Salgo de ver Joker. De extasiarme ante el trabajo actoral de Joaquin Phoenix. Han sido dos horas de catarsis continuada. Algo me ha removido dentro que me impele a escribir. Algo ha ocurrido. Se ha iniciado en mí un proceso de aclaración de algo, de despeje. He vivido el cine como una experiencia estética en estado puro. Una vez más, el viejo Aristóteles, siempre actual, ha dado en el clavo: esa fusión de lo formal, lo emocional y lo conceptual, ese libre juego de las facultades tan del gusto de Kant, ha producido su efecto mágico y no me ha dejado respirar durante la proyección. Catarsis, he dicho arriba, y he dicho bien: catarsis lukácsiana. Entré en la sala de proyección como un hombre “entero”, y durante las dos horas de ilusión me convertí en un hombre “enteramente”. Hoy escribo esto, y ya no soy igual. No estoy siendo igual. Estoy en medio de un proceso de aprendizaje.
La crítica no está segura de cómo clasificar a Joker: ¿es solo una pieza de entretenimiento (como otras películas de Batman), un estudio en profundidad de la génesis de la violencia patológica o un ejercicio de teoría cultural? Por mi parte, pretendo hacer un pequeño repaso por las aportaciones que algunos filósofos y pensadores han hecho apoyándose en la obra de Phillips y de Phoenix, aportando algunos puntos de vista personales.
He leído que, para Michael Moore, Joker es "una crítica social oportuna y una ilustración perfecta de las consecuencias de los males sociales actuales de Estados Unidos", y señala que, de la mano de la historia del origen del protago-nista, examina el papel de los banqueros, el colapso de asistencia sanitaria y la división entre ricos y pobres.
También plantea la pregunta: ¿qué pasa si un día los desposeídos decidiéramos luchar? En mi opinión, las fáciles y evidentes observaciones de Moore, así como la pregunta final, demuestra que está lejos de haber entendido realmente la película. Parecen apresurados esfuerzos por arrimar el ascua a su sardina contestataria anti-imperialista y puntualmente anti-trumpista. Porque la película no nos plantea jamás esa pregunta. No sugiere ni vaticina un hartazgo crítico que encienda la chispa de la revolución. Ni siquiera retrata al desposeído siendo consciente de su desposesión. Todo lo más, deja ver, al final, una escaramuza. Una revuelta más en un paisaje —Gotham— cuyo momento modal está en ese equilibrio, en esa forma de orden —corrupto, hediondo, maldito— cuyas fluctuaciones dejan ver los modos de relación de sus habitantes en constante intercambio con el medio, sin intentar alterarlo o cambiarlo.
Antes de que Joker se estrenara, los medios de comunicación y el FBI advirtieron que podría incitar la violencia de los incels[1]. Según Moore, en lugar de sentirse inspirados para cometer actos de violencia, los espectadores agradecerían que esta película les haya conectado con un nuevo deseo: el de no correr hacia la salida más cercana para salvar su propio trasero, sino pararse y luchar , centrando su atención en el poder no violento que tienen en sus manos cada día". No se ha enterado de nada.
También Žižek ha querido comentar la película[2] y contestar a Moore: ¿realmente funciona así? El "nuevo deseo" que menciona el americano no es el deseo de Joker: al final de la película, el antihéroe no tiene poder, y sus arrebatos violentos son solo explosiones impotentes de ira, expresiones de su impotencia básica. La paradoja es que sentimos que el Joker es la violencia potencial (en el sentido de representar una amenaza para el sistema existente) solo cuando renuncia a la violencia física. Esto no significa que las acciones de Joker sean inútiles: la lección de la película es que tenemos que llegar a este punto cero (el fondo de la autodestrucción) para liberarnos de las ilusiones que corresponden al interesado despliegue de espejismos que el orden existente pondrá ante nuestras voluntades para adormecerlas de nuevo.
