Bajazet (en considérant le Théâtre et la peste)
con textos complementarios de Blaise Pascal y Fiódor Dostoievski
con textos complementarios de Blaise Pascal y Fiódor Dostoievski
"Es a causa de la mirada invisible de Amurat que en el serrallo hay un ambiente de pánico"
(Roland Barthes, en Sur Racine)Un Racine iluminado por Artaud, Dostoievsky y Pascal, de una verdad cruda, interpretada con rara intensidad por cinco actores increíblemente comprometidos. Frank Castorf, uno de los principales renovadores de la escena europea, se apoya en Bajazet [1], la tragedia otomana en cinco actos escrita en verso alejandrino que Jean Racine estrenó en 1672 en París, y la completa con El teatro y la peste, esa conferencia que Antonin Artaud pronunció en la Sorbona [Anexo 1] durante los años treinta del siglo XX, en la que se condensaba su ideario sobre lo que debe ser la escena: una violenta catarsis capaz de transformar a quien se sienta en el patio de butacas, posibilitada por un lenguaje ajeno a los tabúes sociales en vigor en cada momento histórico. Un espacio donde mostrar las formas de esclavitud modernas y apuntar posibles maneras de neutralizarlas.
Amparándose en esos referentes, Castorf firma una adaptación de la obra que subraya la colisión trágica entre las pasiones privadas y el poder político, inspirándose en un episodio histórico que tuvo lugar en tiempos de Racine: el fratricidio ejecutado en 1625 por el sultán otomano Murat IV, que en la obra aparece traspuesto con el nombre ficticio de Amurat, decidido a terminar con la vida de su hermano, Bajazet (Bayaceto). Respetando el texto original, a excepción del epílogo, Castorf pone en escena a cinco personajes guiados por una obsesión enfermiza por la conquista del poder, liderados por la actriz francesa Jeanne Balibar en el papel de Roxane, la favorita de Murat IV, que cae rendida ante Bajazet, su hermano. Alternando la evocación del pasado y su reflejo en el presente, la dramaturgia clásica y las proyecciones en vídeo –de las que Castorf fue pionero a la hora de su incorporación al teatro–, Bajazet discurre sobre incómodas encrucijadas que siguen estando de plena actualidad.
Bebiendo de Brecht, Castorf rechaza el teatro como "entretenimiento", esa prerrogativa del teatro burgués, de ahí que la presencia de los Pensamientos de Pascal en el texto, adquiera todo su significado. Influido por Artaud, hace del teatro un problema existencial al mostrarnos en esta tragedia cómo todos los compromisos son relativos y todos los juramentos pueden ser traicionados en nombre de un individualismo que defiende en primer lugar los intereses del sí propio, en una tragedia basada en hechos históricos. La cuestión del desamor, palabra dostoievskiana, también podría ser una palabra de Artaud.
"Confesado o no confesado, consciente o inconsciente, el estado poético, un estado de vida trascendente, es básicamente lo que el público busca a través del amor, el crimen, las drogas, la guerra o la insurrección. El Teatro de la Crueldad fue creado para devolver al teatro la noción de una vida apasionada y convulsiva: y es en este sentido de rigor violento, de extrema condensación de los elementos escénicos que debemos escuchar la crueldad en la que se quiere apoyar».
Estamos muy cerca del concepto de desgarro (надрыв) de Dostoievski, reforzado por esa cancioncilla de la Cucaracha, extraída de su obra Los Demonios, que tararea Claire Simonne al final de la obra, y que es una alegoría del final de Bajazet.
Un espectáculo de Frank Castorf, es ante todo un universo escénico. Las imágenes de video son decisivas. Aleksandar Denić plantea el decorado como un todo compuesto de cuatro espacios continuos, a la vista u ocultos. Para que funcione como lo hace es necesario el buen hacer en la iluminación de Lothar Baumgarte.
