"La justicia no es el triunfo de la razón. La justicia es un mito y, como tal, debe ser revisado"
No puedo evitar una mueca al leer otras críticas. Una mueca de desolación y tristeza. Loas huecas, razones hueras, adjetivos excesivos (fantástica, demoledora, brutal...). No estoy de acuerdo, una vez más. La versión que hemos visto en los Teatros de la Abadía el día 26 de mayo de este 2025 no mejora el original de Esquilo, no lo actualiza, solo lo utiliza. Lo desordena, lo contamina, lo apuntala con vigas bizarras y lo reinterpreta, sin que el esfuerzo provoque la catarsis esperada en el espectador, sin que el resultado consiga que empaticemos ni con el protagonistés, ni con los deuteragonistés, ni con los tritagonistés de la obra. Ni rastro de homoiopateía.
Asisto al saco de los textos de Esquilo. Un saco desordenado que arranca en Las Euménides con nuestro Orestes invocando la ayuda de Atenea y apelando insistentemente a la justicia ("que necesita palabras, como el perdón", dice). Abruptamente se intercala una noche 3652 en la que un combatiente se sabe prescindible, se sabe sin función cuando la guerra termine y se sabe reo de justicia, sujeto de odio y objeto de venganza. Sigue un diálogo telefónico entre un soldado y su mamá, en el que él detalla abruptos y desagradables episodios bélicos que ha protagonizado, arrastrado por un irrefrenable deseo de venganza, y que es repetidamente bendecido por su madre, al otro lado de la línea. Estas dos "vigas bizarras" se intercalan para introducir los ejes venganza y justicia que, junto a hospitalidad, vertebran y significan la obra.
Volvemos a Esquilo, esta vez visitando Agamenón y asistiendo al despertar de Clitemnestra en sus habitaciones, al lado de Egisto, cuando ha vislumbrado las señales de fuego que anuncian la derrota de Troya y la próxima llegada de su marido. Nuevo salto a Las Coéforos, inventándose un diálogo entre Orestes y Pílades, su amigo, que nunca existió en la obra esquileana (de hecho, Pílades solo habla en una ocasión en toda la trilogía, en una invocación a Apolo). Saltos, saltos, saltos... En definitiva, no es tan importante el uso que Garantivá haga de la trilogía, como que use a Orestes y lo convierta en vehículo de su propio pensamiento y sentimiento. Si los clásicos son lo que son, es porque llevan interpelándonos con eficacia desde hace siglos y preguntándonos por los rincones más oscuros de nuestro ser. Preguntas que seguimos sin responder: Los clásicos lo son porque despiertan y avivan nuestra memoria ancestral. Porque son el espejo que nos devuelve una imagen de fragilidad y desnudez. Así, Orestes sirve a Garantivá como cepillo benjaminiano para pasar a contrapelo a los grandes asuntos que nunca terminan de estar cerrados: justicia, tiempo, en un esfuerzo por darles un nuevo significado. Y como no es posible ampliar lo que Esquilo diseccionó con tanta exquisitez, termina buscando un recoveco feminista en Clitemnestra, como veremos más adelante.
Traigo a colación el tiempo porque, aunque Juan Mayorga intentó en el Faro que se celebró el pasado 22 de abril y que precedía a mi asistencia a la obra, que hospedó (porque fue un acto hospitalario) a Ernesto Caballero, a la sazón director de la obra y a la filósofa Ana Conde, intentó, digo, erigir el tiempo como clave de bóveda (o una de ellas) de esta Orestíada sin conseguirlo, por falta de tiempo (redundante ironía). Sin embargo, en la obra el tiempo, como decía Díez del Corral, está "suspendido, pero no anulado, convertido en un ahora puntual y abstracto". La propia autora confiesa que el tiempo aquí es el eje alrededor del cual gira la acción "convirtiendo el pasado en presente y el presente en un tiempo que contiene todos los tiempos posibles". También la guerra y su cicatriz más purulenta, la venganza. Además del tiempo, la guerra y su derivada, la venganza y como evolución necesaria, la justicia. Ideal que debe convertirse en norma de convivencia del nuevo sistema que se va a llamar democracia y que necesitará de la participación ciudadana. Del ciego ojo por ojo a la cesión, a la delegación de la violencia al colectivo, al estado, a la polis que, reunida en el Areópago, ejercerá esa misma violencia de forma colectivizada y legal para castigar la falta. Junto al tiempo, la guerra, la venganza y la justicia, la información, que debe estar al alcance de los ciudadanos y que debe evitar la mentira y la manipulación que el poder va a querer siempre ejercer sobre ella.
