Todo análisis modal tiene algo tanto de estudio paisajístico, como de introspección repertorial y competencial: nos obliga a dar cuenta de cómo están constituidos los repertorios con los que nos acoplamos, a levantar acta de aquellas competencias de las que estamos dotados nosotros mismos, a investigar los paisajes que surgen de ambos niveles y cuáles son los paisajes que hacen la vida imposible a estas o aquéllas configuraciones modales.
Asistí el pasado 21 de noviembre a la primera de las dos representaciones de “Requiem pour L.”, a cargo de Les Ballets C de la B; una producción de Alain Platel, con música de Fabrizio Cassol, a partir del Réquiem y de la Misa en do menor de Mozart. Una obra difícil, problemática, en la que se nos muestra la última hora y media de vida de una mujer, grabada en vídeo, y durante la que se despliega un ritual festivo en el que catorce músicos interpretan una fusión del Réquiem y la Misa mozartianos con cantos africanos, voces y ritmos de jazz, sin dejar de moverse con gestos sincopados y extraños (sin bailar propiamente una coreografía al uso) y de contorsionarse llevados por el crescendo del ritmo.
El inicio es ya problemático. Una proyección mural en blanco y negro muestra la agonía de Lucie (L.), ralentizada, de manera que el espectador, a partir de ese momento, va a presenciar sus ciento cuarenta minutos finales de vida que son precisamente la duración de la función. La escenografía, neutra y de color negro, representa cinco filas de túmulos del Memorial del Holocausto en Berlín. Sobre algunas de ellas, montículos formados por piedras blancas, que irán creciendo con la aportaciones que los músicos irán haciendo, paulatinamente, según van entrando en escena.
Tenemos entonces a la Muerte como paisaje en el que se desplegarán dos formas de afrontarla; dos repertorios: el clásico occidental y el africano del Congo. La muerte será la matriz de conflictividades para esas dos poéticas que están obligadas a convivir en el mismo espacio escénico.
¿Es oportuna la obra?, ¿es oportunista? Estamos ante un hecho: la muerte. Y el conflicto con todo lo que he leído y escuchado comienza aquí. Creo que es indiferente que esa muerte sea, en este caso, voluntaria y asistida, o natural. No se cuestiona en la obra, en ningún momento, la causa de la misma. No se hace evidente que por ser provocada, voluntaria o asistida, vaya a variar el curso de los acontecimientos que vamos a vivir en el escenario. Es, tan solo, la muerte, cuyo dominio de referencia y articulación se va a ir perdiendo y cuestionando hasta quedar relativamente desacoplada durante el desarrollo de la obra. Con lo que creo cerrar el interrogante inicial. La obra en sí no es oportunista. Lo oportunista es el comentario o la crítica ignorante. La promoción basada en la cuestión candente de la eutanasia. Que dispongamos de la grabación de la agonía de L. (o de los casos de Ramón Sampedro y María José Carrasco en España o de Vincent Lambert en Francia), responde a la necesidad de Platel de encuadrar el hecho. De dar el complexo o el paisaje en el que se van a desarrollar las conflictividades de los distintos repertorios del duelo que nuestras distintas culturas tienen. Luego, que los activistas y concienciados no tengan más remedio que activar el debate y las conciencias dormidas, es harina de otro costal. Como hizo L. al ofrecer desinteresadamente su muerte a Platel (en este caso al arte escénico). Para ella, como para los activistas de la muerte asistida, el final de L. se sucede una y otra vez. Y lo hace en un contexto en el que nadie posee las competencias o las claves para poder juzgar, recompensar o penalizar la acción. Para algunos, entonces, la obra genera una catarsis determinada, y entonces el debate está servido en las copas o las cenas de después del telón. Pero que no nos despiste. No hay debate en esta obra sobre la eutanasia. Basta ya de lugares comunes y fáciles, en los que cae incluso el propio Teatro que programa la obra.
Señores, esto va de la construcción cultural de nuestro estar ante la muerte, de nuestros repertorios para hacer frente al único hecho cierto de la vida, frente a repertorios que están en las antípodas. Esto va de hibridación. Esto va de catarsis.
