de grande. La desesperación es bella, elegante, agradable, sobre todo cuando se le suma la habilidad de contener sus manifestaciones más feroces, haciendo que se presienta y reluzca solo por fuera, como un fuego lejano. De ahí esa leve inclinación de la cabeza, y del cuerpo todo, esa mirada altiva y arrogante, esa temeraria sonrisa en los labios. De ahí la indescriptible ligereza de la vida, de ahí la visión soberana que domina todas las cosas. De ahí su «odi profanum vulgus et arceo». Tratar todo ello como una desesperación del pensamiento ayudaría a explicar muchas cosas del esteta desesperado. El esteta desesperado odia todo lo que sea actividad en la vida, pues para que tuviera sentido sería necesario que la vida tuviera continuidad, y su vida no la tiene. Se ocupa de sus estudios y se aplica, pero solo por su propia causa, no hay otra teleología en ello. Para otras cosas es ocioso. Y entonces reposa en la desesperación, no se ocupa de nada, no le escapa a nada. Es como un moribundo, muere día a dia en una vida que ha perdido su realidad. Calcula su tiempo de vida entre un plazo y el siguiente. Deja que todo pase, nada le impresiona —nihil admirari—, pero de repente algo hay que le atrapa, una idea, una situación, una sonrisa, y entonces se apunta y, de un modo u otro, está disponible. Como los moribundos, tiene en esos casos una energía extraordinaria. Si hay un pensamiento que hay que meditarse, una obra que ha de leerse, un plan que ha de ser ejecutado, una pequeña aventura que ha de vivirse..., se encarga del asunto con una fuerza prodigiosa. Trabaja sin parar, según las circunstancias, durante todo un día o durante un mes, alegrándose de comprobar que sigue teniendo las mismas energías de siempre. No descansa. Pero una vez pasado el tiempo, se detiene y dice que se acabó el asunto. Se retira y deja todo en manos del otro o, si lo emprendió en solitario, no habla con nadie al respecto. Llega a creer (y los demás también) que se le fueron las ganas, y coquetea con el vano pensamiento de que habría podido continuar trabajando con la misma intensidad si así lo hubiese querido. Pero es un enorme engaño. Habría podido terminar el trabajo si lo hubiese querido pacientemente, pero entonces se habría dado cuenta también de que eso requiere una clase de constancia totalmente distinta de la que posee. Se ha defraudado a sí mismo y no ha aprendido nada para el futuro. No tiene memoria respecto a su propia vida y a lo que ha experimentado en ella. Si la tuviera, no habría repetido tantas veces el mismo fenómeno. Pero le gusta engañar y engañarse. Si fuera siempre tan fuerte como lo es en el instante de la pasión, sería el hombre más fuerte. Pero no lo es, y lo sabe. Por eso se retrae, como escondiéndose de sí mismo, y vuelve a reposar en la indolencia. Es casi ridículo en esos ataques momentáneos de celo y su intento de legitimar en ellos sus burlas respecto a los demás. Teme la continuidad porque le priva de la oportunidad de engañarse a sí mismo. Su fuerza es la fuerza de la desesperación, más intensa que la fuerza humana común, pero menos duradera.
No cesa de estar suspendido por encima de sí mismo, pero el éter superior, el finísimo sublimado en el que se volatiliza, es la nada de la desesperación, y ve debajo de sí una multiplicidad de conocimientos, apreciaciones, estudios y consideraciones que no tienen ninguna realidad para él, pero que utiliza y combina de modo caprichoso, y con los que decora el palacio de las extravagancias del espíritu en el que se aloja en ocasiones. Es capaz de dedicar un mes entero solo a la lectura de cuentos, lleva a cabo un estudio minucioso, compara y ensaya, y sus estudios no carecen de resultados. Pero solo sirven para el esparcimiento de su espíritu. Hace que todo arda en un brillante fuego de artificio.