Y estamos aquí, de nuevo, en el teatro. Y el teatro, de nuevo, se convierte en escuela de democracia, igual que en la Atenas del siglo V a. de C. De nuevo el teatro como manifestación cultural, religiosa y festiva, participado por todos aquellos que deberíamos sentir esa "compassio" por Orestes..., pero, mirando al ágora, escudriñando esa cavea, lo único que percibo es duda. Orestes es duda: sin ser malo, no es bueno; teniendo cualidades, son más escandalosos sus defectos. Como todos nosotros, sin haberlo provocado (o sí) se ve impelido a la mayor de las desgracias. La gran pregunta es... ¿nos identificamos con él? Al igual que el hijo de Agamenón, vivimos una tragedia por no poder eludir nuestro destino, aunque, deus ex machina, Apolo o Atenea intercedieran por nosotros.
Ahí está Orestes, el Atrida, descendiente de Atreo de Micenas. Ahí está la maldición de su familia, que arranca con Tiestes, padre de Egisto, saboreando a sus propios hijos en aquel famoso banquete. A Agamenón sacrificando a Ifigenia. A Clitemnestra, esposa de Agamenón, matándole como castigo por la muerte de su hija. A Orestes, hermano de Electra e hijo de Clitemnestra y de Agamenón matando a su madre y al amante de esta, Egisto, sopena de las iras de Apolo, que le ha amenazado si no lo hace, comido por la duda y el remordimiento. Porque Orestes es duda, como Hamlet. Es remordimiento perseguido por las Erinias. Orestes y Hamlet odian a sus madres y las matan. Ambos adoran a sus padres. Ambos son misóginos: uno odia a Clitemnestra, el otro a Gertrudis (y a Ofelia). Pero Orestes se enfrenta a un problema irresoluble: o se enfrenta a las Erinias del padre y a la amenaza de Apolo si no se venga, o se enfrenta a las Erinias de la madre tras vengar al padre por orden de Apolo. Se debate por tanto entre un terrible mal y un mal espantoso: el descanso del espíritu paterno o su propio equilibrio... Opta por la venganza, a pesar de que las Erinias, espantosos espíritus vengadores de los crímenes familiares le persiguirán y le atormentarán, tanto y de tal forma que Apolo se presenta ante él y le ordena que busque refugio en el templo de Atenea en Atenas. El fantasma de Clitemnestra sigue acosándole y le envía al templo a las Erinias, que son expulsadas por Apolo. Aparece Atenea. Escucha a las dos partes y no toma partido por ninguna. Reúne a los mejores ciudadanos y les hace decidir. Es la constitución formal del Areópago. Apolo defiende a Orestes y el coro argumenta en defensa de las Erinias. La votación resulta en empate que deshace Atenea con su voto de calidad en función de Orestes, pero sin absolverlo del crimen cometido. Erinias y Atenea discuten y ésta les ofrece ser las protectoras de la polis y benefactoras de Atenas, como Euménides.
Ahí está, insisto, Orestes, ahora un triste remedo del héroe vengador de Las Coéforos, desvaído, insignificante, inerme, incapaz de enfrentarse a lo sobrehumano, defendido por Apolo, que lanza un argumento que Garantivá revisita: Orestes está más obligado a vengar al Padre que a respetar a la madre, porque los hijos nacen de la simiente del padre, mientras que las madres son meras nodrizas. Lejos de un exabrupto machista, informa de una legislación que entró en vigor en Atenas poco después de la representación de esta obra, que negaba la ciudadanía a hijos nacidos de extranjeras. Mas allá de esta línea de defensa, el coro también argumenta que si no se castigara a Orestes, todo derivaría en impunidad de los delincuentes, triunfo de la anarquía, indefensión de los padres y suspensión de leyes ancestrales. Las razones de todas las partes están claras. Ahora quien decide es la justicia, y Garantivá nos sitúa en un debate entre un juez y una periodista (lawfare en toda su extensión), que terminan acordando que lo mejor es que "Orestes se vaya de rositas" y viva en paz. La justicia no es el triunfo de la razón. Las leyes son, en demasiadas ocasiones, injustas. La justicia es instrumentalizada manteniendo una apariencia de legalidad, para conseguir fines que, en esencia, son políticos. Los medios (incluso los poéticos, ¿verdad, Esquilo?), junto con los jueces, construyen la narrativa y dan forma a la opinión pública. Si es por aquí por donde Garantivá quiere hacernos entrar, me rindo ante la propuesta y me pierdo de nuevo en el deslumbramiento que me producen siempre los mitos, los clásicos y la filosofía.
