Una versión libre, anotada, de Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores, una de las últimas obras de Federico García Lorca, escrita en 1935, que cuenta la historia de una mujer provinciana que se promete con un primo, que tiene que emigrar a Argentina. Ella le espera, sin más. Él no volverá. Incluso se casará allá con otra mujer.
Remón, en los Teatros del Canal, nos ofrece un destilado de la obra de Lorca, en la que carga las tintas sobre el tiempo suspendido de aquella España de provincias, mesetaria, porque, para Remón, Doña Rosita habla del paso del tiempo. “Mi versión trata fundamentalmente del tiempo y del recuerdo”. Es una tragedia minúscula, en la que lo trágico sucede a hombros del tiempo. No hay muertes. No hay venganzas. No hay crímenes. Solo el tiempo. El tiempo continuo. Tiempo que se llena de palabras que matan el silencio. Tiempo que mata el presente porque lo que de verdad importa ya ha pasado, o va a pasar. “Parece que no pasa nada, pero lo que pasa es el tiempo”. Dice Remón que para él “lo importante es mantener la esencia de Lorca, y no la literalidad de la palabra, para evitar así los ejercicios de antropología teatral”. Así que aquí tenemos al flamante candidato al premio Goya al mejor guión adaptado por “Intemperie”, dirigiendo por vez primera un texto no escrito por él, entrándole a Doña Rosita por uno de sus vértices —el tiempo—, que él entiende como uno de los principales protagonistas de la obra, aunque Federico jamás hablara expresamente de él, porque como él mismo dijo… Doña Rosita la soltera es
«la vida mansa por fuera y requemada por dentro de una doncella granadina que, poco a poco, va convirtiéndose en esa cosa grotesca y conmovedora que es una solterona en España. Cada jornada de la obra se desarrolla en una época distinta. Transcurre el primer tiempo en los años almidonados y relamidos de mil ochocientos ochenta y cinco. Polisón, cabellos complicados, muchas lanas y sedas sobre las carnes, sombrillas de colores… Doña Rosita tiene en ese momento veinte años. Toda la esperanza del mundo está en ella. El segundo acto pasa en mil novecientos. Talles de avispa, faldas de campánula. Exposición de París, modernismo, primeros automóviles… Doña Rosita alcanza la plena madurez de su carne. Si me apuras un poco casi te diría que un punto de marchitez asoma a sus encantos. Tercera jornada: mil novecientos once. Falda entravée, aeroplano. Un paso más, la guerra. Dijérase que el esencial trastorno que produce en el mundo la conflagración se presiente ya en almas y cosas. Doña Rosita tiene ya en ese acto muy cerca del medio siglo. Senos lacios, escurridiza cadera, pupilas con un brillo lejano, ceniza en la boca y en las trenzas que se anuda sin gracia… Poema para familias, digo en los carteles que es esta obra, y no otra cosa es. ¡Cuántas damas maduras españolas se verán reflejadas en Doña Rosita como en un espejo! He querido que la más pura línea conduzca mi comedia desde el principio hasta el fin. ¿Comedia he dicho? Mejor sería decir el drama de la cursilería española, de la mojigatería española, del ansia de gozar que las mujeres han de reprimir por fuerza en lo más hondo de su entraña enfebrecida». (Entrevista concedida a Pedro Massa en 1935, con motivo del estreno de Doña Rosita en Barcelona, interpretada por Margarita Xirgu).
Para Lorca, no para la “anotación” de Remón, el cambio de siglo, el paso del tiempo, determinan el tema y el ambiente de Doña Rosita la soltera, y en ellos se inscribe la tragedia de la soltería española (la femenina) en la España de la restauración, el destino de la mujer que queda «para vestir santos». Como sigue diciendo Federico
«Doña Rosita es una obra en la que he puesto mi mejor sentido. Drama familiar en cuatro jardines. Se trata de la línea trágica de nuestra vida social: las españolas que se quedaban solteras. El drama empieza en mil ochocientos noventa, sigue en mil novecientos y acaba en mil novecientos diez. Recojo toda la tragedia de la cursilería española y provinciana, que es algo que hará reír a nuestras jóvenes generaciones, pero que es de un hondo dramatismo social, porque refleja lo que era la clase media». (Declaraciones a un amigo en 1935).
