El lugar no tiene representación porque su realidad y su representación no se diferencian. El lugar es el punto o el centro sobre el que se circunscribe el universo. La patria tiene límites o limita; el lugar, no. En tal sentido, para alcanzar la condición de lo universal sería necesario, por tanto, "ser más lugareño y menos patriota" (José Ángel Valente, 1994)
La condición humana es la de ser en la frontera (Eugenio Trías, 2000)
La eficacia del arte no consiste en transmitir mensajes, ofrecer modelos o contra- modelos de comportamiento, o enseñar a descifrar las representaciones. Consiste antes que nada en disposiciones de los cuerpos, en recortes de espacios y de tiempos singulares que definen maneras de estar juntos o separados, frente a o en medio de, adentro o afuera, próximos o distantes. Arte sin representación, arte que no separa la escena de la performance artística y la de la vida colectiva, que opone a la incierta pedagogía de la mediación representativa otra pedagogía: la de la inmediatez ética. Círculo que encierra buena parte de la reflexión sobre la política del arte.
Un espacio que es la suma de varios espacios vacíos, de paredes blancas y vanos con dinteles de hormigón crudo. Suelos blancos, higiénicos e impersonales. Iluminación industrial directa, blanca, fría. Sobre la superficie de la sala, desde la distancia y una altura normal, un grupo de catenarias (ese dispositivo-barrera que sirve para impedir-encauzar-controlar-dirigir los pasos de las personas y sus movimientos), que no están distribuidos al azar, sino dibujando algo: el arranque meridional de Europa, con un claro (e inevitable) protagonismo de la Península Ibérica. Se ve además que en la zona al sur de Tarifa —aproximadamente donde debieran estar las costas del Magreb... ¿casualidad?—, un vigilante jurado uniformado y pertrechado de toda la impedimenta reglamentaria (porra, esposas, ¿spray de pimienta?) vigila tanto el espacio de exposición como unos monitores que le muestran imágenes cenitales del montaje.
Tres cámaras de vigilancia que registran todos los movimientos del público y tres monitores, constantemente atendidos por el personal de seguridad, graban todo lo que ocurre en el lugar. El museo como dispositivo, respondiendo a una función estratégica concreta, inscrita siempre en una relación de poder, resultado de un cruzamiento de relaciones de saber y poder. (Agamben, 2011, p. 250). En un giro irónico, las catenarias, herramientas que los dispositivos de poder aprecian por su versatilidad, flexibilidad y ubicuidad y que fueron diseñadas para adaptarse a mil entornos y situaciones, descontextualizadas aquí marcan una zona de exclusión total. Podremos bordearla en su totalidad, pero no podremos entrar. Es un no-lugar. “Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no-lugar”. (Augé, 2000, pp. 54, las cursivas son mías).
Esas catenarias nos informan de la existencia de unos límites infranqueables. Han perdido una de sus funciones, la de reconducir, y se afirman en la más terminal. Son barreras. No vehiculan. Frenan. Imponen unos límites. Marcan el “non plus ultra”. La frontera, el límite dibujado, nos hace ver las formas de control y coerción que operan en nuestro mundo. Juego de límites y de geografía. Juego de exclusión.
Por supuesto, está implícito en una especie de “pacto” que el espectador sea respetuoso con las barreras y, aunque su altura o su solidez no sea insalvable, no viole el espacio delimitado. Y nadie lo hace, mostrándonos lo domesticados que estamos. O el temor a que nos regañen.
La relación de un Estado con la población se da en esencia bajo Ia forma de lo que podríamos llamar "pacto de seguridad". Antaño el Estado podía decir: "voy a darles un territorio" o "les garantizo que van a poder vivir en paz dentro de sus fronteras". Esto era el pacto territorial, y la garantía de las fronteras era la gran función del Estado. (Foucault, 2012, p. 50)
La sensación aquí es que el espacio está militarizado. El museo ha sido tomado. Aquí también hay conflicto. Hay jerarquías, hay vigilancia, hay control. Y aquí, con más frecuencia que en otros espacios, hay limitación de movimientos, líneas infranqueables, cámaras de seguimiento. Estado de sitio general. Castigo presentido.
