¿Se puede describir el vacío? ¿Cómo apropiarnos de él y mantener la identidad que nos construimos durante tantos años de trabajo? ¿Cómo evitar que se convierta en un agujero negro que fagocite todo lo que cae en su órbita?
En todos los espacios que vamos a visitar el vacío es protagonista. El vacío propio habitado es el relato de una pérdida, adaptado (para apuntalar una autoestima dañada) a un discurso posmoderno de minimalismo, obligado por circunstancias económicas y políticas. Es mi espacio, pero podría ser el mismo espacio recoleto y callado (silenciado, sería mejor) en el que un grupo numeroso e invisibilizado de ciudadanos de este país, olvidados por los poderes públicos, habita en cualquier momento del día. Esta es la micro-auto-etno-grafía de uno de ellos, pero es el día a día de muchos —la inmensa mayoría—.
El otro espacio es el vacío común transitado. Que es el lugar que paseo cuando el vacío que habito se hace ominoso. Es mi edén, mi barrio. Pero en él ocurren también cosas, (i)realidades muy presentes. Un espacio de convivencia de múltiples grupos étnicos, nacionalidades y etapas históricas. Un lugar gentrificado, en vías de turistificación, cuyos sonidos tienen últimamente mucho que ver con maletas de pequeñas ruedas que machacan alegre e insistentemente los adoquines, sobre todo las vísperas de fin de semana, puente o festivos, y que suelen marcharse tristes, con un rodar compungido, al llegar las últimas horas del domingo. Esas maletitas de fin de semana que siempre traen agarrad@ a un@ turist@, con sus complejidades, experiencias y culturas. Como dice García Canclini (1998), “un barrio que escapa a cualquier proyecto municipal, comunal o nacional que intente resolver sus contradicciones”.
En tercer y último lugar, mi vacío social-virtual visitado. La única ventana que abro más allá de mi espacio flaneurístico, para informarme someramente de la actualidad, para buscar trabajo, y en el que he creado una identidad paralela en formato CV, falseando mi verdadera historia, con el propósito de engañar a quien selecciona y que me reintegren al mundo laboral. También uso esa ventana para leer lo que no puedo ahora adquirir, para ver las películas a las que no puedo asistir y para revelar mis fotografías, en una postura que pretendo rebelde, inconforme, de auto- exclusión de redes sociales y otras nuevas formas de colectividad, de oposición al imperante ocularcentrismo de hogaño, sumido como estoy en estos tiempos que corren a una dieta tecno-detox, tras tantos años de exceso de exposición.
Es una historia real. Invisibilizada, silenciada, ocultada... pero real.
Nunca como ahora, las historias individuales han tenido que ver tan explícitamente con la historia colectiva, pero también nunca como ahora, los puntos de referencia de la identidad colectiva han sido tan fluctuantes. La producción individual de sentido es, por lo tanto, más necesaria que nunca. De ahí lo pertinente de esta micro-auto-etno-grafía que ahora tienes entre sus manos.
No puedo evitar un cierto rubor al desvelar las intimidades de las que nace esta individualización de los procedimientos en mi propia persona. Así como no puedo detectar plenamente los efectos de reproducción y de estereotipia que se me escapen (en su totalidad o en parte). Pero el carácter singular, propio, de la producción de mi sentido, durante tanto tiempo reemplazado por todo un aparato publicitario —que habla del cuerpo, de los sentidos, de la frescura de vivir— y todo un lenguaje político, centrado en el tema de las libertades individuales, es interesante en sí mismo: remite a lo que los etnólogos estudiaron en los otros, bajo aspectos diversos. Esto intenta ser una auto etnografía. Un sistema de representación que permita dar forma a las categorías de la identidad y de la alteridad. En este caso, de mi identidad y de mi alteridad.
A lo que aquí presto atención es a los hechos de mi singularidad: singularidad de los espacios y de los lugares. Singularidad del protagonista o de sus pertenencias, recomposición de lugares y de espacios, particularidades de todos los órdenes que constituyen el contrapunto paradójico de los procedimientos de puesta en relación, de aceleración y de deslocalización rápidamente reducidos y resumidos a veces por expresiones como "homogeneización o mundialización de la sociedad”.