De izquierda a derecha, Del jardín al patio disfraces que cuelgan de unas perchas arrimadas contra las paredes, una jaima azul que es un burka gigante a través de cuya redecilla vemos una bombilla encendida. En el otro lado del patio, cajas de transporte de teatro, probablemente los baúles donde se guardan los trajes. A la derecha, una gran reproducción del retrato pintado por Veronese del sultán Bajazet I (actualmente expuesto en Múnich), con ojos iluminados con dos pequeños focos que logran el efecto de hacer sentir la mirada vigilante de Amurat observando constantemente lo que sucede en el escenario y que encarna, como sugiere el neón Babylon 0-24 h, al sultán ausente, pero vigilante, que es el sexto personaje en liza, que provoca la acción y al que nunca se ve. Comienza así el juego de lo real con lo ficticio: Bajazet es el título de la obra, pero este inmenso retrato que se apodera del escenario es el de un sultán que murió en 1403, dos siglos y medio antes de los hechos y no del Bayaceto, hermano de Murad IV, que vivió en la primera mitad del siglo XVII.
Una puerta recortada en este retrato da paso a una cocina invisible para el público pero que será visible constantemente en el video que se proyecta; un lugar donde los personajes se refugian y en el que hay mesas, cocina, ollas, cuchillos, basura almacenada... Además, se entrevén dos espacios laterales, uno un puesto de verduras, el otro un anuncio mural bañado en luz blanca desnuda de bourbon Wild Turkey —otro juego de Aleksandar Denić con los dobles significados del término inglés Turkey: pavo y Turquía—. También vemos una máquina expendedora de Coca Cola, —un elemento intertextual de todas las decoraciones de Denić—, que el público —ignorante— acogió con risas y con un punto de desconcierto.
A la derecha, una jaula con ruedas, vacía. Una presencia enigmática y amenazante. Finalmente, en la parte central, un letrero de neón amarillo que se recorta omnipresente sobre el fondo negro del escenario, un círculo atravesado por un rayo (Blitz en alemán, alusión a uno de los primeros productos de Opel, el camión Blitz, pero que también es una Z como Zeppelin, emblema de la tecnología alemana utilizada por los nazis [2]), sugiere el famoso símbolo de Opel. (Opel fue una de las primeras empresas en traer trabajadores turcos —los llamados "Gastarbeiter”, o trabajadores invitados— a sus fábricas entre 1961 y 1973, tras el acuerdo firmado entre Bonn y Ankara).
Nunca nada opera al azar en Castorf: los símbolos inspirados o derivados del poder, y también del capitalismo/liberalismo son siempre reveladores, especialmente en esta obra en la que este asunto, el del poder, es esencial, y donde, por esa misma razón, todos sus personajes, por razones políticas o personales, intrigan. Atraviesa toda la puesta en escena un lenguaje intertextual, denuncia más o menos irónica de nuestro mundo, completamente subyugado por la publicidad, las marcas y la moda, un mundo de entretenimiento que olvida lo que es: Osmin entra en escena llevando un magnífico turbante y un no menos suntuoso atuendo con un hermoso estampado de tela Vuitton. Acomat está vestido de Gucci, Roxane usa Chanel y se bebe Coca-Cola. Todos los disfraces tienen este aspecto de "brillo" ligeramente oriental, sobrecargado con decoraciones o bordados. Incluso cuando no se muestran (como el bourbon Wild Turkey mencionado anteriormente) las marcas están presentes.
Castorf está constantemente yendo y viniendo entre la escena representada y los actores representando, entre el mundo del espectador y el contexto del momento. Muy a menudo, los actores pasan de la representación "a la vida real" llamando a sus colegas por su nombre verdadero (en ocasiones interpelan a Roxane: "¡Jeanne!") porque si Racine está representado, Artaud es leído en sus aspectos teóricos o biográficos, cuando habla del teatro como objeto, y el actor entonces se aleja de Racine y se transforma en declamador de un texto que es SOBRE el teatro, no DE la pieza teatral, y que, como espectadores, elegimos integrar o no.