Está suspendido por encima de él mismo, y lo que ve debajo de él es una multitud de estados de ánimo y de situaciones que utiliza para establecer interesantes puntos de contacto con la vida. Puede ser sentimental, falto de corazón, irónico, ingenioso, hay que reconocer que en eso tiene escuela. Tan pronto como algo es capaz de arrancarle de su indolencia, ahí está con toda su pasión en pleno ejercicio, y no es un ejercicio sin arte, pues está sobradamente equipado de ingenio, ductilidad y otras actractivas dotes del espíritu. Según la vanidosa presunción con que él mismo se expresa, nunca es tan poco galante como para presentarse sin llevar con él un fragante ramillete de ingenio recién cortado. Cuanto más se le conoce, tanto más sorprende la calculada astucia que impregna todo lo que hace durante el breve lapso de tiempo en que le mueve la pasión; en efecto, la pasión nunca le ciega, sino que le permite ver mejor. Entonces se olvida de su desesperación y de todo lo demás que pesa sobre su alma y su pensamiento, y se ocupa exclusivamente del contacto fortuito que ha tenido con alguna persona. Puede que su intención sea engañar a los demás, pero hay un instante en el que, aun sin saberlo, se engaña a sí mismo. Lo dicho acerca de sus estudios vale también para cada una de sus acciones. Está en el instante, y en el instante cobra una dimensión sobrenatural, sumerge en él toda su alma, si bien con la energía de una voluntad, pues por un instante tiene su esencia absolutamente en su poder. Si alguien le ve en ese instante y solo en él, es muy fácil que se engañe; si alguien aguarda el instante siguiente, en cambio, puede vencerlo con facilidad. En los contactos con la gente, entiende que no vale la pena revelarse. Una vez que ha hecho que alguien se figure una imagen ideal —y en esto hay que reconocer que puede mostrarse de manera ideal con un aspecto cualquiera—, se retira con cuidado, y así se da el gusto de haber embaucado a alguien. Pero también consigue que la coherencia de su concepción se quiebre, y así obtiene un momento más que le permite comenzar de cero.
En el aspecto teórico se desentiende del mundo, lo finito no puede subsistir ante su pensamiento, y de alguna manera también se desentiende de él en el aspecto práctico, es decir, en sentido estético. En cualquier caso, carece de una concepción de la vida. Tiene algo que se parece a una concepción, y eso le brinda a su vida una cierta calma que no debe, sin embargo, confundirse con el aplomo o con una reconfortante confianza en la vida. En relación con el goce, tiene un orgullo absolutamente distinguido. Eso es completamente normal, puesto que se desentiende de todo lo finito. Y sin embargo no puede renunciar a ello. Está contento en comparación con alguien que busca contentarse, pero aquello con lo que se contenta es el absoluto descontento. No le preocupa contemplar todos los esplendores del mundo, pues en el pensamiento está por encima de ellos, y si se los ofrecieran, les dedicaría un rato. No le preocupa el hecho de no ser millonario, y si se lo ofrecieran respondería : sí, sería interesarante, y hasta se le podría dedicar un mes. Si fuera el amor de una hermosa muchacha, respondería: sí, no estaría mal por unos seis meses. A menudo se escucha de él que es insaciable, y en algún sentido es verdad, pues no hay nada finito en el mundo entero que pueda satisfacer el alma de un hombre que siente necesidad de lo eterno. Si se le pudiera ofrecer la gloria y el honor, la admiración de sus congéneres, respondería: sí, sería bueno durante algún tiempo. En realidad no le atrae, no daría un solo paso en pos de ello. Entendería que, para que eso tuviera algún sentido, sus aptitudes deberían ser, en realidad, lo suficientemente notables como para que fuese cierto; incluso en ese caso llega a pensar que el grado más alto de aptitud intelectual es algo vano. Por eso su actitud polémica alcanza una expresión más elevada aun cuando, en su íntimo resentimiento respecto de la vida en su conjunto, podría desear ser el hombre más necio de todos, y aun así ser admirado y adorado por sus congéneres como el más sabio de todos, y ésa sería un burla respecto de todo lo existente mucho más profunda aún que si se honrara a quien es realmente el más listo. Por eso no aspira a nada, no desea nada; su único deseo sería tener una varita mágica que le proveyera de todo, y aún en ese caso la usaría para limpiar la pipa. Así pues se desentiende de la vida, y no necesita hacer testamento, pues no se deja nada. Pero no puede mantenerse en esa cúspide, pues si es cierto