Tragedia pues, porque como García Lorca sostenía:
“Hay que volver a la tragedia. Nos obliga a ello la tradición de nuestro teatro dramático. Tiempo habrá de hacer comedias, farsas. Mientras tanto, yo quiero dar al teatro tragedias. Yerma, que está acabándose, será la segunda”. (Bodas de sangre fue la primera, La destrucción de Sodoma sería la tercera). (Entrevista concedida a Juan Chabás, en 1934).
Se dice de Doña Rosita que es la obra más chejoviana de Lorca, porque en ella se despliegan las tres claves que el escritor ruso desarrolla en su trabajo: las ilusiones perdidas, la sociedad como cárcel y terreno de juego, y el tiempo como algo que va minando el interior de los protagonistas ”Remón se acoge en esta anotación a la Rosita de Lorca a la tercera de estas claves. Y nosotros nos acogemos a la anotación de Remón para hablar de lo que el tiempo es desde la Filosofía. Y atentos ahora, porque lo que va a ocurrir es una maravillosa travesura en la que van a cruzarse tiempos diferentes, en la que van a producirse combinaciones, pugnas y luchas de cada uno de los tiempos posibles, generando un juego especular en el que podremos perdernos y del que nos recobraremos para comprender, una vez más, que la magia del arte teatral ha vuelto a atraparnos. Que la catarsis se ha vuelto a producir. Para empezar a enredar, tendremos que saber varias cosas. En primer lugar, que en la antigua Grecia existían varias formas de tiempo, a diferencia de nuestros días bárbaros en que todo lo medimos con un único tiempo: el tiempo de lo productivo. Allí, cada tiempo estaba personificado por una deidad, cuya representación ya informaba de sus características. Tres dioses: Cronos, Kairós, Aión. El primero de ellos, Cronos, el dios que rige nuestra vida cotidiana, nuestra vida de pobres hormigas, el más implacable. A él se le profetizó que uno de sus hijos se rebelaría contra él, así que está forzado a devorar todo lo que de él nace. Necesita destruir el ser para seguir siendo. Mata todo lo finito para permanecer infinito. Es el dios de lo eterno; del eterno nacer y perecer; es la duración, el espacio de tiempo que hay entre la vida y la muerte; es el presente con su pasado y su futuro. Cronos es el tiempo del movimiento, del trabajo, de lo que Aristóteles llama las acciones imperfectas, que tienen su fin desgarrado fuera de ellas y que se consideran inservibles en cuanto se ha llegado al fin buscado. Es el tiempo del reloj, del antes y del después. El segundo, Kairós, es una divinidad menor, un diosecillo, un daimon. Hijo de Zeus y de Tyche, diosa de la fortuna, se representa como un adolescente con pies alados que levanta una balanza desequilibrada en su mano. Calvo, salvo un mechón largo en la frente. Bello. Velocísimo. Es heredero del tiempo, pero puede interceder ante su madre y conseguir que nos favorezca de vez en cuando, haciendo que la fortuna nos sonría con un instante genial dentro del reinado plomizo de Cronos. Para ello, hay que buscarlo, hay que encontrarlo (suele esconderse) y hay que agarrarlo en el momento justo (o se escapará). Su belleza tiene que ver con la oportunidad. Por ello, Kairós siempre se vincula a las artes, como nos dice Aristóteles en su Física. Si Cronos es una divinidad-eternidad, un absoluto que habita en el panteón olímpico, Kairós es la excepcionalidad. Nosotros, humanos, vivimos siempre buscando a Kairós. Necesitamos de él para que Cronos no venza y nuestra existencia no se convierta solo en un nacer y un morir. Como humanos vivimos entre dos mundos: el de la eternidad mortal que va de la nada a la nada y el del placer eterno que no muere (la vida plena); el del trabajo que nos hace sufrir y el placer que nos provoca el éxtasis; el del sufrimiento de las dietas de adelgazamiento (la biopolítica) y la dulce agonía del amor; el del engorro de los atascos y el cada vez más atiborrado transporte público, y el del placer estético del arte en un museo, de la música en una sala de