El vacío propio habitado
Vivo en Malasaña, mi barrio de siempre desde que a los dieciocho años abandoné la casa de mis padres. Mi “lugar total”, mi “edén” (Barthes, 2003, p.96). Primero viví en la calle de la Manzana. Luego, en Jesús del Valle. Estudié en Beneficencia. Y luego en San Bernardo. Ahora, después de muchos años de viajes y de muchas residencias, he vuelto. Y aquí, en la calle Marqués de Santa Ana, habito un espacio vacío. Un apartamento pequeño, de una habitación, cocina y baño, lleno de nada. O de lo básico, que es como decir lleno de miedo. De temor. Lo he llenado de nada para no volver a perderlo todo. Y como uno tiene estudios, busca la forma de racionalizar el horror. Y lo llama minimalismo.
Paredes desnudas. Un par de estanterías que no llegan a ser de Ikea, por no derrochar en muebles caros, que albergan los libros de filosofía y los dos dispositivos electrónicos que atesoran toda la música que antaño reposaba en dos grandes estanterías de techo a suelo: las cosas que pude salvar del último intento por ser ligero. Por soltar lastre. Porque el saber sí que ocupa lugar. Y mucho. Y cuando uno tiene que replegarse, cuando el poder hacer una mudanza buscando un sitio-lugar- espacio más económico depende del número de cajas con el que llenar el camión, y las de los libros y los discos empiezan a convertirse en preguntas-lastre, hay que tomar decisiones. Que siempre son húmedas. A lo largo de la vida, uno pierde cosas. Familia. Amigos. Pertenencias. Pero lo que nunca puede imaginarse es que lo que más pueda doler es tener que desprenderse de sus libros y de sus músicas. Es literalmente arrancarse la piel. Porque uno es sus lecturas y sus audiciones. Esas cosas, a la postre materiales, que tipifican, representan o recuerdan algo, ya sea por la posesión de cualidades, ya por asociación de hecho o pensamiento. Fueron importantes, porque albergaban todo el saber que alguna vez intenté atesorar. Porque me hicieron así. Pero también debo admitir que tenían para mí, frente a los otros, el valor de un símbolo. Que sentí que, como afirmaba Turner (1980), por poseerlos pertenecía a un grupo, al que anhelaba pertenecer. Como instrumentos de cultura, procuré poseer los más representativos, los que contribuyeran a mis fines. Puedo decir que mi biblioteca era —para mí, claro está— excelsa.
Un par de mesas (creo que del mismo proveedor chino que no acepta devoluciones aún cuando falten —y siempre faltan— tornillos en los kits de montaje). Dos sillas de trabajo que también sirven para almorzar, cuando mi compañera de vida y yo lo hacemos sentados, que no suele ser lo habitual entre semana. Es paradójico que compensemos las muchas horas de asiento obligatorio (ella programa; yo estudio o revelo mis fotografías), con momentos de conversación y de avituallamiento siempre (o casi) de pie. Una cama de matrimonio, con lo único en lo que no hemos escatimado: un buen colchón. El ajuar doméstico: tres platos hondos, tres llanos, tres cuencos y tres juegos de cubiertos.
Hay música. Siempre. A todas horas. No hay televisión. Nunca la hubo desde una lejana noche de vino y conversación, pero cada uno de nosotros tiene su ordenador. La ventana al mundo que cada uno se gestiona en función de tiempos, gustos y necesidades. Eso, y una potente conexión a Internet es suficiente.
Y aquí, en estas nuevas dimensiones espaciales, hemos aprendido a reestructurarnos. A habitar las nuevas medidas sin agresiones. Hemos ajustado el espacio que nos rodea para hacerlo cómodo contrayendo nuestras burbujas con facilidad, quizá porque compartimos el mismo estado emocional, porque seguimos asociados en los momentos de dificultad. En ocasiones el enfado en alguno de nosotros hace acto de presencia. O la tensión de esa fecha de entrega del proyecto no entregado que se acerca irremediablemente, se acumula. En esos momentos, cuando la realidad física no traduce la necesidad psíquica de espacio, uno de los dos debe desaparecer, para no agredir o ser agredido. Y uno de los dos sale al espacio del barrio.