Nada más comenzar, no pude evitar recordar la primera vez que vi el Tríptico de Nantes (1992), de Bill Viola, en el Reina Sofía de Madrid, allá por el año 1993. Esas imágenes y esa banda sonora de dolores de parto natural, llantos de recién nacido, movimientos de agua y respiraciones y estertores de muerte en un bucle de 30 minutos. Ese espacio compactado en el que nacimiento, vida y muerte se daban a la vez, y en el que nacimiento y muerte eclipsaban la vida, el pensamiento. No importaba la vida para Viola, sino su principio y su fin. Pues bien, allí, en los Teatros del Canal, iba de nuevo a enfrentarme a la muerte, aunque esta vez la melopeya aristotélica sería completamente diferente.
Platel intenta encontrar la manera más exacta y enriquecedora de hablar escénicamente de la muerte, consciente de que es un asunto tabú para algunas sociedades y para otras un motivo de alegre celebración. En algún momento, durante la etapa creativa, se puso en contacto con un médico comprometido en cuidados paliativos, siguiendo la idea de mostrar en escena a alguien en trance de morir. Así llegó hasta L., que tras recibir un diagnóstico irrevocable, había decidido poner fin a su vida. Activista y admiradora de Platel, aceptó ser filmada en su agonía y que su trance fuera usado en una futura producción.
Uno de los temas recurrentes en Platel es el de las relaciones entre la música occidental y otras músicas. Con Steven Prengels hizo En avant, marche!, y con Cassol vsprs (2006), basada en las Vísperas de la beata virgen María, de Claudio Monteverdi, o la barroca pitiè! (2008). Más adelante, y ya con África, y el Congo, en el horizonte, se une al contratenor congoleño Serge Kakudji en Coup fatal, un concierto barroco protagonizado por trece músicos de Kinshasa.
Por su parte, Cassol se había encontrado con una edición especial del Réquiem mozartiano, y con la coartada de trabajar con una obra inconclusa, afrontó el reto de intervenirlo, dando libertad a su creatividad. En su visión, que no renuncia a Mozart en ningún momento, la música se construye y perfila en el estudio con la participación de cada uno de los catorce músicos que intervienen en la pieza: Rodriguez Vangama (dirección musical, guitarra y bajo eléctrico), Boule Mpanya, Fredy Massamba, Russell Tshiebua (voces), Nobulumko Mngxekeza, Owen Metsileng, Rodrigo Ferreira (voz lírica), Charles Kieny (acordeón), Kojack Kossakamvwe (guitarra eléctrica), Niels Van Heertum (bombardino), Bouton Kalanda, Erick Ngoya, Silva Makengo (likembe) y Michel Seba (percusión).
Ambos, Platel y Cassol, ya habían montado Coup fatal (2014), un festín de músicas y culturas mezcladas. Y de una nueva voluntad de hibridación, nació el Requiem pour L.
Nos cuenta Aristóteles en su Poética que seis son las partes de toda tragedia: la fábula, los caracteres, la elocución, el pensamiento, el espectáculo y la melopeya. Y que gracias a la fábula tenemos la peripecia, con la que la tragedia seduce al alma. Y que si esta peripecia es simple y en su desarrollo se produce el cambio de fortuna mediante un lance patético, el efecto se habrá logrado. Platel nos sirve pathos (acción dolorosa) a espuertas. De hecho, es la única acción presente en esta tragedia, es su pieza fundamental. Por tanto, tenemos peripecia y pathos. Temor y compasión, que nacen del espectáculo y de la estructura misma de los hechos. La muerte de L., sobreviniendo en ese tiempo que no transcurre, ese Aión, dios de la eternidad al que —al contrario que a Cronos— no le hace falta devorar nada para ser eterno; que no contempla objetivos ni planes, porque el hecho que lo ocupa, ocupa todo y da sentido al hecho mismo; es el acontecimiento temible y digno de compasión.
La muerte es el complexo. La muerte es el paisaje. La muerte en sí. La muerte como tal. Y también (venga, demos gusto a los polemistas) la muerte elegida (como tantas veces se ha hecho en el cine: Mar adentro de Amenábar, Million dollar baby de Eastwood, Amour de Haneke, Vivir de Kurosawa, La escafandra y la mariposa de Schnabel…). La Muerte, que a través de esta y otras manifestaciones estéticas quiere convertirse en un elemento instituyente de esta sociedad, la muerte que genera siempre un desacoplamiento.
