Esta fotografía muestra el producto de la instalación de Teresa Margolles con máquinas que crean y lanzan burbujas de jabón al aire, de manera que la galería o salón donde se presenta esta función se llena con ellas. La burbujas encantan al espectador y lo divierten, y algunas se rompen tan solo con tocar sus cuerpos. La realidad es que este encanto en el espectador se pierde abruptamente cuando después de leer la información sobre este proyecto, éste se entera de que el agua desinfectada de las burbujas fue utilizada previamente para limpiar cadáveres en la morgue antes de haberse sometido a una autopsia. Aunque el agua está desinfectada, esto no parece ser relevante para el público. De acuerdo a la descripción de la artista, las burbujas sirven para recordarnos de la vida destruida. Al romperse contra nuestro cuerpo, confirman que estamos vivos. El efecto que produce en nuestros sentidos el saber que el agua enjabonada proviene de un lugar de muerte también nos recuerda la diferencia entre un cuerpo con vida y uno sin ella. Tal como es el propósito del trabajo de esta artista, la instalación pretende generar en el público la aversión y el terror que un asesinato ya no produce más en la humanidad que tan acostumbrada está a saber del peligro y la muerte que se vive día con día en las calles de México. Las víctimas anónimas dirigen nuestra atención a la inhumanidad de las relaciones sociales dentro de una sociedad sobrepoblada.
Una experiencia artística en tres escenas.
Escena Primera: Sala principal del museo. Interior diáfano y bien iluminado. Desde la altura del techo, unas máquinas lanzan al aire burbujas de jabón. Pompas. Al principio, la sorpresa, la incredulidad: ¿pompas de jabón en un museo? Los rostros se alzan en un gesto que guarda reminiscencias de la niñez. Buscan (tímidamente al principio) el contacto en nuestras mejillas, nuestra nariz o nuestros labios de esas burbujas brillantes, que descomponen la luz y brillan festivamente. Las buscan, sabiendo que estallarán y que las pequeñas salpicaduras serán tan refrescantes como lo fueron en nuestra infancia. Nuestras manos, en irrefrenable y atávico gesto tantas veces repetido en la infancia, se levantan para intentar, como entonces, recoger alguna sin que reviente. Iniciamos así un juego que seguramente estemos compartiendo con el resto de personas presentes en el recinto. Y jugamos hasta cansarnos, entregados al goce que produce esa fugaz vuelta a la infancia. Es el museo, regalándonos instantes de alegría, de regresión a un tiempo en el que no existían los problemas...
Cuando, cansados, hemos terminado de intentar atraparlas, cuando la novedad y la sorpresa se han marchitado, cuando nuestras mentes vuelven a dejar entrar la vida cotidiana de adulto, cuando empieza a molestar el suelo pegajoso del jabón de las pompas, decidimos cambiar de sala.
Escena Segunda: Pero antes de salir, nos informan de que las pompas que han tocado nuestros ojos, labios, mejillas, manos..., están hechas del agua que ha lavado los cadáveres de narcotraficantes abatidos por otros narcotraficantes o por la policía, antes de la autopsia. Todavía nuestro cerebro no ha terminado de asimilar el mensaje y nuestras manos instintivamente limpian esas bocas, ojos, mejillas... El asco nos inunda. Agua de morgue. Agua que lava cadáveres antes de las autopsias. El agua más sucia. La que arrastra la sangre primera, la reseca. Y esos fluidos innombrables que excretan los cuerpos muertos.
Asco. Conmoción. ¿Reflexión?
Escena Final: Acaba de irrumpir el arte. El arte político. Un aldabonazo en nuestras conciencias y sensibilidades, entumecidas y anestesiadas por la continua exposición al trauma, a la última barbaridad, en un continuo expositivo que hace adormecerse a nuestro sistema nervioso y reprimir nuestra memoria más negra. Margolles ha sabido exponernos a un impacto físico. El tacto, un sentido que no suele trabajarse en el cubo blanco, adquiere aquí un protagonismo esencial. "Nos ha tocado". El impacto es múltiple. Muy potente, por tanto. La anestesia de la sobreexposición no es efectiva. Somos, ahora, conscientes. Querríamos lavarnos. Imágenes sin carne se agolpan en nuestra cabeza. El arte de Margolles ha inquietado. Estamos en una mesa de disección. es un momento inefable y contradictorio que devuelve al sujeto, nos devuelve la pregunta y la capacidad de pensar por nosotros mismos. La mirada y el tacto han dejado de ser estéticos. Cuestionan, Convulsionan. Mueven.