Y hasta aquí mi comentario acerca del texto dramático, para dar paso a la crítica de la representación teatral a la que asistí. Y siendo canónico, voy a comentar el drama que se me planteó comentando los cuatro elementos fundamentales del mismo: espacio, tiempo, personaje y público. Si toda acción dramática es el resultado de la interrelación entre estos cuatro elementos, veamos por qué, a mi parecer, esta representación no funciona.
En cuanto al espacio, desde el comienzo aceptamos que la relación entre sala y escena será una constante. Por tanto, jugamos en escena abierta parcial que es perceptible para el público desde antes del comienzo de la obra, desde antes de que el mundo mítico nos muestre su doble cara, dramática y escénica. En el transcurso del drama, veremos que los personajes (la periodista) invaden la sala y nos interpelan directamente, en esa magia en la que somos convertidos en personaje ficticio: en el Areópago. Somos así dramatizados de forma implícita, creándose un espacio diegético que juega con la apertura y el cierre de la escena. Si al principio somos espectadores del mito, detrás de la cuarta pared que dicta la escena cerrada, hacia el final somos personajes del drama cuando la representación echa abajo esa pared y nos convierte en tetragonistés.
El espacio dramático, de la representación teatral en sentido estricto, juega (como no puede ser de otra forma) con el espacio múltiple, en los que se va desarrollando la acción. Del palacio de Argos a los aposentos de Agamenón, a su bañera, al lecho donde Clitemnestra y Egisto se solazan, a...
Es fundamental para cualquier consideración sobre el diálogo dramático tener en cuenta el carácter triangular, el doble circuito interno y externo de la comunicación en el teatro. Es decir, la orientación hacia el público de cuanto los personajes dicen, la mayoría de las veces simulando ignorar ese destino último de sus discursos (y digo la mayoría de las veces, porque hoy fuimos ignorados totalmente). Según Kennedy, en el diálogo dramático el público debe poder, gracias a la distancia estética, ir más allá de la inmediatez del discurso. Detrás de cada réplica debe haberse desplegado, por un efecto acumulativo, todo el mundo referencial de la obra. Y los diálogos deben caracterizar a cada personaje (bueno, luego vino Valle-Inclán a subvertir esta norma). Y el discurso transmitido por el diálogo dramático debe ser entendido. Debe ser decible. El actor debe poder decirlo: entonación, ritmo, intensidad, acento... En esta obra el espacio de la fábula existe por la palabra, que sustituye al decorado para dar contenido dramático al espacio escénico y decorarlo verbalmente. Pero he aquí que el tono de los actores se vio seriamente afectado por una dicción atropellada, poco resuelta, más llevada por el grito que por la actuación. De hecho, en las butacas extremas, y debido sin duda a un problema acústico de esa sala, gran parte del discurso (sobre todo de Orestes y de Clitemnestra) se perdía, creando mucha confusión y no poco pesar. Poca claridad en la dicción sin proyección de las voces a pesar de los gritos y del excesivamente rápido ritmo y articulación descuidada de las palabras; en cuanto a la proyección vocal, creo que debían revisar su respiración y trabajar la resonancia y el apoyo vocal. Así mismo, no vendría mal un mayor control sobre el ritmo y las pausas para marcar las ideas, crear tensión o facilitar la asimilación del mensaje al respetable; tampoco sería desdeñable trabajar el volumen y la dinámica de las voces (los cambios de volúmen son muy oportunos para mantener el interés del público en lo que se dice), y, sobre todo, entender el texto para que la intención del personaje y el subtexto de la obra sea evidente. Por último, la conexión entre el espacio (problemática acústica) y la audiencia exige de un buen actor la consciencia de esas limitaciones y la adaptación de la proyección de su voz para que llegue a todos los rincones sin esfuerzos excesivos. Y no solo la voz. La conexión visual y la energía del actor también contribuyen a la recepción del mensaje por parte del público. Una presencia escénica fuerte (y habría que volver a revisar los conceptos que apuntalan este rasgo) complementa la dicción.evidente desequilibrio sonoro en el que la música tapaba las palabras.