que su pensamiento le ha eximido de todo, no le ha dado nada a cambio. En el instante siguiente se deja llevar por alguna cosa sin importancia. Claro que la examina con toda la distinción y la soberbia que su orgulloso pensamiento le depara, la desprecia como a un mísero juguete del que casi ya se ha aburrido antes de cogerlo con la mano; pero aun así se entretiene, y aunque no sea la cosa misma la que le entretiene —y nunca es así— le entretiene el hecho de rebajarte hasta ella. Este mismo criterio, tan pronto como se relaciona con personas, le transforma en un ser muy desleal, cosa que no se le puede reprochar en términos éticos, dado que está fuera de las determinaciones éticas. Por fortuna, no es muy afecto a la compañía de los demás, de modo que no se nota. Con él es mejor no ir ni de paseo, y no porque no sea alegre y divertido, sino porque siempre hay algo de falsedad en su compañía; en efecto, si hay algo que realmente le alegra, uno puede siempre estar seguro de que no es lo mismo que alegra a los demás, sino alguna otra cosa que tiene in mente; y si no está alegre es porque preveía la vacuidad de aquel algo. Su mente está siempre demasiado agitada. La única concepción de vida que puede satisfacerle es hundir su alma en la pesadumbre y en la pena. Claro que su pensamiento íntegro, con su examen, deshace esa concepción de la vida, pues la existencia es tan fugaz bajo esa pena estética como lo sería en cualquier otra concepción estética de la vida: En el momento en que la pena de un hombre no puede ser más honda, la pena se acaba, lo mismo que la alegria, pues todo lo finito se acaba 187
Dice aquí Kierkegaard que, cuando se sabe, es irrecusable la exigencia de una forma superior de existencia, pero yo lo niego. Porque la forma superior que él define, la ética, está relacionada con un elemento al que me sé refractario: la sociedad.
Y es la repugnancia que siente por el vulgo el principal freno para poder dar un nuevo salto a otra dimensión de su persona: el salto a la dimensión ética. Como en la segunda elegía de la primera parte del libro de Teognis, no soporta a quienes conculcan el código de la ética aristocrática: la injusticia y la perfidia del vulgo profanador procede del hecho de que no posee medida alguna —porque no ejercita la razón— para distinguir entre lo noble y lo innoble. Teognis desea enseñar a Cirno a distinguirse de la masa por su porte y sus maneras verdaderamente nobles. Dice que «solo tiene la medida quien posee la tradición»... Hoy en día yo diría «solo tiene la medida quien ejercita la razón». Porque ese es el aristocratismo de hoy en día: el elitismo basado en el uso de la razón. Existe una desigualdad intraespecífica en nuestras sociedades, derivada de la convivencia y la organización, que produce una jerarquización relativa al saber, como grado de conocimiento. Se acepta la existencia de un diferencial de conocimiento, en el que a un cierto grupo de individuos se le reconoce una superioridad cognoscitiva por la que, implícitamente, se acepta una ignorancia relativa de quienes aceptan el argumento de autoridad: se acepta la superioridad de algunos en algún ámbito determinado. El factum de la configuración elitista de la sociedad no es un tema exclusivamente de reconocimiento por parte de las masas. El aristocratismo tiene como referente objetivo el uso de la razón, que es fundamento de su elitismo. La élite la forman los sujetos caracterizados por una excelencia en el uso de la razón. La razón diferencia al hombre de las demás especies y, al tiempo, es el principal elemento de distinción intraespecífica. Su ejercicio es el factor diferenciador de la minoría respecto de la masa. La razón es el principal vector aristocratizante entre los seres humanos. La creciente complejidad de la existencia hace que las diferencias entre quienes cultivan la razón y quienes no lo hacen sean mayores. Cuanto más racionalizada está la vida cotidiana de un grupo humano, mayor distancia hay de la minoría respecto de la masa, que cada vez resulta más dependiente de aquélla. Dicho de otra manera: cuanto más irracional la masa, más embrutecida, más alienada, más consumista, más alejada de la minoría que cultiva la razón. Existen varios aspectos que contribuyen a acentuar la tendencia a la bipolarización élite/masa. Uno de ellos es la escasa inclinación de esta última al uso de la razón, una resistencia que aristocratiza a quien sí lo hace. Así, la masa encomienda su vida a la autoridad de los expertos. Otro de los aspectos es la creciente cantidad de información, que resulta en una