conciertos, de la tragedia en un teatro... Vivimos entre estos dos polos, pero no pertenecemos enteramente a ninguno de ellos. Gracias a Kairós, podríamos vivir cientos de años, podríamos vivir mil veces más de lo que lo hacemos por culpa de los relojes (de Cronos). Por Kairós, podemos pensar un cuarto de hora en un minuto y medio. Kairós es el momento oportuno. La ocasión. Es un tiempo, pero también es un lugar, un espacio distinto del espacio de la duración o del recorrer de las manillas del reloj. Un lugar-tiempo donde nos escondemos de Cronos y nos arrojamos a los brazos de un tercer tiempo —Aión—, del que hablaremos seguidamente. Kairós es el acontecimiento. Aquello que perseguimos siempre. Kairós es necesario para descubrir a ese Aión mientras vivimos en medio de Cronos, violentándolo, haciendo que todo cambie. La suma de todos los Kairós que experimentamos en nuestra existencia dan forma a los hitos (esos lugares-tiempo), esos parones, esas frenadas en medio del rectilíneo sendero de Cronos, que se dirige indefectiblemente hacia la muerte, en un trayecto que va desde la nada hasta la nada, en el que la nada es un presente sin consistencia, pues solo es un pasar, un devenir, como las modas, como el mercado. Kairós es el tiempo-lugar único e irrepetible. No es presente porque siempre está por llegar, porque siempre ya ha pasado. Es inasible. Nos sobrevuela. No lo podremos medir nunca, porque nuestras medidas son abstractas para él. No hay manera de medir a Kairós según las pautas de Cronos: no tiene duración, no tiene comienzo, no tiene fin. Y eso independiza a Kairós de Cronos, y así descubrimos que es Kairós quien da la pauta a Cronos, introduciendo el tiempo de la vida en el tiempo de la muerte. Kairós es el instante, el acontecimiento que marca el tiempo a Cronos. Al tiempo lo marcan los acontecimientos. Por lo tanto, la historia no se cuenta en unidades de Cronos,sino en unidades de Kairós. En hitos. En esos momentos esquivos y extraños, con su propia temporalidad y localidad, que nos abren la puerta a la vida sin muerte. A la vida sin fatiga ni desgaste. Los hitos son algo que marca un antes y un después, y que hace que el mundo no siga igual. Por ello se conmemoran los acontecimientos: no porque nos hagan ver el paso del tiempo, sino que nos hacen saber que hay temporalidades que no pasan, que son las que nos constituyen. Por ello, Kairós es fiesta y arte: es el tiempo de la celebración, el tiempo festivo,opuesto al tiempo del trabajo. Kairós-fiesta congrega. Trabajo-Cronos separa,divide. Kairós-fiesta suprime las ideas de meta a alcanzar, porque la propia fiesta es meta (y ya se está en ella). Kairós-fiesta comporta un tiempo lleno, un tiempo propio: ofrece tiempo, lo detiene, invita a demorarnos en ella. Y la fiesta, cuando vuelve, instaura el orden del tiempo cotidiano y vacío, de Cronos. Kairós es el lugar del tiempo/arte, porque las artes nos hacen localizar las epocalidades, marcan el pulso, la respiración, el pliegue y despliegue del tiempo de la vida. Ese tiempo en el que se puede vivir y habitar la nada de Cronos, el tiempo de la muerte, necesario también, por otra parte. La pequeñez y la grandeza del mortal es estar entre la vida y la muerte. Kairós es el dios de las personas con inquietudes intelectuales, y es las artes y es las fiestas, aunque no todo es Kairós y no todo es arte. No cualquier experiencia subjetiva es arte. Es arte cuando es objetivo, cuando se puede comunicar, cuando realmente introduce una temporalidad dentro de otra. El arte debe realizar la gran piedad de, una vez experimentado el tiempo pleno, no matarlo, dejándolo únicamente en nuestros recuerdos individuales, que morirán con nosotros. El arte tiene el reto imposible y a la vez necesario de hacer que acontezcan los acontecimientos, de crearlos en medio de la aridez de Cronos. Eso es el teatro: un ejercicio de extrañamiento en el que el espectador es obligado a tomar partido en la escena, a vivirla