¿Cómo hemos llegado a habitar este vacío? Pratt (2003) plantea que “los imperativos y posibilidades generados por el avance tecnológico, la revolución de las comunicaciones y sobre todo la nueva fase despiadada del imperio que estamos viviendo en la actualidad: el neoliberalismo o capitalismo tardío, como se prefiera llamarlo” nos han traído aquí, a estas condiciones. En mi historial laboral (largo, muy largo), se habla de direcciones de marketing, de responsabilidades en relaciones públicas institucionales, de direcciones comerciales y, en los años anteriores a la Gran Debacle, de direcciones generales y consejos de administración. Fantasmagorías de un pasado en el que fuimos gigantes arrogantes, de esos que nunca miran hacia abajo y que, por ello, nunca supieron que sus pies eran de barro. En aquellos momentos, trabajar en Londres, o en París, no me supuso un problema. Eso “vestía”, daba lustre a la vida. Las empresas imponían unos “patrones de movilidad” disponiendo de nuestras vidas y haciendas. Patrones que aceptamos, como aceptamos la metáfora que la globalización estableció en su discurso: el flujo. Teníamos que interceptar el flujo globalizador y subirnos al discurso neoliberal. Trabajar, ganar, comprar, ver, ser visto, acumular. En el fondo, colaborar con la clase empresarial para hacerla más poderosa. Hasta que el empresario, protegido por el político, dirigido por el poder económico, dijo: “basta; eres caro. Y mayor. Tengo gente que me lo hace gratis. Y más rápido. No eres tan bueno en las redes sociales. Tus anticuadas técnicas de análisis de Mercado, segmentación, gestión de agencias de publicidad..., todo eso que como especialista en Marketing me ofrecéis (tú y tu departamento), me lo hace ahora un becario por una cantidad irrisoria. Un social media manager. Y desde su casa”.
Y fue entonces cuando abrí el cajón de los proyectos aplazados. Busqué esa “pasión que no pudo ser ejercida en su momento” (Zafra, 2017, p.13) y me deshice del viejo “latido del desamparo de verla aplazada permanentemente” (id.). Recogí mi indemnización —jugosa, ma non troppo— y me lancé al mundo de la autonomía laboral. Nos lanzamos, con entusiasmo, a una aventura soñada. Que salió mal.
Así que ahora habito este reverso de la posmodernidad, este vacío producto de excesos. Exceso de tiempo. De un tiempo tan repleto de acontecimientos, tan difícil de pensar, de digerir, que nos decidió hace algunos años a cerrar a cal y canto esa ventana al mundo que era la televisión. Sentí que la Historia me pisaba los talones. Embutido de sobremodernidad (Augé, 1992), exigía y me exigía comprender todo el presente. Y me parecía no “estar a la altura” si no dedicaba buena parte del día a aprehenderlo. Y ello me hizo despreocuparme del pasado reciente. “La demanda de sentido explica paradójicamente la crisis de sentido y la continua sensación de desengaño” (id.).
Exceso de espacio también, proporcional al empequeñecimiento del planeta que vivimos gracias también a los mass media, que nos vuelven a engañar dándonos gato por liebre. Espacios virtuales que sustituyen al espacio real y nos hacen habitar mundos simbólicos que llegan a convertirse en medios de reconocimiento: universos cerrados donde todo es signo. Un conjunto de códigos que algunos —los que tienen las claves— manejan mejor que otros. Así pues, el espacio que habitamos está subvertido por el exceso de espacio (o espacios) del presente. Por ello, las concentraciones urbanas; por ello, la proliferación de “no-lugares” (Augé, 1992, p.21) necesarios para “la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta” (id.), o esa tristísima fila de gente necesitada que cada tarde se materializa en la Corredera. Y me descubro habitando una nueva paradoja: a mayor posibilidad de habitar espacios-otros, se me vuelve pulsional la necesidad de encierro en mi particular lugar. Quiero encerrarme en mi lugar-vacío, sentirlo como mi refugio, mi patria. Quiero volver a pensar en raíces, en tierra, en protección. Como nos dice de Certeau (1990):
“Un lugar es el orden (cualquiera que sea) según el cual los elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia. Ahí pues se excluye la posibilidad para que dos cosas se encuentren en el mismo sitio. Ahí impera la ley de lo "propio": los elementos considerados están unos al lado de otros, cada uno situado en un sitio "propio" y distinto que cada uno define. Un lugar es pues una configuración instantánea de posiciones. Implica una indicación de estabilidad” (p.129). Excepto en la parte de “estabilidad”, podría definir el vacío que habito, ese “lugar-vacío”, como mi lugar.
Individualización de las referencias. En las sociedades occidentales, por lo menos, el individuo se cree un mundo. Cree interpretar para y por sí mismo las informaciones que se le entregan. Nunca las historias individuales han tenido que ver tan explícitamente con la historia colectiva, pero nunca tampoco los puntos de referencia de la identidad colectiva han sido tan fluctuantes. La producción individual de sentido es, por lo tanto, más necesaria que nunca. Michel de Certeau (1990), habla de "astucias de las artes de hacer que permiten a los individuos sometidos a las coacciones globales de la sociedad moderna, especialmente la sociedad urbana, desviarlas, utilizarlas y, por una suerte de bricolaje cotidiano, trazar en ellas su decoración y sus itinerarios particulares”.