aristocratización negativa. El vulgo se encuentra perdido ante el aluvión de datos, interpretaciones, hechos, manipulaciones, fake news y redes sociales, al que terminan respondiendo con un creciente escepticismo, cuando no rechazo. El uso de la razón posibilita el manejo efectivo de esa información, que otorga un poder que la masa delega. La razón está sometida a la voluntad, de ahí que requiera un acto de voluntad para ponerse en marcha. El camino de la razón es un camino arduo sometido a la voluntad, una vía costosa y áspera. El individuo que toma partido por la razón, que dedica su vida a su cultivo, elige un camino duro alejado de la inercia y el pragmatismo del rebaño. La acción propia de la masa es el consumo. Ellos abdican de la razón, pero no de sus resultados. Compran lo que otros han pensado, y mientras compran, mientras consumen, mantienen ociosa la propia razón personal. Su vida de ovejas está marcada por el pragmatismo y la inercia de la aceptación acrítica de los postulados de unos pocos. La actitud de la masa es el conformismo y la búsqueda de lo fácil, frente a la dificultad del uso de la razón. No afirmo que el hombre-masa sea irracional, sino que adolece de falta de voluntad, desprecia la razón o es perezoso.
El esteta reflexivo es una figura de excelencia que practica una moral de la altura y la afirmación, una inocencia y una vitalidad que desbordan, lejos de las virtudes cristianas, esas lógicas empequeñecedoras, en contra de la humildad que desmedra, la culpabilidad que corroe, la mala conciencia que socava o el ideal ascético que mata. Ya veremos más adelante que la desesperación es la enfermedad del optimate, porque es el desequilibrio que se produce en su yo cuando la masa vence en su oposición continuada a su estilo de vida. La ética del optimate es también una estética: frente a las virtudes que reducen, prefiere la elegancia y la consideración, el estilo y la energía, la grandeza y lo trágico, la prodigalidad y la magnificencia, lo sublime y la elección, la virtuosidad y el hedonismo. Todo ello produce una bella individualidad, una naturaleza artística cuyas aspiraciones serían el heroísmo o la santidad que permite un mundo sin dios, desesperadamente ateo, vacío de todo, excepto de las potencialidades y las decisiones que lo hacen florecer. La vida es una mascarada y una fuente inagotable de diversión; nadie logra conocer realmente al esteta reflexivo, pues toda manifestación es siempre un engaño. Solo de esa manera puede respirar, impedir que la masa le atosigue y le dificulte la respiración. Se empeña en mantener su escondite y lo logra, pues su máscara es la más enigmática de todas. No es nada. Solo es en relación con otros, y lo que es, lo es en esa relación. En todo hombre hay algo que, en cierta medida, le impide llegar a ser del todo transparente; pero eso puede ocurrir también en un grado extremo, un hombre puede enredarse en circunstancias de vida que lo exceden hasta el punto de no poder casi manifestarse; pero quien no puede manifestarse, no puede amar, y quien no puede amar, es el más infeliz de todos.
Lo ético en un hombre es aquello a través de lo cual llega a ser lo que llega a ser. En la «dimensión ética» existen dos vertientes, la responsabilidad y el compromiso, por un lado, y la renuncia, por el otro. Si la vida estética se centra en el individuo y el placer, la vida ética se centra en el grupo social, en el bien de la comunidad (¿y quién querría dedicar su tiempo a convencer al grupo de que su vida está errada?). La vida del esteta depende de factores externos y ante ellos se muestra pasiva, contingente y dispersa. Sin embargo, la vida ética depende de factores internos, por lo que el individuo determina en forma activa y consistente su experiencia. Si el esteta tiene un yo disperso, el hombre ético tiene un yo fijado. Una identidad clara. El esteta valora los amoríos y los encuentros sexuales, pues dan mucho placer. Pero no el matrimonio, pues codifica e institucionaliza aquello que debe ser libre y espontáneo. Convierte el amor en una obligación, lo cual mata la magia del amor. Además puede que lo que uno siente ahora cambie en el futuro. ¿Cómo puede uno prometer sentir lo que no está en su poder? La prolongación de cualquier placer conduce al aburrimiento, que es lo que el esteta quiere evitar. Por ello rechaza el matrimonio. Pero el aburrimiento no se produce por la naturaleza de las cosas, sino por él mismo y su manera de vivir. El problema consiste no en acoplarse a las condiciones externas para optimizar el placer, sino en elegirse a uno mismo.
