(29-01-2020) El ideal de una traslación del pensamiento filosófico a la vida práctica (encarnado en su forma más pura por la figura fundacional de Sócrates y, también, de Spinoza o Wittgenstein) distingue a la práctica filosófica de otras vías de conocimiento, por ejemplo, las de las ciencias de la naturaleza e incluso las del arte. Ser filósofo debería ser —y este condicional simple marca toda esta opinión— una forma de conducir la propia vida de manera consciente, de darle un curso, una forma y una dirección a base de constantes preguntas y escrutinios. El vivir filosóficamente debería estar marcado por el pensar filosóficamente. Conozco pocos catedráticos —ninguno— o profesores —ninguno— de filosofía que adecúen su vida a sus enseñanzas. De hecho, la inmensa mayoría se presentan ante mis ojos —y se empecinan en demostrarlo cuando profundizo en su trato— como seres mezquinos y bajos. Esta peculiaridad hace que el filosofar mantenga una relación visiblemente tensa con los objetivos asociados a una especialidad de corte académico, con sus directrices —absurdas, sujetas a la razón política o económica—, pruebas —ejercicios memorísticos que solo premian habilidades circenses— y carreras reguladas desde las instituciones —políticas y económicas, las principales enemigas de la razón—.
Lo que he podido percibir, a lo largo de estos años dedicados al estudio de la Filosofía dentro del seno de la academia —porque los que dediqué extra sedis responden a mi vocación-pasión, furibunda y, por ello, desordenada y defectuosa—, entre el colectivo de esos "filósofos" que me enseñan, es una acomodación mezquina, baja y no cuestionada a un sistema que requiere alcanzar hitos, entregar ciertos productos cuantificables y ver premiada esa producción con dinero y estatus. Es evidente que hay que obtener remuneración para poder subsistir, pero en los días que corren, los filósofos académicos —al menos los que conozco— parecen totalmente intercambiables con cualquier académico de cualquier departamento de cualquier facultad de cualquier universidad. Conociendo las biografías de filósofos como los arriba mencionados, cuesta admitir que "filósofo" denomine tanto a Sócrates, Spinoza o Wittgenstein, como al académico medio que trabaja en cualquiera de nuestras facultades de filosofía hoy día
De ahí que el franco escepticismo, cuando no la rebelión y el desprecio hacia el “filosofar académico”, expresión que por primera vez empleó Heidegger, pero que estaba encerrada en el Zaratustra de Nietzsche ("De los doctos"), se cuente entre las escasas constantes históricas de la disciplina. De hecho, hasta bien entrado el siglo XX, la mayoría de las principales cabezas pensantes del gremio (Spinoza, Descartes, Mill, Hume, Kierkegaard, Nietzsche...) no fueron universitarios especializados. Y cuando lo fueron, mantuvieron la mayor distancia mental posible de la academia, como Schopenhauer o, en la década de 1920, Heidegger, Wittgenstein, Benjamin... El rechazo explícito al rol del filósofo académico era un elemento esencial del concepto que tenían de sí mismos. Ellos cultivaban cuidadosamente una escenificación para la que suele utilizarse el concepto de «culto». Y, desde luego, autenticas figuras de culto eran Heidegger, Wittgenstein y Benjamin para sus coetáneos.
Pues esta es la verdad: abandoné la casa de los doctos: y di un portazo a mi espalda. Durante demasiado tiempo mi alma estuvo sentada, hambrienta, a su mesa; yo no fui adiestrado, como ellos, para un conocimiento que no se diferencia de cascar nueces. Amo la libertad y el aire sobre la tierra fresca; prefiero dormir sobre pieles de buey antes que hacerlo sobre sus dignidades y respetabilidades. Soy demasiado caliente y estoy demasiado incendiado por mis propios pensamientos: a menudo me quitan el aliento. Y entonces tengo que salir al aire libre, fuera de todas las habitaciones llenas de polvo. Pero ellos se sientan, fríos, en la fría sombra: en todas las cosas solo quieren ser espectadores y evitan sentarse allí donde el sol calienta los escalones. Igual que esos que se paran en la calle para mirar curiosamente a la gente que pasa: así esperan ellos también y miran curiosamente los pensamientos que otros han pensado. Si se los toca con las manos, lo llenan todo de polvo alrededor, como sacos de harina, involuntariamente; ¿pero quién podría adivinar que su polvo procede de los granos y de la gloria amarilla de los campos estivales? Cuando se las dan de sabios, sus pequeñas sentencias y verdades me hielan: en su sabiduría hay a menudo un olor como si procediera de la ciénaga: y, en verdad, ¡en esa sabiduría ya escuché a la rana croar! Son hábiles, tienen dedos astutos: ¡qué puede querer mi sencillez en medio de su complejidad! Sus dedos conocen toda forma de hilar, anudar y tejer: ¡así hacen los calcetines del espíritu! [...] Así habló Zaratustra.