y vivirla como nueva. Un pestañear de Kairós en una inmensidad ¿inmensidad? de Cronos. Una vida entera metida en unos minutos. El tercero, Aión, no es ningún dios genético. Siempre está. No nace. No tiene origen. No tiene que sublevarse contra nada, ni comerse a nadie para ser eterno. Tan solo da. Aión es el tiempo de la vida que siempre retorna. Ouroboros, es la serpiente que se engulle su propia cola y que indica el eterno retorno como excepción a la muerte de todo lo que puede. Hay muerte en Cronos. Cada invierno, todo muere, pero siempre hay repetición, y cada primavera todo renace. Aión: viejo y niño a la vez. Dios de la vida y no de la vida que muere. Dios, a la vez, del pasado, de la vejez y de la eterna juventud, del futuro. Futuro y pasado liberados de la tiranía de Cronos. Aión es el eterno estar y retornar, lo que hay entre nacer y morir. Entre nada y nada. Lo pleno. El tiempo pleno de la vida sin muerte. El pasado futuro independiente del presente. El tiempo de los libros, de los cuadros, de las músicas, siempre nuevos aunque se lean, se miren, se escuchen infinitas veces. Aión es el éxtasis que sobrevuela los movimientos. Acción perfecta que tiene el fin en sí mismo: veo y continúo viendo, amo y continúo amando. Acción sin muerte aunque todos muramos, porque el amor y el ver no dependen de nosotros, sino más bien nosotros de ellos. Aión, el tiempo del placer y del deseo, en el que el reloj desaparece.
Ya estamos familiarizados con los tres tiempos griegos. Y hablábamos del juego especular que se produce en la obra de Remón. Pasemos a narrarlo: nosotros, esclavos de Cronos, inmersos en la cotidianeidad de nuestra existencia, en viaje imparable hacia la nada de la que venimos, nos encaminamos a los Teatros del Canal, en los que (a una hora concreta, marcada, innegociable) va a comenzar una función de teatro. El reloj marca rítmicamente la acción imperfecta de nuestro recorrido, acto inservible una vez llegados, e inútil también si, por cualquier azar, no lo logramos a tiempo. Así, sumisos y sabedores de la tiranía de Cronos, obedecemos al reloj. Debemos ser puntuales, pero vamos por el camino paladeando un cierto gustillo a venganza, conscientes de que es posible que engañemos al omnipotente, al omnímodo, que puede ser que encontremos en el teatro, una vez más, un escondite. Buscamos un lugar/tiempo único. Un hito irrepetible que nos ayude a construir nuestro tiempo, nuestra historia. Ansiamos introducir vida en medio de la muerte. Anhelamos que los dioses de la tragedia hagan de las suyas y permitan la aparición del daimon del mechón. Sabedores de que de nuestras aptitudes dependerá poder agarrarlo al vuelo y escapar durante esos infinitos instantes de las garras del terrible devorador, nos mostramos agitados, afanosos, esperanzados. Porque nos bastarían esos momentos de emoción para vivir, esos en los que, algunas veces —no muchas, pero algunas—, instalados en nuestro particular Kairós, vencido Cronos, aparece de repente Aión. Es ahí cuando la catarsis total se produce. Ahí el éxtasis nos invade. La vida ha vuelto a pararse en ese camino hacia la muerte. Estando instalados en un lugar-tiempo diferente, de repente todo se detiene. La experiencia estética irrumpe en forma de lo sublime, de aquello en comparación de lo cual toda otra cosa es pequeña. Sublime porque nos ha librado de la determinación de Cronos. Kant decía que“experiencias así elevan las facultades del alma por encima de su término medio y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de resistencia de una especie totalmente distinta”, que nos da valor para poder medirnos con el poder omniabarcante de Cronos. Y entiendes en ese instante que no hay nada más que el arte, nada más que la experiencia estética. Que por ella soportamos Cronos. Que por ella acometemos los trabajos de acoso y sometimiento de Kairós. Y que gracias a ella, en esos momentos, eres dios. Eres inmortal. Porque no hay droga más adictiva.