Por tanto, y por el momento (véase aquí que la esperanza sigue estando presente) en esta sociedad de consumidores, soy un «consumidor fallido», una de esas personas que carecen del dinero que les permitiría expandir la capacidad del mercado de consumo, en tanto que estoy creando otra clase de demanda, a la que la industria de consumo orientada al beneficio no puede responder ni puede «colonizar» de modo rentable. Los consumidores son los principales activos de la sociedad de consumo; los consumidores fallidos son sus más fastidiosos y costosos pasivos. “La ‘población excedente’ somos una variedad más de residuos humanos. A diferencia de los homini sacri, las ‘vidas indignas de ser vividas’, las víctimas de los diseños de construcción del orden, no somos ‘blancos legítimos’, exentos de la protección de la ley por mandato del soberano. Somos más bien ‘víctimas colaterales’ del progreso económico, imprevistas y no deseadas. En el curso de ese progreso (la principal línea de montaje/desmontaje de la modernización), las formas existentes de ‘ganarse la vida’ se van desmantelando sucesivamente, se van separando en sus componentes destinados a ser montados otra vez (‘reciclados’) de nuevas formas. En el proceso, algunas piezas resultamos dañadas sin arreglo, en tanto que, de aquellas que sobreviven a la fase de desmantelamiento, sólo se precisa una modesta cantidad para componer los nuevos artilugios trabajadores, por regla general más rápidos y ligeros. (Bauman, 2005. p.58).
Y más baratos, añado yo.
El vacío común transitado
Espacio es el efecto producido por las operaciones que lo orientan, lo circunstancian, lo temporalizan y lo llevan a funcionar como una unidad polivalente de programas conflictuales o de proximidades contractuales. A diferencia del lugar, carece pues de la univocidad y de la estabilidad de un sitio "propio". El espacio es un lugar practicado. De esta forma, la Corredera Baja, en mi barrio, está geométricamente definida por el urbanismo y humanamente dibujada por la intervención de los caminantes, de los clientes de las terrazas, de los parroquianos de los bares y de esos mendigos, trabajadores, inmigrantes y menesterosos que aguardan su cena alineados y/o apoyados en las paredes del Hermandad, se transforma en espacio. El espacio-Corredera: un cruzamiento de movilidades animado por el conjunto de movimientos que ahí se despliegan.
Todas las tardes, a eso de las siete y media aproximadamente, se les ve llegar al número 16, donde está la Hermandad del Refugio y Piedad, figuras erráticas y errabundas, encorvadas o huidizas. Algunos rehúyen las miradas, los encuentros de los ojos, los roces de los cuerpos. Otros miran desafiantes a quien les mira. Incluso despectivos. Los más, se vuelven hacia la pared, hurtando la identificación casual de vecinos, conocidos, compañeros de oficina o de colegio. Todos van con tiempo a esperar su turno. Bien vestidos, la mayoría. Los miserables de hogaño no visten harapos. Algunos van con bolsas, otros con carros de compra. Los necesitan para llevar las viandas que cenarán en casa esa noche. Todas las tardes. Los contrastes con el entorno son evidentes, fáciles, tópicos. Esto es Malasaña. El parque de atracciones de Madrid. Mientras la fila se va poblando, desalojando a los peatones de esa parte de la acera (cuerpos que evitan cuerpos, manejos de espacio intuidos que marcan diferencias y posiciones —la antigüedad es un grado— incluso en la propia fila), en la acera de enfrente se sirven gin-tonics, meriendas, pizzas...
Algo o alguien en esta escena no encaja. Está fuera de su sitio. Los de enfrente son diferentes. Ellos son diferentes de nosotros. Y el contraste es brutal. ¿Quién aquí no se está sintiendo atrapado en un espacio de representación binario, actuando como el polo opuesto del polo que nos mira, tan molesto, tan irritante, que nos está arrojando desde ahí enfrente su diferencia insultante? En este momento ambos términos de la ecuación se han adjudicado, a sí mismos y a los de enfrente, sus roles. Repentinamente se han repartido los “ellos” y los “nosotros”. El espacio se ha dividido. Los tropos de comunicación ya están trabajando. Las diferencias están hablando. Están “significando”.