Siguiendo las tesis de Heidegger, en la gran mayoría de “los clientes” (así tratan a los estudiantes en las universidades hoy en día) de la academia filosófica se observa una tendencia a decaer que no se debe a capacidades intelectuales insuficientes (aunque a veces uno está tentado a hacer suyas las palabras de Paul Valéry sobre sus compañeros de universidad: “la estupidez y la insensibilidad me parecen inscritas en el programa; mediocridad de alma y ausencia total de imaginación entre los «mejores» de la clase”). Se debe más bien a una tendencia a la comodidad existencial. Sencillamente ocurre que la mayoría de los seres humanos (y los estudiantes de la filosofía académica no son diferentes) prefieren evitar durante toda su vida buscarse en serio a sí mismos. Esta forma de consciente autoevitación no ha de ser ni particularmente dolorosa ni desagradable. De hecho, es sin duda el modo más seguro y, en un sentido banal, más feliz y gratificante de existencia. Eso hace que uno nunca sea de verdad quien es o podría ser. Lo coloca en una vida de indiferencia voluntaria y duradera hacia sí mismo, concentrando su interés en cosas que no son verdaderamente importantes y vitalizadoras en el sentido de Heidegger: en el terreno de lo material, los bienes corrientes de consumo; en el ámbito social, la carrera profesional; en la esfera del diálogo, la amistad sin auténtica comunicación y el matrimonio rutinario y sin amor; en la vida religiosa, una fe recibida sin verdadera experiencia de Dios; en el dominio del lenguaje, el empleo incesante e irreflexivo de lugares comunes y frases hechas, que todo el mundo tiene en la boca y se suelen considerar acertados, y en el terreno del estudio, el planteamiento de cuestiones para las cuales se cree conocer ya, con seguridad, la respuesta.
Contra esto hay que posicionarse. Armado con Heidegger. Percibir que existe otra interpelación del mundo circundante. Emprender una crítica fundamental de todos aquellos conceptos, categorías y fijaciones que han guiado durante dos mil quinientos años (más o menos a partir de Aristóteles) la reflexión del ser humano sobre su existencia específica. Y en sus Interpretaciones fenomenológicas de Aristóteles piensa que ese franco cuestionamiento tiene que abocar a una completa destrucción y a la sustitución de esos conceptos y categorías. La práctica filosófica no persigue en modo alguno el objetivo de un permanente aquietamiento de la existencia o sosiego anímico. Al contrario: se muestra en una permanente voluntad de entregarse a la tempestad de la pregunta radical —siempre Ortega y Gasset en mí—; en el coraje de buscar precisamente allí donde se vislumbra un abismo sin fondo —hic sunt dracones—, donde en otro tiempo se imaginaba y esperaba que hubiera un fundamento seguro. El camino de este pensar no puede ser fácil. Nada le es más provechoso al filósofo que los momentos de tensión y peligro.
