Catherine’s Room
Políptico de vídeo en color en cinco pantallas planas de cristal líquido montadas sobre la pared38 x 246 x 5,7 cm18 min., 39 s.Intérprete: Weba GarretsonComo escultor del tiempo, definición de la que tanto gusta el artista, su trabajo se basa en la manipulación de tiempo real, mediante un estiradísimo slow motion. "En las cintas de Viola, sentimos que está manipulando lo instantáneo, estirando o exagerando el efecto de lo momentáneo". Aunque en el trabajo de Viola no hay quietud, o la quietud aparente envuelve tanta tensión en esos gestos que no termina de aflorar, su idea básica de tiempo expandido tiene la intención de calmar al espectador para purificar su capacidad de mirar fuera y dentro de sí mismo. En esta obra en concreto se requiere una visión cuasi religiosa, no un asomarse distraído y rápido. Para “entrar” en las obras de arte de Viola es necesario sumergirse en un baño de oscuridad, purificar nuestros ojos. El resultado es una especie de ritual meditativo, en le que nos vemos impulsados a investigar algo que es tanto mental como físico; ese lugar escondido dentro de nosotros mismos, que nos permite abrazar un sentido del infinito casi sagrado.
La habitación de Catalina (Catherine’s Room) propone una reflexión sobre el tiempo, por medio de una mirada de voyeur (culpable, morbosa) a la privacidad de la habitación de una mujer solitaria mientras realiza sus rituales cotidianos, desde la mañana hasta la noche. Son acciones sencillas, realizadas de manera consciente, que aparecen simultáneamente en las cinco pantallas planas que están colocadas en disposición horizontal.
En una sabia lectura artística, atesora esta obra de Viola un compendio filosófico del tiempo, o de los tiempos, y los expresa de forma magistral. Un primer plano nos muestra, en cada una de las pantallas, un momento concreto del día, en el sentido occidental de lectura: la mañana, el mediodía, el atardecer, el anochecer y el tiempo del sueño. Por la mañana, la mujer se prepara para el nuevo día practicando yoga. Por la tarde, a la luz del sol que entra por la ventana, cose. Al atardecer, la mujer, parece que estudiante o escritora, lucha por superar un bloqueo que no le permite avanzar con su tarea intelectual. Al anochecer, sumida en un estado de reflexión, de meditación, de oración o de relajación, enciende unas velas dispuestas en hileras que iluminan la habitación a oscuras. Finalmente, por la noche se desviste, prepara el lecho, se acuesta y, lentamente, se queda dormida. El tiempo de un día. Veinticuatro horas
En otra lectura del tiempo, y gracias al ventanuco que se abre en la pared de frente a nosotros, en el ángulo superior derecho, atisbamos el paso de las estaciones del año, que apreciamos por la intensidad lumínica y por el color de la atmósfera, así como por el momento de floración de las ramas del árbol que se entrevé, desde los brotes de la primavera hasta las ramas desnudas del invierno. El tiempo de un año. Trescientos sesenta y cinco días.
Y en otra lectura más, la figurada, tenemos el alba de la vida, desde el nacimiento y el ritual del alimento —físico e intelectual— (la manzana, el libro); la juventud y sus aprendizajes —el coser de los ropajes—; la madurez y el estudio reposado, íntimo; la vejez de la reflexión, la meditación y el recogimiento; y la muerte: el ocaso de la vida. Una vida entera.
Tres tiempos. Quince tiempos. Infinitos tiempos. Grecia y Occidente. El tiempo circular y el tiempo lineal. Todos conjugados en cinco pantallas.
Hay algo lacaniano en el trabajo de Viola, algo de ese estadio del espejo: nuestro ego se conmueve a partir del reconocimiento primordial de nuestro cuerpo en ese espejo que son sus pantallas de vídeo. Esas pantallas nos dan una imagen de nuestra realidad que presentimos amenazante, pero que no poseemos integrada en nosotros con tanta crudeza, con tanta violencia. Nos identificamos con lo que vemos, una vez que nos hemos acompasado al ritmo que Viola nos exige para apreciar su obra, pero esa identificación es una alienación, porque en cuanto nos vemos en esos espejos, cuando entendemos el mensaje, cuando vemos este yo como imagen, como otro (que además es confirmado por un tercero, el adulto que somos, en cuya presencia tiene lugar el reconocimiento, que es un adulto que ya venía con la identidad construida y definida), nos invade un sentimiento de angustia, de claustrofobia, de caos fragmentado y fluido, siempre a punto de entregarse a impulsos que amenazan con abatirnos, que sabemos que siempre están al acecho. Y nos vemos ahí, arrojados en esas pantallas, Dasein heideggerianos descompuestos en paranoias, con el inconsciente a punto siempre de ser desvelado. Vemos a los otros en nosotros.
Deleuze le preguntaba a Foucault: "¿Quién habla y quién actúa? Siempre los que hablan y actúan son una multiplicidad, incluso en la propia persona". Si el espectador busca su identidad en las imágenes de Viola buscando el espejo en ellas, forzosamente se ve abocado a cambiar de una identidad a otra. De la que no sabe o presiente a la que debe gestionar el impacto del conocimiento que adquiere a través de esa mirada especular. Es entonces cuando experimentamos la crisis del sujeto moderno.
En esta obra, Viola se libra de esa crítica que siempre se le ha hecho sobre la “manipulación” de sus actores, que han de sentir lo que él les indica, exiliados de la escena y de sus propias personas, como decía Pirandello. El foco, en este caso, no está en la actriz, aunque siga existiendo en la puesta en escena de la Habitación... una estetización muy marcada (chez Viola), pero que en esta obra está muy alejada de la política o de lo político, en un ejercicio pausado y aparentemente lejano de los sentimientos. Sobre todo del sentimiento rey, del miedo. Miedo a la muerte. Miedo al paso del tiempo. Miedo a la soledad (¿nadie ha pensado en la tremenda soledad del personaje de la obra?).