Para algunos, la contemplación del menesteroso marca una diferencia con su propia situación. La diferencia contiene un mensaje, está vehiculando un significado. “Mejor ellos que yo. Yo estoy a salvo. Tengo un trabajo y me pago mis copas. A ver si terminamos rápido y nos vamos a otro sitio. No me gusta tener enfrente a esos tipos”. Se ha producido una oposición binaria, reduccionista y sobre-simplificadora. No se permiten zonas de duda. Zonas grises. La razón maniquea es rígida y seca. Poderosa.
Según Judith Butler (2017), “vivimos una época en la que, muy a pesar nuestro y de nuestras posibles intenciones, nos vemos asaltados por imágenes de un sufrimiento lejano que disparan nuestra preocupación y nos impulsan a actuar; es decir, que expresamos nuestra oposición y nuestra profunda resistencia a esos actos violentos valiéndonos de medios políticos. Podría decirse entonces que no nos limitamos a recibir información de los medios, partiendo de la cual decidimos en términos individuales si hacemos o no algo al respecto. En este sentido no somos meros consumidores y no estamos solamente paralizados por el exceso de imágenes. A veces, aunque no siempre, las imágenes que se nos imponen operan como un requerimiento ético”. (p.104)
Pero no puedo estar de acuerdo. Estamos entumecidos. El dolor y la injusticia ya no causan mella en nosotros. Cada vez, la dosis de violencia tiene que ser mayor para que nuestros sentidos se afilen y presten atención a lo que ocurre ahí fuera. Pocas cosas nos mueven a la acción ya. Sigo con Butler (2017): “si solamente estoy ligada a quienes se encuentran cerca de mí, a aquellos a los que ya conozco, entonces mi ética es necesariamente parroquial, comunitaria y excluyente. Si solo estoy vinculada a los que son “humanos” en abstracto, entonces no haré ningún esfuerzo por establecer lazos culturales entre mi situación y la de otras personas. Y si únicamente mantengo lazos con los que sufren en la distancia y jamás con los que están cerca de mí, entonces oblitero mi situación para intentar asegurarme la distancia que me permite albergar un sentimiento ético y percibirme a mí misma como ser ético”. (p.104)
Y aquí aparece un nuevo enfoque ético, una manera otra de abordar los problemas morales en esta nueva era. Las relaciones éticas están mediadas por una pantalla. Las cuestiones relativas a la localización se confunden. Lo que sucede “allí” también lo hace “aquí”. Y además, los acontecimientos pueden ser reversibles. Lo que hoy vemos “allí” (gente rebuscando comida en las basuras, o esperando al cierre de los supermercados —de esos que no inutilizan el sobrante con lejía o aguas fecales—) puede suceder fácilmente “aquí” (de hecho, ya ocurre). El único límite de la reversibilidad de lo que vemos a través de la ventana es nuestro cuerpo atado a su localización en el momento. Pero en ambos lugares el acontecimiento no está libre de una exigencia ética.
“La conducta ética o la conducta moral o inmoral es siempre un fenómeno social; es decir, que en ningún caso puede hablarse de la conducta ética y moral en términos separados de las relaciones que mantienen los seres humanos con los demás, ya que un individuo que existe solamente para sí mismo es una abstracción vacía”. (Adorno, 2002. p. 19, traducción mía)
Por tanto, lo que vemos aconteciendo es radicalmente local, ya que se identifica precisamente con las personas que ponen en riesgo sus cuerpos allí donde se están exponiendo. Y sigue Butler (2017): “Pero si a los cuerpos amenazados no se los graba en otras partes, no hay reacción global, y tampoco habrá ninguna forma de reconocimiento y conexión éticas desde el punto de vista global; y, así, algo de la realidad del acontecimiento se pierde”. (p.104)
Pero mi experiencia dice que no es verdad. Que estamos saturados de imágenes de personas expuestas. De gente volcada en cubos. De oficinas del paro que no dan abasto para atender a tanto excluido. De refugiados flotando en zodiacs medio deshinchadas. De Aylanes tendidos en la fría y húmeda arena de una playa. Que la reacción que Butler proclama no llega nunca. O peor, se diluye en los consabidos “Je suis...” o “Pray for...”. Y que todo sigue igual.