Estamos en la trama o en sus límites, estamos adentro o afuera, jugamos con los actores o decidimos verlos jugar. La cocina escondida detrás del retrato del Sultán a veces se usa como si fuera un backstage en el que los personajes descansan, escuchan el texto desde la distancia o se divierten, como cuando Osmin y Acomat, fuera del escenario, leen, mientras fuman un cigarrillo, periódicos con titulares sobre Trump y sobre Chirac, que destrozan, uno quemando los ojos del retrato de Trump, recordando esos ojos luminosos omnipresentes y omniabarcantes del retrato del Sultán que vemos en escena, y el otro haciendo que el retrato de Chirac sea una máscara de origami, y se ríen, riéndose de esos poderosos que se han convertido, súbitamente, en reyezuelos ridículos, objeto de broma.
Los símbolos de poder están en todas partes: a la vista, omnipresente, ese retrato del sultán, o también en esos pequeños detalles, como esos periódicos cuyos títulos denuncian los chanchullos del barrizal político, o como estas matrioskas o bábuskhas rusas destripadas, de la mayor a esa más pequeña, que termina siendo nada, asemejándose a uno de esos disparates que se suelen escuchar en bocas augustas. O como la media corona invertida de ese Bajazet despojado, liberado de su oropel de la corte y semidesnudo, como una especie de semi-rey al estilo de Ionesco, al final de su jornada de trabajo, como si no fuera más que un cuerpo frágil y degradado. O como esos disfraces de Roxane, especialmente en la primera parte (se cambia siete u ocho veces durante la presentación): comienza con un traje de látex negro, como un objeto erótico, como una mujer dominante en una relación sado-maso, como una puta de lujo y, poco a poco, con un largo intermedio en el que está desnuda, se va vistiendo disfraces que le otorgan, cada vez, más poder, hasta ese gran vestido rojo, una especie de princesa de cuento de hadas con un gran peluca (también va cambiando de peinado con la misma frecuencia). Como si el disfraz reflejara su ascenso gradual al poder a lo largo de toda la representación. De hecho, al final de la primera parte, Roxane triunfante se casa con Bajazet. No deja lugar a dudas de que seguirá usando ese poder para mantenerse en el trono. Sin embargo, los disfraces de Atalide van en sentido contrario, desde su primera aparición con un vestido imponente, hasta quedar cada vez más desnuda como si se convirtiera gradualmente en un juguete roto o una muñeca Barbie desastrada.
Mediante ese juego de formas, Castorf impone al espectador imágenes aparentemente simples: la decoración parece muy simple: un escenario desnudo, un retrato del sultán, una carpa azul, una jaula móvil, una serie de percheros con disfraces y decoración a base de cajas de utilería, como si la compañía teatral estuviera de paso, de gira, no instalado.
Estamos en Racine [3], y no en Molière ni en ningún otro autor: Castorf tiene esto en cuenta, y hace de la escena un lugar único y fijo, que se multiplica gracias a esa decoración giratoria, en contra de esa regla de la unidad de lugar, propia de la tragedia clásica. Porque Castorf, en lugar de dispersión, busca concentración, ralentizar los ritmos, crear una atmósfera pesada e incómoda que perturbe al espectador o incluso cambie esos hábitos que tenemos de teatros del exceso y del desaliño. Racine es sobre todo el autor del malestar [4], y Castorf trata de transmitirlo en el escenario.
Se trata de poner al espectador en una situación incómoda, respetando al mismo tiempo partes extensas del texto raciniano, con esas estrofas alejandrinas perfectamente recitadas, pero sin esa música inquietante y aburrida que a veces se siente en la tragedia. Si Racine es el escritor del malestar, Bajazet es una de sus obras más oscuras, donde todos buscan salvarle de esa muerte prometida por Amurat, personaje ausente pero siempre presente, y en la que cada uno busca salvarlo por buenas o malas razones, en una mezcla de intereses privados e intereses políticos.