Entre otras cosas, esta inmersión en el mundo oscuro de Joker nos cura de ilusiones y simplificaciones políticamente correctas, como el consentimiento sexual, por ejemplo. Hablamos de la relación de su madre con Thomas Wayne. En este mundo, no puede tomarse en serio la idea de que el consentimiento en las relaciones sexuales las haga verdaderamente consentidas. ¿Hubiera consentido la mamá de Joker el asedio del papá de Batman si la relación entre ellos hubiera sido una relación entre iguales? El "discurso de consentimiento" es en sí mismo una gran farsa. Es un esfuerzo ingenuo superponer un lenguaje igualitario inteligible y ordenado de justicia social sobre el oscuro, incómodo, implacablemente cruel, traumático reino de la sexualidad. Las personas no saben lo que quieren, están perturbadas por lo que desean, desean cosas que odian, odian a sus madres pero quieren follárselas, y así sucesivamente, para la eternidad. Podemos imaginar fácilmente a Joker reaccionando con su risa ante la afirmación de que "fue consentido, así que estuvo bien", ya que así fue como su madre arruinó su vida.
En El Caballero Oscuro, de Christopher Nolan, el Joker es la única figura de la verdad: sus ataques terroristas a Gotham se detendrán cuando Batman se quite la máscara y revele su verdadera identidad. Joker quiere revelar la verdad debajo de la máscara, convencido de que así destruirá el orden social. No es un hombre sin máscara, sino un hombre completamente identificado con su máscara, un hombre que ES su máscara: no hay nada, ningún "tipo ordinario" debajo de ella. El Joker de Nolan no tiene una historia de fondo y carece de una motivación clara: se burla de la teoría del trauma profundamente arraigado que lo impulsa a actuar como lo hace.
Pero el Joker de Phillips es otra cosa. Fleck se convierte en Joker en el instante en que le dice a su madre “¿Sabes lo que realmente me hace reír? Solía pensar que mi vida era una tragedia. Pero ahora me doy cuenta de que es una jodida comedia". Según Žižek, debido a este acto, Joker puede no ser moral, pero es ético. Debemos tomar nota del momento exacto en que Fleck dice esto; después, mientras está de pie al lado de la cama de su madre, coge la almohada y la ahoga hasta la muerte. ¿Quién, entonces, es su madre? “Ella siempre me dice que sonría y ponga una cara feliz. Dice que me pusieron aquí para difundir alegría y risas". ¿No es esto el ejemplo de un superyó materno en estado puro? No es de extrañar que ella lo llame Happy, no Arthur. Al matarla, se deshace del control que tiene sobre él y se identifica completamente con la orden que le dio de reír.
Su risa. Esa risa. Su propensión a los estallidos de risa compulsivos e incontrolables es paradójica: es literalmente extrema (para usar el neologismo de Lacan), íntima y externa. Arthur insiste en aquello que forma el núcleo de su subjetividad: ‘¿Recuerdas que solías decirme que mi risa era una enfermedad, que había algo mal en mí? No lo es. Ese es mi verdadero yo". Pero es externo a él, a su personalidad, experimentado por él como un objeto parcial automatizado que no puede controlar y con el que termina por identificarse por completo. La paradoja aquí es que, en el escenario edípico estándar, sería la presencia del padre la que permitiría a un individuo escapar de las garras del deseo maternal; en Joker, empero, la función paterna no se ve en ninguna parte, por lo que solo puede superar a la madre si se identifica en exceso con ese dominante superyó materno.
Al final de la película, Joker aparece como un líder tribal sin programa político, solo al frente de una explosión de negatividad: en su conversación con Murray (de Niro), Arthur insiste dos veces en que su performance no es política. Refiriéndose a su maquillaje de payaso, Murray le pregunta: "¿Qué pasa con tu cara?, ¿eres parte de la protesta?", a lo que Arthur responde: "No, no creo en nada de eso. No creo en nada. Simplemente pensé que sería bueno para mi actuación ". Y, más tarde: "No soy político. Solo trato de hacer reír a la gente".
No hay trazas (casi) de militancias izquierdistas en el universo de la película; es solo un mundo plano de violencia y corrupción globalizadas. Los eventos caritativos de Wayne se representan como lo que son: asépticos, mediáticos, herramientas de RRPP en manos de políticos o de candidatos: esa diversión humanitaria de los ricos privilegiados. Sin embargo, es difícil imaginar una crítica más estúpida a Joker que el reproche de que no se desarrolle una alternativa positiva a su revuelta. Imagínense una película filmada en esta línea: una historia edificante sobre cómo los pobres, los desempleados, sin cobertura de salud, las víctimas de las pandillas callejeras y la brutalidad policial, etc., organizan protestas y huelgas no violentas para movilizar a la opinión pública, en una versión no-racial de Martin Luther King. Sería una película extremadamente aburrida, sin los excesos locos que hacen de Joker una película tan atractiva para los espectadores.