Y aquí, en mi barrio, en la Corredera, mientras paseo, flâneur irredento —o paseante en Cortes, que diríamos en castellano— (Benjamin, 1972. p. 51), veo cómo alguna de esas personas que esperan de pie a que abran la Hermandad, sale de la fila y cruza la calle y decide entrar en los bares, cafeterías o restaurantes, a pedir dinero. Las espaldas se tensan. El espacio ha sido invadido. Lo que estaba fuera de sitio pero lejos, a una distancia segura, está ahora aquí. Dentro. Las posturas cambian, las expresiones faciales se crispan. Los mendigos más experimentados saben moverse rápidamente. Se dirigen a las mesas de forma resuelta, sabiendo de antemano que en muy pocas ocasiones lograrán siquiera un mínimo contacto visual con los clientes. Han aprendido a guardar las distancias apropiadas para no ser percibidos como agresivos o peligrosos. No necesitan miradas reprobadoras para mantener el espacio de seguridad. “Todos sus sentidos trabajan en ello” (Hall y Hall, 1971). Y todos, excepto los encargados o los camareros, que se apresuran a expulsar al intruso con mejores o peores modos, se esfuerzan en manejar lo no verbal para no traicionar sus verdaderos impulsos, sin ningún éxito, como los Hall nos han indicado: “Los sistemas de comunicación no verbal están mucho menos sujetos al engaño premeditado que los sistemas verbales, donde es tan frecuente”. (Hall y Hall, 1971)
Y “lo que hacemos con lo que está fuera de sitio es barrerlo, expulsarlo, restaurar el orden en el lugar, devolverlo a su estado normal” (S. Hall, 1997). En su versión exacerbada, ya se han empezado a dar casos de ataques injustificados a mendigos. Muchos de ellos, hasta no hace mucho, pertenecían a la extinta clase media española. Muchos de ellos aún tienen un puesto de trabajo. Son trabajadores pobres. Vestidos correctamente, si no estuvieran en este momento y en ese lugar pasarían inadvertidos, nadie podría clasificarlos, atribuirles posiciones en sus propios sistemas clasificatorios. Son víctimas de los cambios ocurridos en el mercado de trabajo español desde el año 2007.
El vacío social-virtual visitado
En nuestras sociedades desarrolladas, un número cada vez mayor de ciudadanos, entre los que me incluyo, se plantea modificar sus modos de consumo. No solo de los hábitos alimentarios, —individualizados hasta el punto de que empieza a resultar imposible reunir a ocho personas en torno a una mesa para comer un mismo menú—, sino del consumo en general: la vestimenta, la decoración, el aseo, los electrodomésticos, los fetiches culturales (libros, discos, etc.). Todas aquellas cosas que antes se acumulaban como señales más o menos mediocres de éxito social (y de identidad), ahora asfixian. La nueva tendencia es a la reducción, al desprendimiento, al despojo, a la supresión, a la eliminación... En suma, a la desintoxicación (detox).
El consumismo es consumir consumo. Es una conducta impulsiva donde ya no importa lo que se compra, importa comprar. En realidad, vivimos en la sociedad del desperdicio, desperdiciamos abundantemente. Frente a esa aberración, el minimalismo de consumo se propone comprar solo lo necesario. El ejercicio es simple: hay que mirar las cosas que tenemos y determinar cuáles realmente usamos. El resto, es acumulación. Veneno.
El control es una manera de controlar al mercado. Porque también es una estrategia para dejar al descubierto los puntos ciegos del sistema económico capitalista. El capitalismo se apoya en la necesidad de fabricar necesidades. Y para cada una de ellas crea un producto. Este hastío de consumo, frenado antes de las circunstancias presentes, alcanza mi universo digital. Remedios Zafra (2015) nos dice:
“La necesidad de época que marca ‘estar’ para ‘ser’, para ‘ser visto’. Aunque ese ‘ser’ venga cada vez mas determinado por la obsolescencia de la memoria-ram de la máquina. Memoria que mañana nos olvidará sacándose de entre los dientes los restos de nuestros píxeles para devorar lo último. Porque solo parece haber lugar para la voracidad del instante como insaciable necesidad de ahora. Hoy el alimento de la máquina y del poder que la atraviesa es la demanda de actualidad que recolecta dedos posicionados y ojos frescos. Los de ayer quedaron viejos, tweets pleistocénicos, con las pieles envejecidas y blandas, como las zonas podridas de una manzana bajo un sol acelerado”. (p. 20).
Por ello estoy sumido desde hace meses en un proceso de “digital detox”. De desintoxicación de lo digital. He abandonado las redes sociales. “Cuando la vida solo vale en presente continuo caduca demasiado rápido, dificulta el pensar, favorece las ideas preconcebidas y pasar epidérmicamente por las cosas” (Zafra, 2015, p. 25). Soy un “exconectado” o “desconectado”. Seguro que ya pertenezco a alguna nueva tribu urbana compuesta por personas que han decidido darle la espalda a Internet (confieso que a tal extremo aún no he llegado) y vivir offline. Tengo una cuenta de Twitter bajo un seudónimo con una cuenta de correo ad-hoc para ello. Tiene un tweet desde hace años. En realidad lo uso para leer noticias y seguir a personas de mi interés. Tengo una cuenta en Infojobs, tan inútil desde hace años para sus fines fundacionales que debería haberla eliminado ya. No tengo Whatsapp, no tengo Facebook, no uso Instagram, y espero que mi rastro en Internet sea, a día de hoy, cada vez más débil.