Pero sigamos con el juego de espejos: huyendo de Cronos, buscamos a Kairós en la Sala Negra de los Teatros del Canal. Comienza la obra y el anotador, Francesco Carril, nos avisa de que vamos a asistir a una fracción del tiempo de la vida de Doña Rosita (Fernanda Orazi), de su Cronos. Concretamente, veinticinco años. ¿Cómo podrían pensarse los veinticinco años de la vida de Rosita en la hora y media de la función si no fuera por la intervención de Kairós? Los tres actos de la obra original nos presentan tres escuetos días. Ese demonio fugaz de la coletilla se está adueñando del espacio y del tiempo y nos está llevando a otra dimensión. A otro lugar, un espacio-tiempo distinto. Propio. Un carmen granadino en el que florecen el eléboro, la fucsia, el crisantemo, la rosa mutabilis. Momento oportuno. Ocasión. Hemos dado esquinazo a Cronos. Nos hemos sumergido en un Kairós, desde el que presenciamos otro tiempo, el Cronos de Rosita, resumido en tres actos que son tres días, que son tres hitos, que son tres lugares-tiempo, por obra y gracia del Kairós. En el original lorquiano, cada momento se representa en un momento breve, un solo día, sin divisiones de cuadro ni escena en la vida de Rosita. En suma, Lorca nos ofrece tres momentos en tres actos. El primero ocurre por la mañana, el segundo por la tarde y el tercero con el crepúsculo. El conjunto produce un tríptico de trípticos: tres fases de la rosa, los tres días de Rosita, las tres épocas de la historia, representando respectiva y colectivamente la fugacidad del tiempo, la degeneración de la esperanza de Rosita, y la pérdida de la inocencia histórica del mundo europeo entre 1885 y 1910, cuando se desintegra la Belle Époque y se anuncian los comienzos de la Gran Guerra.
El acto I (el menos dramático) nos sitúa en la ingenuidad y esperanza de la mañana, en la que Rosita y su mundo tienen un aspecto más poético. En la mañana de las flores, Rosita tiene unos veinte años de edad, es pura poesía, vestida de rosa y flotando en un ambiente tan ingenuo como ella misma. He aquı ́́a la joven Rosita en la Granada de 1885. La tarde (el acto II), está dominada por la espera y el progresivo desvanecimiento de la esperanza. Se intensifica el dramatismo, pero de un modo limitado: el mundo continúa lírico, si bien con tonalidades un poco más agrias y menos inocentes, y con unas notas de patetismo y angustia que no estaban presentes antes. Es la tarde de la rosa, según el lenguaje de las flores, y también la tarde de Rosita misma. El año es 1900. Rosita tiene 35 años de edad, y han transcurrido quince años desde la marcha de su primo-novio, en los que ha esperado el correo y ha seguido alimentando la esperanza de casarse. Como ella misma confiesa, ha dejado de salir de casa, porque la calle delata el paso del tiempo, y los cambios que se ven destruyen las ilusiones: «[…] Pero es que en lacalle noto cómo pasa el tiempo y no quiero perder las ilusiones. Ya han hecho otra casa nueva en la placeta. No quiero enterarme de cómo pasa el tiempo». «Si no viera a la gente, me creería que hace una semana que se marchó. Yo espero como el primer día. Además, ¿qué es un año, ni dos, ni cinco?».. El Ama le dice a laTía: “¿A usted le parece bien que un hombre se vaya y deje quince años plantada a una mujer que es la flor de la manteca?». En otro momento, Cronos se vuelve a hacer presente cuando la Madre alaba el conocimiento que las Solteronas poseen del lenguaje de las horas: «Las doce dan sobre el mundo / con horrísono rigor; /de la hora de tu muerte / acuérdate, pecador»… pero Rosita no se da cuenta de cómo pasa el tiempo. Cuando termina este día de 1900, el mundo de Rosita todavía es (o así lo parece). Solo en el crepúsculo, (acto III) gana la obra su dimensión definitivamente dramática. En el acto III, ya han pasado diez años. Rosita tiene ya cuarenta y cinco. Un reloj llama la atención en la escena cuando marca las seis de la tarde. Dos veces. Ha llegado el tercer momento, el del abandono definitivo. Se ha casado en América el primo. Rosita es la voz apasionada de una mujer auténticamente lorquiana, atrapada en sus circunstancias y vencida por el tiempo. Lo único que le queda, según lo confiesa ella misma, es su dignidad. Hasta su nombre se le ha quitado: ya no es Rosita sino doña Rosita, deshojada por el tiempo como la rosa mutabilis, su contrafigura botánica que poetiza el tiempo. Rosita vive sometida al implacable Cronos. Veinticinco años. Y solo siente la bendición de un Kairós en esos momentos en los que recibe las cartas que traen noticias de su primo. Esos instantes en los que burla la tiranía de Cronos. Esos tiempos sin tiempo, momentos en los que el reloj parece detenerse, benévolo, y alimenta y renueva la ilusión de un tiempo de calidad en el que sentirse bendecida.