Y como en el exterior, el pretexto para militarizar el museo es la seguridad. Evitar el conflicto. Porque incluso en la sala de exposiciones nos interpela el Estado y nos razona diciendo que estamos sometidos a medidas de seguridad porque somos responsables del desorden social, político, ético, moral y económico en el que estamos sumidos. Ese desorden que nos convierte en lobos y que aterroriza a la sociedad actual con su principal arma, la violencia.
Esa militarización, nos susurra el Bégimo, es por nuestro bien. Esa vigilancia, ese control y esa restricción de movimientos es un mal menor con el que debemos convivir a cambio de poner fin a los desórdenes. Poco importa que sea una vigilancia que se organiza a partir de criterios que satisfacen más a los intereses de las élites económicas y políticas en el poder. Poco importa que se estén reproduciendo condiciones de dominación que se infiltran en nuestro día a día de forma imperceptible hasta lograr pasar desapercibidas. Poco importa que en algunos casos esas mismas medidas puedan incrementar los escenarios de violencia.
Así pues, nos dice el Behemot que estamos en guerra. Que la guerra ha colonizado nuestros espacios de manera silenciosa. Que en esta modernidad tardía, los espacios que habitamos están atravesados por tensiones y violencias en las que lo íntimo y lo social, lo político y lo existencial, lo individual y lo colectivo se entremezclan y confunden. Y que él está aquí para defendernos: solo tenemos que hacer alguna pequeña concesión. Solo tenemos que entregarle nuestra alma.
El espacio que aquí ha creado Maté nos resulta familiar. Está creado con dispositivos familiares, pero nos genera un profundo desconcierto, como si flotara en el aire un peligro latente. Ese perfil que representan las catenarias, familiar desde la infancia, cuando usábamos plantillas de plástico para dibujar el mapa en el que después ubicaríamos ríos y cordilleras, aparece ahora como un enigma perturbador. Es nuestro lugar, como nos dice Augé,
(...) [el lugar] que ocupan los nativos que en él viven, trabajan, lo defienden, marcan sus puntos fuertes, cuidan las fronteras pero señalan también la huella de las potencias infernales o celestes, la de los antepasados o de los espíritus que pueblan y animan la geografía íntima, como si el pequeño trozo de humanidad que les dirige en ese lugar ofrendas y sacrificios fuera también la quintaesencia de la humanidad, como si no hubiera humanidad digna de ese nombre más que en el lugar mismo del culto que se les consagra. (2000, p. 26)
Una geografía íntima ahora, empero, indescifrable y llena de amenazas e incertidumbres, de donde está desapareciendo esa humanidad de manos de intereses oscuros y siempre fuera de nuestro conocimiento. Maté, con su juego performativo nos hace repensar y reinventar la noción del dentro/fuera, o del habitar/expulsar, o del salir/entrar, capaz de desbordar lo conocido hasta ahora y desbaratar la concreción que teníamos de los espacios sabidos y aprendidos y de los objetos que nos rodean.
Las cámaras de video-vigilancia, dispositivos de la nueva narrativa de la contemporaneidad que hemos interiorizado y naturalizado y que aceptamos ya en nuestros lugares de trabajo, portales, ascensores, calles, plazas, automóviles, teléfonos..., tienen ya el marchamo de cosa sabida, de anomalía normal. Es por nuestra seguridad. Por lo que también consideramos normal involucrar en ello a empresas privadas, que se suman al control ejercido por el Estado (en muchas ocasiones contratadas por él) y que se ven revestidas de la representación política pertinente, como instituciones u organismos que nos vigilan por nuestro bienestar. Nunca nos preguntamos qué ocurriría si esas empresas, un día, decidieran usar su aprendizaje, su conocimiento del vigilado, la información ingente acumulada en horas y horas de desarrollo de su cometido, y si un día decidieran asegurar la reproducción de sus condiciones de dominación. ¿Quién vigila al vigilante? Vuelvo a Rancière:
La melancolía de izquierda nos invita a reconocer que no hay ninguna alternativa al poder de la bestia y a confesar que estamos satisfechos con eso. El furor de derecha nos advierte que cuanto más intentamos quebrar el poder de la bestia, más contribuimos a su triunfo. (2010, p. 44)