La preocupación por una vida filosófica había sido muy bien expresada por Kierkegaard en uno de sus diarios. En su juventud, dice: “Lo que realmente necesito tener claro es qué es lo que debo hacer, no lo que debo saber . . . Lo que hace falta es encontrar una verdad que es una verdad para mí, encontrar la idea por la que estaría dispuesto a vivir y morir. ¿De qué serviría, en este sentido, si descubriera una verdad objetiva, si llegara a comprender los sistemas de los filósofos y pudiera criticarlos y señalar inconsistencias en cualquier punto? Y de qué serviría, en ese sentido, poder elaborar una teoría del estado y así construir un mundo que yo mismo no habitara sino que meramente sostuviera para que otros lo vieran? De qué serviría poder exponer el significado del Cristianismo, explicar muchos hechos dispares, si no tuviera un significado más profundo para mí y para mi vida?”. En el primer libro de la República, Sócrates se pregunta por el tipo de conocimiento que maneja el hombre justo. Usa como ejemplo el conocimiento de las diferentes artes o profesiones, como la del médico o del cocinero, y califica ese tipo de conocimiento como neutro. El hecho de poseerlo no indica cómo usarlo (un médico puede curar o matar con su ciencia). Es un conocimiento que no le define. Es necesario, según él, un conocimiento más amplio, el conocimiento sensible es, pues, el punto de partida de todo conocimiento, que culmina en el saber.
Aristóteles distingue en su Metafísica tres tipos de saber: el saber productivo, el saber práctico y el saber contemplativo o teórico. En su Ética a Nicómaco volverá presentarnos esta división del saber, en relación con el análisis de las virtudes dianoéticas, las virtudes propias del pensamiento discursivo (diánoia). El saber productivo (episteme poietiké) que es el que tiene por objeto la producción o fabricación, el saber técnico. El saber práctico (episteme praktiké) remite a la capacidad de ordenar racionalmente la conducta, tanto pública como privada. El saber contemplativo (episteme theoretiké) no responde a ningún tipo de interés, ni productivo ni práctico, y representa la forma de conocimiento más elevado, que conduce a la sabiduría. El punto de partida del conocimiento lo constituyen, pues, la sensación y la experiencia, que nos pone en contacto con la realidad de las sustancias concretas. Pero el verdadero conocimiento es obra del entendimiento y consiste en el conocimiento de las sustancias por sus causas y principios, entre las que se encuentra la causa formal, la esencia. Al igual que para Platón, para Aristóteles conocer, propiamente hablando, supone estar en condiciones de dar cuenta de la esencia del objeto conocido. De ahí que el conocimiento lo sea propiamente de lo universal, de la forma (o de la Idea). Pero para Aristóteles la forma se encuentra en la sustancia, no es una entidad subsistente, por lo que es absolutamente necesario, para poder captar la forma, haber captado previamente, a través de la sensibilidad, la sustancia. Para Sócrates, ese conocimiento es, obviamente filosófico, el conocimiento del bien.
Sin llevar la comparación más lejos, mi tesis es que el trabajo académico del profesional de la enseñanza de la historia de la filosofía —pues no es otra cosa lo que se imparte en los centros académicos—, en cuanto es una mera ocupación, permanece en el ámbito de la episteme poietiké, y en ese sentido, lo que el aprendiz de filósofo —repito que solo aprende historia de la filosofía— estudia tiene el mismo estatus que lo que estudia un compañero suyo en cualquier otro facultad de cualquier otra universidad. O sea, esos diversos objetos de estudio, sean matemáticos o filosóficos, no tienen injerencia necesaria alguna en el modo de vida del académico. No producen en él el efecto de una episteme praktiké ni resultan en ninguna episteme theoretiké (y si no lo producen en el maestro, ¿qué efecto deberíamos esperar en el alumno?). En otras palabras, su manera de sostener sus creencias sobre esos objetos es indiferente. Vacía.
Pero si su trabajo no fuera una mera ocupación, sino una vocación —y repito que no he encontrado todavía a ningún maestro que reúna estas características—, entonces pasa a un nivel subjetivo. No deja por eso de sostener verdades objetivas, es sólo que guarda una relación vital con ellas, una relación no de desinterés, como nos enseña la tradición, sino de interés. Y entonces, solo entonces, en esa relación vital, su vida podría convertirse en un ejemplo de lo que pregona. En vida filosófica. Ese conocimiento desembocaría en una episteme praktiké que ordenaría su conducta en relación con su conocimiento y su enseñanza y llegaría a eclosionar en un saber contemplativo, en sabiduría, en episteme theoretiké. Solo imaginando cómo afectaría ese ejemplo a estudiantes vocacionales, cómo cundiría y se extendería, soy capaz de reconciliarme con tantas dudas, con tantas horas de lectura y estudio. Con tanta entrega a la Filosofía.