Aquí llegamos al quid de la cuestión: dado que a los izquierdistas les parece obvio que tales protestas y huelgas no violentas sean la única forma de proceder para ejercer una presión eficiente sobre quienes están en el poder, ¿estamos lidiando aquí con una simple brecha entre la lógica política y la eficiencia narrativa? Para decirlo sin rodeos, los estallidos brutales como los de Joker son tan dañinos como efectivos, pero constituyen una historia interesante. Mi hipótesis es que tienes —como Joker— que experimentar la autodestrucción, no de forma efectiva, sino sentirla como una amenaza, como una posibilidad. Solo así el Joker —o nosotros— puede —podríamos— romper las coordenadas de este sistema existente y dilucidar algo realmente nuevo.
En su interpretación de la caída del comunismo de Europa del Este, Habermas demostró ser el último fukuyamista de izquierdas, aceptando silenciosamente que la democracia liberal existente es el mejor sistema posible y que, aunque deberíamos esforzarnos por hacerlo más justo, etc., no debemos desafiar sus premisas básicas. Es por eso que acogió con beneplácito precisamente lo que muchos izquierdistas vieron como la gran deficiencia de las protestas anticomunistas en Europa del Este: el hecho de que estas protestas no fueran motivadas por ninguna nueva visión de un futuro poscomunista —como él lo expresó, las revoluciones de Europa Central y del Este eran revoluciones 'rectificadoras' o 'de recuperación': su objetivo fue permitir que las sociedades de Europa central y oriental obtuvieran lo que los europeos occidentales ya poseían, es decir, la normalidad occidental—. Sin embargo, la actual ola de protestas en diferentes partes del mundo tiende a cuestionar este mismo marco y da la razón a la aparición de Jokers.
Cuando un movimiento cuestiona los fundamentos del orden existente, sus razones fundacionales, es casi imposible obtener protestas pacíficas sin excesos violentos. La clave de Joker reside en la ausencia de propuestas. Solo experimenta un conatus spinoziano, indefinido, connatural a él, autodestructivo. No piensa en cambios sociales. No es ningún líder. De hecho, no deja de sorprenderse ante la mímesis que provoca en los descontentos puntuales. Cómo pasar del impulso autodestructivo al deseo de un nuevo proyecto político emancipador es una receta que nadie encontrará en la película. Somos nosotros, los espectadores, los que deberíamos sentirnos invitados a llenar esa ausencia. Pero no lo haremos. Nos creemos todavía en capacidad de perder algo, y no queremos arriesgarnos. Ese es el triunfo del sistema: Diógenes pensando en poner su tonel bajo la hégira del sistema Airbnb.
Por su parte, Roberto Aramayo, profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC, e historiador de las ideas morales y políticas, en su artículo “Joker o las máscaras del descontento”[3], dice que “el filme plantea problemas de gran calado, que desafortunadamente son muy actuales, como por ejemplo la soledad y el engaño, los trastornos mentales y la confusión del mundo real con el imaginario, las noticias falsas y el fingimiento continuo, el desprecio hacia lo diferente y los estallidos de violencia social”. Joker, sin proponérselo, se convierte, para Aramayo, en el detonante de una violenta insurrección social y cosecha emuladores que le idolatran, tras haber cometido un asesinato en la televisión, en directo. Erróneamente, desde mi punto de vista, el profesor Aramayo otorga a Fleck un anhelo de caudillaje que del todo punto es inexistente. Puede verse cómo él mismo se sorprende del efecto que causa, cómo gradualmente va siendo consciente de la relevancia de sus actos, pero en ningún momento acaudilla, lidera o capitanea ninguna acción. Llega incluso Aramayo a llamarle taumaturgo administrador de credos, demostrando o bien que no ha visto la película o bien que la usa solo como excusa para exponer teorías filosóficas en las que el significado de Joker se diluye o no existe.