Por tanto, el diálogo que Maté entabla con nosotros comienza por una serie de preguntas que molestan. Que incomodan. Que perturban: ¿Cómo usamos nuestro territorio? ¿Nos pertenece realmente? ¿Eso es un país? ¿Qué es un país? ¿Qué es una bandera? ¿La frontera es un límite, un muro, una cárcel, una barrera? Todo nos habla de conflictos. De batallas. De vallas asaltadas. De devoluciones en caliente. De fronteras. Y de la tierra de nadie que siempre hay entre dos líneas limítrofes. Esa tierra de nadie que suele ser siempre una fábrica de cadáveres. En palabras de Arendt,
El peligro de las fábricas de cadáveres y de los pozos del olvido es que hoy, con el aumento de la población y de los desarraigados, constantemente se tornan superfluas masas de personas si seguimos pensando en nuestro mundo en términos utilitarios. Los acontecimientos políticos, sociales y económicos en todas partes se hallan en tácita conspiración con los instrumentos totalitarios concebidos para hacer a los hombres superfluos. La tentación implícita es bien comprendida por el sentido común utilitario de las masas, que en la mayoría de los países se sienten demasiado desesperadas para retener una parte considerable de su miedo a la muerte. (1998, p. 368)
Cadáveres que tapizan el fondo del Mediterráneo en nombre de la política. De esa política que niega el derecho de asilo a los refugiados que ven Europa como la ve Maté: una silueta cerrada de catenarias insalvables que se cruza de brazos cuando más la necesitan. Vivimos en la esquizofrenia de la doble medida:
“(...) por muchos guardias de seguridad de fronteras, dispositivos biométricos y perros detectores de explosivos que se desplieguen en los puertos, cuando las fronteras han sido ya abiertas de par en par (y se han mantenido así) al paso del libre movimiento de capitales, mercancías e información, es imposible sellarlas de nuevo y mantenerlas cerradas al paso de los seres humanos” (Bauman, 2007, p. 142).
“Mientras la élite sigue viajando a su destino imaginario, situado en algún lugar de la cima del mundo, los pobres han quedado atrapados en una espiral de delincuencia y caos” (Roy, 2004, pp. 63-66), que invita a la política, que estaba aguardando relamiéndose. Esa política que Rancière define como “esa división entre la violencia de la moral y la del derecho” (2005, p. 23). Una moral que se revela ineficaz para luchar contra la violencia del orden económico y que para salvar el escollo debería transformarse en una moral militante que adoptara como criterio la necesidad de luchar para defender el derecho de los oprimidos. Dos derechos opuestos. Dos morales opuestas. Dos violencias opuestas.
¿Y cómo es posible que podamos asistir impertérritos a lo que sucede diariamente ante nuestros ojos y que los medios de comunicación velan progresivamente, llevados por las urgencias informativas novedosas (seamos magnánimos)?
Quizás sea cierta la tesis de Rancière (2005, p. 27) de que nos hemos refugiado en un consenso social, producto de un viraje ético que suprime la división entre ley y hecho. Que acaba con la posibilidad oponer el derecho al hecho. Si ya no existe esta división, nos hallamos en “consenso”. Hemos acallado el litigio, la diferencia, la conciencia, en definitiva. Nos alineamos con el poder político-económico y lo fundimos con la ética. Mientras predomina la política, el disentidor será conflictivo. Cuando la ética hay terminado su viraje y haya integrado en su ser a la política, cuando los espacios de discusión se hayan cerrado, el excluido será tratado como un extraño o como una amenaza. Y la comunidad elegirá tenderle una mano auxiliadora o rechazarle. (2005, p. 29).
El conflicto a partir del cual Maté organiza su obra es el conflicto del espacio. De nuestros espacios, de todos los espacios, que están siendo atravesados por la beligerancia de los discursos nacionales y por lo errático y anónimo de los discursos globales y cosmopolitas. Para volver a entender lo que significa habitar, para poder reunir en un mismo lugar nuestro estar y nuestro ser, tenemos que ser capaces de devolverle la concreción a los espacios que nos rodean; arrancarlos de la falsa universalidad que le otorga su anonimato y el carácter demagógico y beligerante que le imprimen los discursos que el neoliberalismo quiere patrióticos.