Juegan en la obra los tiempos: Cronos, Kairós y Aión. Cronos lo devora todo en una demostración de su poder implacable y lleva indefectiblemente a Rosita a su futuro. Es invocado por Rosita y su primo al hacerse promesas, y se hace omnímodo y amenazador, volviendo obsoleto todo presente, obligando a marcarse nuevos objetivos, provocando razonamientos y excusas, insatisfacciones, tristezas. Para Rosita, Cronos se hace omnipresente, lineal. Progresivo. Para sobrevivir, para resistir, Rosita tiene que echar mano de Kairós, de la promesa que su primo le hizo, que da una esperanza que solo aparece en sus ilusiones, en sus ensoñaciones, en sus recuerdos, en la lectura de la correspondencia, en la espera de esa correspondencia. Y Rosita añora. Transcurre su día de flor añorando. Añora el momento exacto en que Kairós apareció en su vida, siente todavía en sus manos el tacto de ese mechón de pelo que no supo agarrar. Que podría haber cambiado su destino (¿por qué no se iría con su primo?). Kairós le hubiera regalado ese futuro que tanto deseaba. Sin exigir ni esperar nada de ella. Pasó por su lado (por el lado de ambos) y no les llevó con él. Cronos acechaba. Y ahora que lo sabe, Rosita maldice a Cronos, que le impidió subirse a las espaldas de la oportunidad. Maldice ese momento en que no supo analizar desapasionadamente la situación, de forma fría. Ahora sabe que si hubiera estado atenta, podría haber anticipado el paso de Kairós y podría haber agarrado aquel mechón de pelo y cambiado su futuro. Y la tragedia de Rosita es que nunca, jamás, conocerá a Aión, ese tiempo niño y anciano, dios generoso y satisfecho, que no contempla los planes u objetivos de la joven, que desdeña su plenitud, que le hace perder el sueño, que desatiende la consumación de sus anhelos. Rosita no conocerá nunca el tiempo pleno de la vida sin muerte. Por la promesa presentida de ese Aión, Rosita piensa que hizo bien, que hace bien, que no es tanta la espera, que tiene sentido. Pero según va avanzando su día de flor, le cuesta más y más engañar a Cronos y forzar algún Kairós. El estruendo que Cronos genera a su paso dificulta crear esos espacios de silencio y quietud, necesarios para oír la cercanía de cualquier oportunidad.
El crítico irlandés Vivian Mercier, dijo de la obra de Beckett, Esperando a Godot,que era una obra en la que nada ocurre dos veces, puesto que, con sutiles diferencias, el segundo acto es una repetición del primero. Para Remón, igualmente Rosita es una obra en la que —aparentemente— nada ocurre, salvo el tiempo. O los tiempos, añadiría yo. Y esa confluencia y superposición de capas temporales es una experiencia en sí misma, que merece la pena vivir.
Reparto: Fernanda Orazi, Francesco Carril, Manuela Paso
Escenografía, Mónica Boromello
Iluminación, David Picazo
Vestuario, Ana López Cobos
Espacio sonoro, Sandra Vicente
Ayudante de dirección, Raquel Alarcón
Versión y dirección, Pablo Remón
Producción ejecutiva, Rocío Saiz
Dirección de producción, Jordi Buxó
Distribución, Caterina Muñoz
Una producción de la Comunidad de Madrid y Buxman Producciones, con la colaboración de La Abducción.