Hemos visto antes que el esteta inmediato se identifica con el conjunto de inclinaciones y deseos que la naturaleza (o el marketing) le ha dado. Son deseos muchas veces conflictivos entre sí que hacen que el esteta inmediato no sea más que un juguete tirado en el mar de pasiones que le llevan, inevitablemente, a la decepción y al aburrimiento. Cuando uno decide ser un hombre ético, cuando se elige a sí mismo, crea una identidad sólida, con unos valores y criterios que sirven como timón en el mar metafísico de la vida. Es parecido al estoico, que en los altibajos de su existir encuentra refugio en sí mismo, en esa racionalidad suya, que refleja la eterna racionalidad del cosmos. La diferencia está en que en el hombre ético el acento no está en lo cognitivo, sino en lo ético; es una elección moral. El yo que elige no se define en términos de contenido, sino de forma (que es, en este caso, la responsabilidad). Elegirse a uno de forma responsable significa aceptar todos los aspectos de la vida de uno: su físico, sus talentos, sus defectos. Todo lo que ha hecho en el pasado, sin importar si ha tenido control sobre estos aspectos o no. Básicamente, uno ha sido arrojado al mundo, como diría Heidegger —que, momento es de decirlo, tomó de Kierkegaard las nociones de Dasein y de culpa—, y es culpable o responsable de lo que es. Al menos, acepta la responsabilidad por todo ello, ya que de otra forma seguiría viviendo una vida estética inmediata, siendo víctima pasiva de las circunstancias de la vida. No puede cambiar lo que ha pasado, pero al responsabilizarse de ello, puede ser el autor de su acción en el futuro. Eso es lo que le hace ético. Si la vida fuera un juego de cartas, el esteta inmediato quiere una buena mano, mientras que el hombre ético piensa que las cartas que le han repartido no son tan importantes, que lo importante es cómo las juega. La partida es una función de la interioridad de uno, no de los condicionantes externos. Si la vida estética se centra en el individuo, la vida ética lo hace en la comunidad. Ambas viven en sociedad y ocupan distintos papeles y roles. Si vemos cada uno de esos papeles como una máscara, la diferencia entre los dos tipos es que las distintas máscaras que se pone el esteta inmediato no ocultan ninguna cara, ninguna identidad: lo que está detrás es el vacío indiferenciado que resulta de la suma fragmentada de todas las máscaras: una perversión monstruosa de todos los roles sociales. Sin embargo, las máscaras del hombre ético ocultan una identidad: la persona que uno ha elegido ser. O mejor, todas esas máscaras o roles son más que la suma fragmentada de sus partes: forman dimensiones coherentes de una sola identidad, cuyo compromiso moral se expresa en todos ellos.