En este momento, el arte acaba de producir una experiencia válida. Nos está obligando a mirar y a pensar de otra forma, distinta a la acostumbrada. Ese arte tradicional, excedentario en lo visual, nos ha tocado. Nos da asco. Está produciendo una reacción que mezcla lo intelectual y lo material, lo físico. Margolles lo ha conseguido. El arte nos hace pensar en los problemas en modos que otros medios de comunicación no conseguirían. En formas que la política no podría jamás. Y es un pensamiento encadenado, que puede despertar conciencias en asuntos troncales o periféricos.
Es la poética desarrollada por la artista de un gran acierto. La trampa que genera y en la que hace caer al visitante crea un espacio de disolución de barreras, de eliminación de filtros, de porosidad tan grande, que el montaje posterior es un misil directo al cerebro. Y sin ser explícito. Sin ejercer una protesta. Margolles se diluye para dar paso al espectador que, irremediablemente, está atrapado. Que no puede permanecer indiferente. Que ha de posicionarse. No cabe hablar aquí de fantasmagorías. No se trata de haber convertido el horror en belleza. No hay estetización. Porque no se busca el atractivo: el formato secuencial de los acontecimientos, tal y como he intentado contarlos, en escenas, aleja cualquier sospecha de intento de convertir el horror en belleza. La primera parte es inocua. No está relacionada con nada en el momento de su concreción. No hay siquiera representación. Es la trampa. El shock se produce en la segunda escena. En la explicación. Es entonces cuando el tacto, la sensación dérmica, se hace manifestación. Ahí conecta con la conciencia. Conectar es flojo. Ahí estalla. A partir de ese momento, el trabajo de la manifestación artística está hecho. Nadie puede salir incólume de esa experiencia.
Benjamin, en El libro de los pasajes, nos habla de un "mundo excedentario donde habituados a la imagen, perdimos la costumbre de extrañarnos ante ella y lo que esconde (clara influencia en Buck-Morss) y que el arte (arte sin élite) y otra educación pueden ayudarnos a anticipar códigos y revoluciones que de esta cultura y de las que están en ciernes, se desprenden. A iniciar una transformación necesaria". Margolles lo ha conseguido: ha tocado conciencia, ha intranquilizado, ha zarandeado al sujeto, ha deconstruido su mirada (y su dermis). Ha conseguido encontrar y pulsar en nosotros ese interruptor simbólico que ha soltado una descarga de muchos y valiosos voltios de conciencia, cambiando algo en nuestra concepción del problema del narcotráfico, o del crimen organizado, o de la connivencia entre mafias y gobiernos, o cualquiera que sea.
En un mundo de entumecimiento, de pantallas que median la comprensión y que nos habitúan a todo, que suavizan la realidad visualizada, que nos acostumbran a la imagen sin carne; en este mundo de ventanas profilácticas y de rostros de pierrots lunares (Deleuze y Guattari), la artista ha introducido un sentido más en el acto de "ser con la obra". Creo que esa es su excelencia y su acierto. La eficacia del arte no consiste en transmitir mensajes, ofrecer modelos o contramodelos de comportamiento. Ni en enseñar a descifrar las representaciones. Consiste antes que nada en disposiciones de los cuerpos, en disposiciones de espacios y en delimitación de tiempos singulares. Es hacer Arte sin representación. Margolles elude la mediación representativa y enfrenta al sujeto a la inmediatez del tacto. A la pregunta ética a través del tacto.
Bibliografía y fuentes:
Adorno, Minima moralia
Augé. Los no-lugares
Bauman. Miedo líquido.
Susan Buck-Morss
Walter Benjamin. Libro de los pasajes.
Bal
Ranciere
Remedios Zafra