Porque el rastro que pueda haber, corresponde a una vida que ya no existe. Con lo que hay un Eduardo Gómez por ahí que alguna vez fue, pero que ya no lo es y alguna gente relacionándose con ese alguien que ya no es. Fantasmagorías 2.0.: ni marxianas, ni benjaminianas. Más bien robertsonianas. Y en esta decisión, asumo ese estatus de desigual del que nos habla Zafra (2015):
“La desigualdad de los ‘no vistos’, de los que no existen en el mundo conectado, de las alteridades, los excluidos o los inconformes, pone de manifiesto el espejismo de una cultura-red donde la máquina y sus dispositivos se han camuflado como neutrales o se nos han hecho invisibles. Pero también los conflictos se apoyan en la parálisis derivada del exceso del ver sin descanso, sin parpadeo, en una sintomática crisis —o tal vez nuevo estatuto— de la atención. Un ver (···) desorientado (···) hasta que terminan por hacerse dóciles”. (p.19)
Sé de algunos que no poseen ni siquiera una cuenta de correo electrónico, o que (como yo) teniéndola, la abren muy de vez en cuando. “La internet participativa que, mayoritariamente, es la modalidad en la que estamos viviendo, busca nuestra dependencia. Al tratarse, casi en su totalidad, de plataformas vacías que se nutren de nuestro contenido, interesa que estemos a todas horas conectados” (Puig Punyet, 2017). Esta dinámica la facilitan los smartphones, que han provocado que estemos conectados a todas horas, nutriendo a la Red. Este estado de hiperconexión conlleva sus problemas, que estamos empezando a ver: nos resta capacidad de atención, de profundidad en los procesamientos, e incluso de socialización. Gran parte del atractivo de las tecnologías digitales está diseñado por compañías que desean nuestro consumo y nuestra continua conexión, como sucede en tantos otros ámbitos, porque es la base del consumismo. Cualquier acto de desconexión, ya sea total o parcial debe entenderse como una medida de resistencia que desea compensar una situación descompensada. De nuevo, Zafra (2015):
“¿Qué hace hoy coincidir oclocracia y democracia?, ¿dónde queda la conciencia que soñamos como libertad y crítica que da poder a la mayoría de sujetos que piensan más allá de la vanidad del valerse de la auto exhibición o la deriva a la que empuja a la máquina (también la época) para ser más visto bajo un ejercicio de banalización e instrumentalización mercadotécnica? ¿Dónde la solidaridad y el nosotros? (p. 25).
El derecho a la desconexión digital ya existe en Francia. En parte como respuesta a los múltiples casos de burnout (agotamiento por exceso de trabajo) que se han producido en los últimos años como consecuencia de la presión laboral (treinta y cinco suicidios en France Telecom —ahora Orange—. También los hubo en Renault). La sociedad de consumo, en todos sus aspectos, ha dejado de seducir. Intuitivamente sabemos ahora que ese modelo, asociado al capitalismo depredador, es sinónimo de despilfarro irresponsable.
“La máquina-red nos ha convertido no solo en productores de mundo, sino en voluntarios y prosumidores, en producto de sus empresas y trabajadores sin sueldo, mantenedores de un valor al que unos pocos sacan partido económico (¿importa además que esos pocos se parezcan tanto?), mientras nos llaman usuarios. Porque pareciera que el valor rentable lo pone el uso del dispositivo y no el contenido, porque el contenido, incluso cuando adquiere ese otro valor de ser muy visto, se desintegrará en unos días desde una lógica de caducidad extrema” (Zafra, 2015. p. 29)
Así que mi ventana al vacío de esta realidad ya no tan virtual me arroja, además de las informaciones ridículas de buscadores de empleo, noticias de los periódicos que creo “menos contaminados”, mensajes de mi Universidad, de mis profesores, tutores, catedráticos o de mi hermano, las imágenes y relatos del sufrimiento que atraviesa la vida de personas y de las familias que de ellos dependen. Y la coincidencia con mi propia historia se va haciendo cada vez más evidente. Situaciones que requieren una forma singular de aproximación ética que nos obligue a debatir cuestiones relativas a la proximidad y la distancia, de las que se derivan implícitamente algunos problemas morales: ¿estamos exentos de cualquier responsabilidad por el hecho de que algo suceda lejos? ¿Lo que acaece tan cerca de mí se me impone como una obligación ineludible? Si no soy el causante de semejante sufrimiento, ¿continúo siendo responsable en algún sentido? ¿Cómo puedo enfocar estas cuestiones?