A muchos se les llena la boca de consigna neoliberal cuando proclaman que “nunca en la historia de la humanidad se ha vivido con los estándares de calidad que hoy en día disfrutamos, por lo que no pueden entender las críticas a la socialdemocracia y a los mensajes de nuestros líderes políticos”. Y no les falta parte de razón: las enfermedades se están viendo acorraladas por los avances médicos —más que en el pasado y más que en otras partes del globo—; respecto a la naturaleza somos capaces de anticipar, prevenir y combatir peligros como nunca antes en la historia—aunque sigamos siendo tan frágiles todavía— y, finalmente, disponemos de tecnología y mecanismos avanzadísimos para seguir incrementando nuestra cultura. Y sin embargo, en esta parte del mundo en la que nos hallamos, el miedo y la obsesión por la seguridad ha sido lo que más ha progresado. Nos sentimos más amenazados, inseguros y atemorizados, más inclinados al pánico y más apasionados por todo lo relacionado con la seguridad y la protección que cualquier otra sociedad, presente o pretérita. Según apunta Bauman,
Podemos afirmar que la variedad moderna de la inseguridad viene marcada por un miedo que tiene principalmente como objeto a la maleficencia humana y a los malhechores humanos. Este miedo se inocula a través de la sospecha de la existencia de una motivación malévola en ciertos hombres y mujeres concretos, o en ciertos grupos o categorías de hombres y mujeres, y, a menudo, también a través de la negativa a confiar en la constancia, la dedicación y la fiabilidad de nuestros compañeros humanos, una negativa que viene seguida, de forma casi inevitable, de nuestra nula disposición a hacer de esa compañía algo sólido, duradero y, por consiguiente, digno de confianza. (2007, p. 170)
Los miedos nos impulsan a emprender medidas defensivas, levantamos vallas, devolvemos en caliente, disparamos al inmigrante que está apunto de llegar a la orilla, elaboramos discursos de diferenciación, los ingresamos en no-lugares (CIES) que son burbujas heterotópicas y espacio-temporales donde se suspenden derechos y libertades, votamos a neoliberales sin escrúpulos y les permitimos regular y legislar la salvajada; y esas medidas defensivas nos dan un aura de inmediatez, tangibilidad y credibilidad a las amenazas reales o putativas de las que los miedos presumiblemente emanan.
Incomoda entender que ya ni el museo es un lugar de introspección, recogimiento, paz o seguridad. No es un lugar de libertad ni un sitio de tranquilidad. Un grupo de elementos armados controla la seguridad. Despliega las barreras que nos recuerdan quiénes somos realmente, qué podemos hacer, dónde podemos ir. Arte y política se sostienen una a la otra como formas de disenso, operaciones de reconfiguración de la experiencia común de lo sensible. Pero, como nos dice Rancière,
Este efecto no puede ser una transmisión calculable entre conmoción artística sensible, toma de conciencia intelectual y movilización política. No se pasa de la visión de un espectáculo a una comprensión del mundo, y de una comprensión intelectual a una decisión de acción. (2010, p. 69).
Si el consenso es la situación buscada por la democracia, es porque esta democracia busca eliminar las diferencias, el conflicto. El consenso reduce, aplana, hastía, aburre y despersonaliza. El consenso nos transforma de comunidad política en comunidad ética. Y es aterrador comprobar lo que hace una comunidad ética con la persona conflictiva o problemática —que porta un derecho no reconocido o es testigo de la injusticia del derecho existente—: o bien lo absorbe excluyéndolo y “humanitariamente” le echa una mano (y lo ingresa en un dispositivo heterotópico foucaltiano), o bien lo expulsa excluyéndolo y “justicieramente” lo ingresa en un dispositivo heterotópico foucaltiano, no sin antes habernos informado a todos de que se trata de un enemigo.
Maté, con Área restringida, juega al disenso, a poner nuevamente en juego la evidencia de lo que es percibido, pensable y factible y la división de aquellos que son capaces de percibir, pensar y modificar las coordenadas de un mundo común. (2010, p. 52). Apela a nuestra vis problemática, nos invita a autoexcluirnos y hacer frente al Leviatán. Así, tras la contemplación y la evocación que nos provoca su obra, buscamos a Adorno:
El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención. (...) Es preciso fijar perspectivas en las que el mundo aparezca trastocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en que aparece bajo la luz mesiánica. Situarse en tales perspectivas, sin arbitrariedad ni violencia, desde el contacto con los objetos, solo le es dado al pensamiento. (Adorno, 2001, p. 250)