Lo estético, en una persona, es aquello por lo que inmediatamente es lo que es. Lo ético es aquello por lo que deviene lo que deviene. De esta forma, vemos que la vida en la dimensión ética es una tarea. Una tarea interior, no exterior. Debido a la acción de responsabilizarse, uno es capaz de comprometerse con otros (tanto en lo íntimo como en lo comunitario), asume sus obligaciones y encuentra su lugar en el mundo, sin el temor de que las circunstancias se vuelvan tediosas. La vida de responsabilidad ética evita los problemas del esteta. Lleva una vida concreta con una identidad estable y en armonía con las instituciones y con las costumbres de su entorno social. ¡No puede haber una vida más burguesa! Pero la perfección ética es imposible. Una cosa es responsabilizarse del pasado y del futuro de uno (eso le hace a uno autónomo y capaz de comprometerse con el mundo). Otra es suponer que eso garantiza la corrección ética. La acción humana difícilmente puede evitar la paradoja y la ambigüedad de la vida. A veces, uno tiene que elegir entre dos demandas conflictivas, como la que enfrentaba a Antígona, o los dilemas clásicos de decir la verdad aunque conlleve la muerte de un inocente, o sacrificar a uno para salvar a muchos... No hay una sola regla que determine toda nuestra acción de forma éticamente correcta, de modo que por mucho que uno se esfuerce, y haga lo que haga, siempre habrá algo de lo que se es culpable. Ante la perfección de Dios, uno siempre se queda corto. La única salida es la resignación. Al darnos cuenta de que toda postura ética dentro del mundo finito es relativa y siempre condenable desde un punto de vista absoluto, si uno se mantiene consciente de ello, solo puede renunciar al mundo y a sus compromisos. Solo puede seguir viviendo en el mundo andando por él como un extraño. Vive en lo finito, pero no tiene su vida en él. Su vida, como la de cualquier otro, tiene los diversos predicados de la existencia humana, pero es vivida como lo haría una persona que se viste con la ropa de un extraño. Es un extranjero en el mundo de la finitud.
La desesperación del optimate.
Por contra, la forma estética de vivir se caracteriza por el lado del infinito y la libertad, por la pura posibilidad que pinta la imaginación. La vida ética, regida por lo finito y lo necesario, viene caracterizada por la responsabilidad que implica el comprometerse con algo concreto. El problema es que si el yo se identifica con, o se reduce a, la simple relación de estos dos factores, entonces será un yo pasivo, un simple reflejo de fuerzas externas que determinan cada factor, como condiciones biológicas dadas, que determinan el placer y la universalidad de códigos morales sociales que rigen la conducta ética de uno. Si la relación se refiere a sí misma —y no a los factores relacionados—, entonces la relación es un tercer término positivo. El yo no es una pasividad, sino una actividad (la de relacionar los factores de una forma determinada y única, y por tanto auténtica). Toda relación del yo que no sea auténtica es una condición enfermiza, caracterizada por la desesperación (enfermedad espiritual). El vértigo es al alma —organismo biológico— lo que la desesperación al espíritu. Cuando uno experimenta vértigo, tiene la fuerte sensación de una pérdida de equilibrio. La desesperación como enfermedad del espíritu es muy parecida: es una discordancia, un desequilibrio en la relación que constituye el yo. Es una condición existencial, ontológica. La consecuencia de no querer ser el yo que uno verdaderamente es. Siendo el yo la síntesis de dos polos (finito/infinito, posibilidad/necesidad, temporal/eterno) y siendo la desesperación una discordancia de esa relación, hay dos formas básicas de manifestación de la desesperación (o síntomas): la desesperación de la infinitud y la posibilidad y la desesperación de la finitud y la necesidad. En el primero hay un énfasis en esos lados de la relación que provoca la desesperación —como una relativa falta del otro polo (finitud y posibilidad)—; significa que la persona vive demasiado en la imaginación, en un mundo de fantasía abstracta apartada de la facticidad concreta del mundo a su alrededor. En el segundo, la persona es cuadriculada, conformista... le resulta demasiado arriesgado ser ella misma y mucho más fácil y seguro ser como los demás: una más de la multitud. Al perder el yo en el anonimato de la multitud se sienten abrigados y desesperados.
