Aquella mañana de finales de octubre de 2003, como un presagio, sobre el cielo de mi jardín vi volando en círculos un grupo compacto de buitres. La altura de su vuelo era desusadamente baja, aunque un chorro de aire caliente les elevó rápidamente hasta convertirlos en oscuros puntos contra el cielo casi blanco.
Si hubiera habido por aquellos lares una pitonisa, si hubiera existido un oráculo de tanta fama como el délfico, habría acudido sin dilación para esclarecer esa señal que seguramente habían enviado algunos dioses amigos. Porque todo apuntaba a un mensaje divino: era la primera mañana soleada tras días y días de cielos negros e intensos chaparrones. La zona donde me hallaba no era especialmente montañosa, así que alguna cabeza de ganado muerta había congregado a esa comitiva.
O quizá fuera otra la razón. Aquí se produce la carroña de mejor calidad del país. Y no hablo de la que la WWF sirve en los comederos que ha dispuesto en los hábitats naturales de esas aves para favorecer su desarrollo. No. La carroña que los buitres de mi jardín podían degustar como auténticos gourmands era producto de los vaivenes sociales y políticos de personajes que, sin ningún mérito, habían alcanzado cargos o posiciones muy meritorios.
Esa carroña tan selecta resultaba de la descomposición de cadáveres que en su momento fueron cuerpos lozanos y exquisitos, porque aún estando muertos en vida, en esos momentos lucían sus mejores galas en las fiestas de temporada. Gentecilla sin importancia cuando fueron presuntamente útiles y que, en aquel momento en que ya nada producían, habían encontrado en aquel trozo privilegiado de tierra unas bambalinas y una tramoya, así como un escenario de artificio, susceptibles de ser comprados —alquilados— por las rentas exigüas que aún atesoraban, para ofrecer a un mundo sorprendentemente expectante, el espectáculo de la mayor feria de vanidades de nuestro país.
Un guiñol en el que personajillos inventados a sí mismos se habían creado a su medida un país de Nunca Jamás y se habían auto-otorgado papeles protagonistas en películas que solo ellos veían y que a nadie más importaban. Así, falsos aristócratas, fracasados del celuloide, cantantes de play-back, subproductos culturales de consumo, magnates de imperios de charcutería fina, prostitutas con conciencia de clase, arribistas de todo pelaje, empresarios que creen que lo son, criminales, mafiosos, traficantes de lo prohibido y todo un sinfin de esperpentos y excrementos de un Leviatán inmisercorde, que habían tenido que inventar una sociedad de opereta con sus propias normas. Una sociedad cerrada, que no permite intrusos, por miedo a que alguno haya leído el cuento del vestido nuevo del emperador. Un grupo con normas de acceso tan estrafalarias como demostrar la mayor de las inculturas, la mayor de las indiferencias al ridículo propio y ajeno, y una poca vergüenza del mayor calibre posible.
Unos pocos con un denominador común muy mínimo: cumplir la inversa del principio de Arquímedes. Desalojar más volúmen del que ocupan. Ocupar más espacio del que les correspondería en buena lógica. A mayor insignificancia como personas, a menor contribución a la mejora social o cultural de su entorno, a mayor contribución al empobrecimiento general de la sociedad que les rodea, mayor deslumbramiento producen en las pétreas mentes de sus compinches de casta. Su estatus-quo esta defendido por ellos mismos. Inventan sus propias leyes no escritas, organizan su policía de película, redactan sus derechos de admisión. Ellos, que nada son fuera de su entelequia, se cuidan de salir al exterior, procuran leer poco (nada que pueda amenazar su ineptocracia) y pensar menos, siempre que el objeto de sus desvelos y pensamientos no sea su propio ombligo, ese divino ónfalos al que rinden pleitesía sin fin y que podría verse amenazado por cualquier esfuerzo crítico intelectual.
Ahora estoy seguro. Esta hedionda carroña es la que buscaban los buitres aquella mañana. El momento se acercaba. Desde aquella mañana, de vez en cuando, aguzo el oído, por si sonaran ya las trompetas de Jericó.