En mi opinión, la película no nos conmina a realizar acción alguna. No nos despierta. No mueve a nada, si no es a avergonzarnos de lo que acabamos de presenciar. Dos horas de catarsis non stop, en la que nos vemos acusados, apuntados con el dedo culpabilizador, porque nosotros hemos hecho al Joker. Nuestra indolencia. Nuestro silencio. Fleck es el espejo que nos devuelve el crudo reflejo de aristas cortantes en el que la realidad no está enmascarada, edulcorada, camuflada por los velos del capitalismo y sus falsas sensaciones de bienestar. Somos el Joker porque en él nos encontramos.
Contra Žižek, opino que la película no muestra las consecuencias del despertar social —que no lo hay—, sino la esterilidad del estallido. Joker, símbolo, no tiene ningún poder. El pueblo levantado vive momentos efímeros de liberación de una rabia que volverá a hacerse clandestina e inocua tras la represión económica en forma de multas y los espejismos neoliberales que surgirán inmediatamente, esos narcotizadores de conciencias. Joker atrae porque es desvelamiento, es el rayo que rompe la noche y nos crea la ilusión de la visión por unos segundos, para comprender acto seguido que ese rayo nos ha deslumbrado, y que la ceguera es aún mayor.
Porque hay mucho de Kierkegaard en la historia de Arthur Fleck. En su libro “Lo uno o lo otro”, en los Diapsálmata, su primera sección, el danés usa la figura del payaso[4]. El bufón que dice la verdad en medio de la risa de la masa incrédula. El eterno conflicto entre el conocimiento y la estupidez. ¿Hay que creer al payaso que grita la verdad o a los mass media que la fabrican y nos intoxican con esas paparruchas que siempre tienden a apoyar intereses espurios? Joker nos avisa: hay un incendio que amenaza la sociedad y los logros sociales alcanzados hasta la fecha, que, aunque insuficientes, son nuestros por derecho. Y ese fuego tiene todos los ingredientes para prosperar: el combustible de la desigualdad; el comburente de la indignación creciente; la chispa (puedes elegir la primera que se te venga a la cabeza, aunque la mejor, la definitiva, está por venir) y la reacción en cadena de los levantamientos populares. Y la premonición de la chispa que hará saltar todo por los aires es la risa del Joker, la risa de Fleck, mejor dicho. Esa risa que es una respuesta a situaciones injustas, falsas, violentas. Por esa risa modula su tensión. Gracias a esa risa tan incómoda Fleck consigue contenerse y no convertirse en Joker. Y solo cuando esa risa artificial, enfermiza, demente pero al mismo tiempo providencial se convierte en risa auténtica (al final de la película, cuando Fleck, en el plató de televisión está a punto de acabar con Murray), solo cuando ya no hay válvulas de alivio, es cuando Fleck deviene Joker.
Y aquí está Nietzsche. Primero, hay algo de dionisíaco en el Joker, en cuanto a que expresa un estado primitivo y salvaje dominado por la desmesura. Uno siente ante la cascada de sinrazones y desdichas que le acosan desde el primer instante cómo aquellas palabras de Sileno dan razón de la catástrofe presentida: “lo mejor habría sido no haber nacido, pero una vez que se ha nacido, lo mejor es morirse pronto”. En Fleck no hay atisbos de idealización alguna, y esa es la condición de posibilidad para que la potencia destructiva dionisíaca se enseñoree de su vida y se convierta en una experiencia sublime. Joker no nos comunica argumentos, historias o conceptos morales. No hay suspense artificial para mantenernos atentos. Su acción es mitológica, puesto que todos los que estamos en la sala ya conocemos cuál será el desenlace. Sin embargo, consigue atraernos, pegarnos a la butaca. Nos hace copartícipes y recreadores de la obra misma, de su inspiración y de su vínculo inmediato con esas potencias que todos atesoramos en algún lugar de nuestro acervo cultural (por muy brutos que seamos).