Hay una gradación en la desesperación, en función del grado de conciencia que se tiene de ella. En primer lugar, la desesperación de la que uno no es consciente, que ignora tener un yo. Está dominado por la sensualidad. Vive en las categorías de los sentidos: lo agradable y lo desagradable. En lugar de ver su existencia como una tarea para realizarse, se identifica con algún universal abstracto, como el Estado, o la Nación, o simplemente toma sus capacidades como poderes naturales. Se toma a sí mismo como algo bruto y sin explicación. Pero como se sabe capaz de más, su vida queda corta y aparece la patología de la desesperación. En segundo lugar, la desesperación del que desea no ser ese yo; la desesperación de la debilidad. El esteta rige su vida en términos de condiciones externas: fama, dinero, la opinión ajena... Tarde o temprano, algo le ocurre. A aquellos que prefieren los conceptos tibios, pálidos, no les gustará el optimate. Solo percibirán en él violencia e inmoralidad, grosería y rusticidad. Poco amor al prójimo y compasión, poca humildad e ideal ascético. Demasiado narcisismo —llegarán a diagnosticarle de «perverso narcisista»— y orgullo, demasiada vanidad, arrogancia y hedonismo. Detestarán a una figura tan poco cristiana, una potencia tan pagana, laica y preocupada por dar forma a aquello que, en ella, emerge de la parte maldita y los flujos burbujeantes. Chocará contra ellos, contra los aleccionadores, los moralizadores que se toman por moralistas, le cancelarán, le condenarán a un patético ostracismo provinciano, querrán perjudicar a este pariente del anticristo que solo goza con la afirmación y que huye como la peste de todas las virtudes que empequeñecen. Chocará contra todo ello, lo que le llevará a la desesperación. Pérdida del trabajo, de sus relaciones... Entonces le adviene una sensación de frustración, de presión, de malestar... Entonces identifica lo que le sucedió como la causa de su malestar. Es un esteta, porque identifica alguna condición externa, cuya satisfacción traerá felicidad, y otras condiciones que causan dolor. El camino de la vida es, entonces, el dibujo de un mapa que evite lo doloroso y que afirme lo satisfactorio. Pero es imposible: tarde o temprano se tropieza en un obstáculo, que suele identificarse como la causa del malestar, lo que es confundir el síntoma con la enfermedad. Uno se desespera, realmente, de uno mismo, de su forma de ser, de la forma de relacionarse con uno mismo. Uno sabe esto, sabe que ningún objeto o condición externa y finita puede servir como base de una felicidad duradera. Uno vislumbra su condición de desesperación, aunque suele engañarse buscando causas externas a uno mismo. O puede mantener su condición en la oscuridad, sepultada bajo diversiones, distracciones,... En toda oscuridad hay una relación dialéctica entre el conocimiento y la voluntad. El que se desespera es cómplice de su propia condición. Se engaña a sí mismo con distracciones y pretextos para evadir su yo verdadero y la responsabilidad que implica. En tercer lugar, la desesperación activa, correspondiente a la etapa ética, en la que uno quiere responsabilizarse y ser sí mismo. Es el yo que no se deja llevar por los factores que relaciona, sino que se relaciona consigo mismo. Un yo activo que toma las riendas de su vida. El yo nietzscheano, sartriano, kantiano, regido por el imperativo categórico, y el hegeliano que realiza lo absoluto en el seno social. Sin embargo, para Kierkegaard no es el yo verdadero. Todos los filósofos anteriores tienen en común la autonomía del yo, su autosuficiencia al determinar su existencia. En Sartre se distingue entre el «ser en sí» y el «ser para sí» (yo autónomo y libre que equivale a la relación que se relaciona consigo misma de Kierkegaard). El «ser en sí» no acepta su libertad: deja que factores extrínsecos determinen su existencia. Es la «mala fe» sartriana, equivalente a la «desesperación de la debilidad». Kierkegaard piensa que el yo sartriano también encierra una forma de desesperación —de hecho, la más intensa que hay— relacionada con la imposibilidad de la vida ética. Los valores y principios con los que uno se compromete se adoptan por la voluntad, y tan fácil como se establecieron, pueden deshacerse. La decisión de la voluntad tiene que ser contingente para que sea autónoma, y gracias a ello, el yo que se forma es tan sólido como un castillo en el aire.
(1) Dicen que Eurípides, habiendo dado a Sócrates la obra de Heráclito, le preguntó: ¿qué te parece? Y él le contestó: “Lo que he comprendido es excelente; y creo que también lo que no he comprendido. Sin embargo, se necesita un buzo de Delos para sacar a la luz, desde las profundidades, tanta sabiduría” (Diógenes Laercio, II, 22) Siempre Heráclito, que dijo que estamos compuestos de opuestos y que el espíritu es el lugar donde éstos se reconcilian.