L., que va a morir, se convierte en una desacoplada, por el mero hecho de morir. No por morir por elección. Por elegir morir es, en sí misma, una amenaza para el sistema, un elemento demasiado peligroso, como lo fueron Sampedro, Carrasco o Lambert. Existe un claro desacoplamiento entre ellos, que eligieron la eutanasia, como dispositivos categoriales con una repertorialidad determinada (su situación, su reflexión, su decisión), y el resto, la sociedad, las disposiciones con las que no terminan de acoplarse (las leyes, la moral, la religión). Pero si sus muertes, en lugar de provocadas, hubieran sido naturales, sucesos básicos e irrenunciables de sus fisiologías, al mismo tiempo que actos de acoplamiento, siempre lo son también de un desacoplamiento más que evidente. La muerte es el desacoplamiento final.
Y he aquí que ellos, que todos los que mueren, incluso L., deciden ser generativos, deciden crear la pregunta. Y aprovechan la plataforma que les otorga esta obra. Y su pregunta vale para todo tipo de muertes. Las naturales y las decididas. Y L. junto a Platel, como los herederos de Sampedro junto a Amenábar, deciden arrojarnos a la cara su acoplamiento/desacoplamiento, lanzándonos, cada vez que mueren, el mismo interrogante, esperando con el debate lógico producir mutaciones en disposiciones y en repertorios.
Nos dice Tatarkiewicz en su Historia de seis ideas, que los griegos incluyeron la música junto a la poesía en la esfera de la inspiración desde el principio, por la comunidad psicológica que se producía entre ambas artes. Nos dice además que música y baile pueden tener un carácter maníaco y convertirse en fuente de frenesí y de éxtasis. Y que son la música y el baile, practicadas junto a la poesía, lo que concede a la poesía ese estado de éxtasis y susceptibilidad de inspiración. Desde Platón y Aristóteles, la música tiene el poder de estimular y purificar, y tiene un significado moral y metafísico igual que la poesía.
Por gracia de la combinación de música, baile e imagen, en la Sala Roja de los Teatros del Canal se volvió a desplegar esa magia de la apate, creando una apariencia de tal intensidad que los presentes vivimos la muerte (enésima muerte) de L. como una experiencia primigenia. Esa magia, esa ilusión, ese encantamiento. Música e imagen se coadyuvaron para crear una emociones violentas y extrañas en la mente, produciendo ese choque, ese estado en el que la emoción y la imaginación superan a la razón, esa catarsis. La experiencia estética teatral en estado puro, en sus tres modulaciones posibles, la formal, la emocional y la conceptual. Y ahí estábamos, algunos, la gran mayoría me gustaría pensar, enteramente. A pocos minutos de volver a ser enteros, pero con una semilla de aprendizaje inoculada en algún rincón de nuestra alma.
Asistí a una experiencia radical de tensegridad y de hibridación. Tensegridad en cuanto al resultado final en la pugna entre lo grávido y lo radiante. De un lado Mozart, la música occidental, lo grávido, lo centrípeto, producía en el respetable coherencia, nos integraba y hacía asequibles los acontecimientos que se iban produciendo en el escenario (una muerte, un réquiem: lo normal; su dies irae, su lacrimosa, su rex tremendae, su confutatis,…, Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis, o , cómo no, su Dies irae, dies illa, Solvet saeclum in favilla). Pero también se estaba dando, fundiéndose o tomando cuenta del total, lo africano, ese rito funerario desconocido para nosotros que era la fuerza desintegrante, lo centrífugo, lo que hacía que nuestra atención se dividiera y rompiera nuestros sistemas de duelo, nuestro repertorio. Asistíamos al ritual de mantenimiento de lazos entre el muerto y su entorno, en el que incluso ya siendo cadáver, continúa perteneciendo a la familia. Y ello se reflejaba en esa representación con el propósito de simbolizar la presencia del muerto entre los suyos, sobre todo en los momentos que siguieron al deceso. Ese cantar loas al desaparecido, que constituye una manera de prolongar su existencia en este mundo.
Y ese conflicto, ese desequilibrio, ese desacoplamiento, sucedía tramado en una lucha incesante contra el paisaje de la muerte, que les precedía y les situaba. Era una muerte, la muerte de L., que daba condición de posibilidad a esas dos poéticas, cada una de ellas con sus lógicas divergentes.