Existen momentos en los que voluntariamente nos hacemos espectadores de esas imágenes tan cargadas de violencia. Otras veces no. Nos asaltan. Nos invaden. Buscan una reacción. Y está en nuestra mano asumirlas o alejarlas de nuestro entorno. Podemos silenciarlas o podemos entablar un intercambio con ellas. En función de su crueldad, de su intención, de su capacidad de dialogar con nosotros de forma abierta, estaremos más o menos dispuestos a escuchar. Porque ellas siempre están al acecho. Nos avasallan. Nos inundan. Nos sofocan. Hay mucho interés comercial por captar nuestra atención. Hay mucho producto esperando ser comprado detrás de una imagen impactante. Hay ONG’s, hay partidos políticos, hay fundaciones, hay mentira, hay verdad. Pero la sobreexposición genera entumecimiento. Atocinamiento de los reflejos que consigue que ya no nos paralicemos ante el horror. La saturación atenta contra la ética. Solo a través del sobrecogimiento pasaremos a la acción. Solo es posible la ética si hay exceso. Y los excesos visuales, que se aproximan en algún momento a la “pornografía” de la imagen podrían ayudar a los necesitados, pero ¿a qué precio? ¿Dónde ponemos los límites?
Pero mi vacío virtual me sigue asustando con su vomitar incesante de fríos datos. Datos que hablan de mí:
(···) Una tasa de desempleo multiplicada por tres desde 2007. Entre los mayores de 55 años el porcentaje de parados de larga duración alcanzó el 76,2% en 2016. En total, en 2016, 442.200 personas mayores de 55 años llevaban buscando empleo más de un año. Con más de dos años en 2016 al 42,4% del total de los desempleados y al 63,8% de los desempleados mayores de 55 años. Sumando, 370.000 mayores de 55 años llevan buscando empleo más de dos años. La extensión en la situación de desempleo y las restricciones de acceso a la protección por desempleo, ha conducido a un descenso en la cobertura de las personas. Los datos ofrecidos por el Servicio Público de Empleo Estatal (a diciembre de 2016) muestran que, de los 3,702 millones de parados registrados, un 21,7% tiene más de 55 años (803.180). De los 1.984.376 beneficiarios de prestaciones por desempleo contabilizados en diciembre de 2016, 573.392 tenían más de 55 años (un 28,9%). De este grupo por encima de los 55 años, 117.116 recibían la contributiva (sobre un total de 780.074, lo que significa el 15%) y, más llamativo, 406.700 mayores de 55 años recibían prestaciones asistenciales (sobre un total de 966.690, lo que significa un 42,1%). En total, 573.392 personas desempleadas mayores de 55 años reciben algún tipo de prestación por desempleo (contributiva, asistencial, RAI y PAE), lo que deja fuera del sistema de protección a 229.788 desempleados mayores de 55 años. A ello habría que sumar las personas inactivas que deciden no continuar en las listas de los Servicios Públicos, al no estar percibiendo ni prestación ni servicios de empleo. En este sentido, el efecto desánimo ha crecido entre las personas mayores de 55 años, debido a la falta de oportunidades de empleo y formación y a la ausencia de políticas activas de empleo centradas en este colectivo. Considerando en conjunto el grupo de 55 y más años, un 1,8% de las personas inactivas no busca empleo porque cree que no lo va a encontrar: 192.700 mayores de 55 años lo afirman en 2016, frente a 92.300 personas en 2007, lo que supone un aumento del 109%. La EPA (INE) considera que en 2016, 199.300 personas inactivas mayores de 55 años eran activas potenciales (de ellas, 164.400 afectadas por el efecto desánimo), un grupo que ha crecido un 53% desde 2007.
¿Hay algo más sobremoderno? (La situación sobremoderna amplía y diversifica el movimiento de la modernidad; es signo de una lógica del exceso y puede medirse a partir de tres excesos: el exceso de información, el exceso de imágenes y el exceso de individualismo (Augé, s.f. Sobremodernidad. Del mundo de hoy al mundo de mañana. s.f).
Bibliografía