Arthur Fleck —y seguimos en Nietzsche— es Humano. Demasiado humano. Entiende que la moral existente conforma una gran máscara tras la que se esconde la corrupción, el vicio y la más abyecta decadencia. Y su risa nerviosa desenmascara esa falsa moral. Es un espíritu libre. Pero esa libertad tiene consecuencias. Así, cada vez que ríe, sabemos que una tragedia va a desencadenarse y un paso más va a ser dado hacia la emergencia del Joker. De esta manera, Fleck se transmuta, antes que en Joker, en caminante (el Wanderer nietzscheano) que explora y busca destruir los engaños (de su madre, de su presunto padre, de su empresa, de su ídolo Murray). Este conocimiento es el trayecto que le lleva a ser ese Joker que hace una interpretación crítica de la moral dogmática y que consigue liberarse del peso de la tradición (la moral y los valores superiores): "No, no creo en nada de eso. No creo en nada. Simplemente pensé que sería bueno para mi actuación”. Fleck, como Joker, conoce. Y por ello se desprende de la servidumbre milenaria de los ideales y los valores trascendentales superiores y metafísicos y conquista la libertad. Es ahí cuando Joker asesina a Dios. Es entonces, como dice Žižek, que “Joker puede no ser moral, pero es ético”. Ya no puede la moral construir a Fleck, porque es Joker quien está construyendo una nueva moral (revolución copernicana axiológica); no hay valores en sí, Joker produce los valores, los instaura él mismo (en directo, vía televisión).
En Joker se realiza la transfiguración del alma del Übermensch. Afirma la vida (quiere zafarse del nihilismo en el que está sumida la sociedad de Gotham), y no tiene más remedio que invertir la moral del rebaño mediante la transvaloración de todos los valores vigentes, que se le están muriendo sistemáticamente: se muere la verdad (su madre le ha mentido, Thomas Wayne le ha mentido); se mueren sus idealizaciones (el posible padre le rechaza, su ídolo Murray le rechaza); se mueren sus líderes (Murray se burla de él). Y todo depende de su voluntad: por ella (mordiendo la cabeza de la serpiente —Zaratustra—, convirtiéndose en Joker) se libera del nihilismo y deja que el über-joker entre en escena, como un más allá del hombre, un nuevo modo de ser y de existir.
Así, podríamos decir, parafraseando a Nietzsche, que “Arthur Fleck es una cuerda tendida entre el animal y el Joker-Übermensch” “¿Qué es el mono para el hombre? Una risa o una penosa vergüenza. Precisamente eso ha de ser el hombre para el Joker-Übermensch: una risa o una penosa vergüenza” Quizás por vergüenza se ríe compulsivamente el Joker. Por eso equiparo el Joker al Übermensch, porque como figura hipotética de un modo alternativo de existencia “más allá” o “después” del nihilismo, es la otra cara de la crítica radical que Nietzsche dirige a la cultura occidental, y la contraimagen del hombre decadente y nihilista.
El Übermensch nietzscheano es el hombre que conoce y ha experimentado hasta el fondo el nihilismo de la cultura moderna y lo ha superado. El Joker no lo ha superado todavía, porque está en lucha contra él. No hay para él verdades, leyes o normas morales absolutas: ve en ellas el poder contingente y pragmático del poder que las ha promulgado. El único vínculo social del individuo con el Estado es el interés, lo que califica per se al Estado como un instrumento del que el derecho se hace valer. Ya no hay pietas. Solo pragmatismo. Y el Joker se ha salido del sistema. Y se ríe. Esta vez (la única) de verdad.
Si la condición humana es vista como una broma, algo ridículo y lleno de imperfección, tiene sentido dejar de tomárselo todo en serio. Entonces, ¿por qué no reir?. Si nada importa, tampoco importa el hecho de que no importe.
Y para terminar con el de Röcken, una mención a la figura del bufón, sacada de su Aurora. El Joker es el bufón que necesitamos. Los poderosos no son conscientes de la verdad, porque en su presencia se atenúa o se miente. Por ello el bufón tiene la prerrogativa de los locos: no pueden asimilar las mentiras y tienen que vomitar las verdades.
Por último, también encuentro a Marx en el Joker, pero a un anti-Marx. O a un Marx estéril. Recordemos la sentencia de Engels en el Manifiesto Comunista: “Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.” En la escena con Murray, en el plató de televisión, cuando Joker acaba de confesar la autoría del asesinato de los ejecutivos del metro, Franklin le interpela:
— Hablas en serio, ¿verdad?, nos estás diciendo que has asesinado a esos tres jóvenes en el metro.
— Eso es
— ¿Y por qué deberíamos creerte?
— No tengo nada que perder. Nada puede hacerme daño nunca más. Mi vida no es más que una comedia.
Podría parecer una reminiscencia marxista, pero no lo es. Joker ya no aspira a ganar un mundo entero, porque no aspira a nada. Es, simplemente, un nihilista activo. Una contradicción.