Ahí colisionaban o convivían dos repertorios, dos poéticas ante un mismo complexo, la muerte, con dos modos de relación que encontraban resonancia en el espectador y que estaban produciendo una catarsis profunda, a juzgar por las lágrimas y los contoneos que producía la acción en el escenario. Ambos modos de relación, antiguos, vinculados a tradiciones asentadas y estables, gozaban cada uno de ellos de una imaginación cristalizada hecha de poéticas bien dotadas de un repertorio estable de formas, y les hacía capaces de dar cuenta de todos los matices que la experiencia de la muerte nos estaba provocando.
Podríamos también intentar entender todo aquello usando herramientas de la antropología. A Baumann (Gerd) y sus Gramáticas de identidad y alteridad, en las que siguiendo los postulados de Louis Dumont, quiere explicar fenómenos como éste por el englobamiento o la construcción de identidades por la vía de apropiarse de formas escogidas de otredad, desplegando dos niveles: el más bajo de cognición, que reconoce la diferencia de cuanto se está produciendo en el escenario, y el superior, que subsume lo diferente bajo lo universal. Ahí, la categoría (el repertorio) supuestamente subordinada es adoptada, subsumida o cooptada al interior de la subjetividad definida. El englobamiento, siempre jerárquico, necesita de un repertorio superior que englobe al inferior. Pero en la obra, en este magnífico Requiem pour L., la sabiduría de Platel y de Cassol juega un juego de espejos y, de la transformación que se espera (nuestro centrípeto Mozart englobando a esos centrifugantes africanos), salta la sorpresa cuando caemos en la cuenta de que el que está subsumiendo al otro es el repertorio africano, y que está creando un nuevo orden segmentario, una nueva forma de definición del duelo, un nuevo vértice estético. Y que, además, nos encontramos complacidos. Lloramos, pero nos movemos al ritmo del likembe y de la percusión.
De repente se había creado un procomún estético, los espectadores habíamos sabido alinear nuestras disposiciones y, aguzando el ingenio, habíamos creado, con esa catarsis, una inteligencia común fluida que se estaba mezclando con aquella cristalizada de esos repertorios estables que se desarrollaban ante nuestros ojos. La chispa había prendido. El teatro rompió en aplausos.
Por supuesto, no siempre se consigue provocar acoplamientos perfectos entre disposiciones y repertorios. Pero los humanos que se encontraron de repente desacoplados, incómodos ante esa corriente nueva que había surgido, abandonaron sus butacas y optaron por un muy respetable —y silencioso— mutis.
Porque la grandeza de esta pieza teatral reside en las múltiples lecturas e interpretaciones que encierra. Es una matrioshka cultural. Y repito… el debate sobre la eutanasia sigue sin aparecer. Hagamos una aproximación ahora desde el colonialismo. No podemos obviar que Platel es belga y, como tal, lleva información cultural colonialista de los años (1908-1960) en los que su país impuso su durísimo régimen en el Congo. Con Homi K. Bhabha sabemos de los fenómenos de las colonizaciones y sus procesos de asimilación. Y sabemos que, si no nos hemos despojado de adherencias perniciosas, vivimos sumergidos en la diferencia cultural y no en la diversidad (que sería reconocer contenidos y favorecer intercambios). Y que esa diferencia nos pincha bien estereotipando, bien mimetizando o bien hibridando al otro. Y en el Canal, en esa primera representación, ¿cuánta gente admitiría que acudía impregnada de estereotipos, de un cierto deseo no confesado sobre lo que iba a presenciar, de una fijezas de concepto que esperaba reafirmar —que es justamente lo que le pasa al estereotipo: que necesita una corroboración compulsiva de sus preconceptos—? ¿o cuántos se sintieron complacidos a priori con esa explicación de que los artistas africanos iban a “versionar” el occidentalísimo Réquiem, a mimetizarlo, y según iba avanzando la función, vieron que la cosa no iba a ir por ahí (vieron que su alteridad —la de ellos— no había sido disciplinada)? Así, ese nuevo repertorio, ese nuevo saber, ese híbrido nos creó un paisaje nuevo, un espacio “entre” que nos subyugó. Pero era algo más. Habían creado un espacio “otro”. Un duelo, un repertorio híbrido con identidad propia. Y nuestras lágrimas occidentales, mezcladas con el baile africano homenajearon, una vez más, a L.