En apariencia simple, la decoración parece reflejar un refinamiento poblado de detalles impactantes: descubrimos ese dosel o carpa que no es una tienda, sino una cabeza gigante tocada con un burka, que es la cabeza del sultán: esa burka que representa el serrallo, el espacio de Roxane, cerrado a ojos profanos, y que nosotros descubrimos gracias al video, con unas celosías que permiten adivinar vagamente el interior y dos candelabros que parecen dos ojos, escondido a los espectadores, un espacio oriental con cojines, pufs, narguiles, pipas de opio, y un horizonte abierto sobre unas arcadas y una columnata, que reproducen una pintura de género de Hubert Robert, “Ruinas antiguas utilizadas como baños (1798)”, como si la carpa se extendiera hacia el exterior. Exuberante espacio privado y austero espacio público escénico.
Y cuando miramos esta decoración de frente, vemos esas dos cabezas gigantes, con ojos brillantes; los ojos escondidos de una misteriosa Sultana y ese retrato gigante del Sultán que vuelve la cabeza con ojos brillantes e inquisitivos, ese personaje invisible y presente en todas partes, que determina todos los movimientos de los personajes. Esas dos presencias gigantes abarcan toda la obra.
Al elegir este retrato de Veronese, Castorf y Denić muestran una Turquía vista por la pintura occidental, en línea con este Bajazet de Racine que es también una turquería. Y sabemos, gracias a la novela del nobel Ohran Pamuk, Me llamo rojo, que la cuestión de los retratos occidentales fue intensamente debatida en ese momento en el Imperio Otomano, porque se oponía a la tradición de la pintura otomana, que supuestamente representaba el mundo visto por Dios, desde lejos, y sobre todo indeterminado. Mientras que la pintura occidental busca reproducir la realidad tal cual la perciben los ojos y considera a la pintura como un fin en sí mismo, la interpretación islámica es mucho más abstracta. El ilustrador oriental ve la pintura como una representación platónica e idealizada, no busca reproducir la realidad como la ven los ojos sino como la ve Dios.
Esta cuestión de la mirada sobre Turquía se encuentra en el juego de palabras sobre la violencia en la Turquía actual y la publicidad del bourbon Wild Turkey. Del mismo modo, el neón Babylon 0–24 (que recuerda el del "abierto 24 horas" de los decorados de Don Juan) como la entrada a un club nocturno, con su flecha hacia la cabeza del Sultán, y en el fondo todo lo que Babilonia puede evocar, especialmente durante el Renacimiento: Babilonia, la ciudad del anticristo, Babilonia la Gran Prostituta (véase el famoso grabado de Durero de fines del siglo XV y hagamos un vínculo con los inicios de Roxane). Una Babilonia amenazante las 24 horas del día.
Esa Babilonia lejana, mítica y aterradora, lugar de la perdición y de la pérdida; el retrato de Veronese del verdadero sultán Bayaceto I, de quien en ningún momento se habla en la pieza de Racine. Retrato alegórico: Amurat que toma la apariencia de un Bayaceto que no es su hermano Bayaceto: juego de pistas en esa búsqueda del tesoro, típica de Castorf, pero también juego barroco como el decurso para aparentar lo que uno no es.
Y detrás del retrato, esa cocina con todos los emblemas de la cocina y todos sus posibles. La cocina como el lugar oculto de la producción de festines, de almuerzos, es el laboratorio de un mundo social en representación; el lugar de los símbolos: el espejo, del que puedes elegir estar de un lado o del otro, como en el teatro y sus bambalinas; este lugar de cuchillos (de cocina), con el que vamos a sacrificar metafóricamente las verduras, la carne sangrienta, pero con los que uno puede también matar. Sitio también de descanso del actor, ese lugar privado que debería estar oculto al público, en el que los actores son ellos mismos (o actúan, no lo sabemos); o en el que, a veces, nos es posible ver la desesperación de sus personajes, esa desesperación que no vemos en el escenario por la falsedad que las buenas maneras “racinianas” impone. Juego de confusión. La cocina como un lugar privado-público, un lugar de locura cruel, donde son masacradas verduras, donde Bayaceto-Artaud sufrió una tortura por electrocución, igual que lo que sufrió el propio Artaud una vez; lugar donde los personajes fuman compulsivamente, donde Roxane, como Fedra con las vísceras de los animales sacrificiales, arroja sal al suelo en un ritual de alomancia, para buscar en ella su futuro.
Cuando Racine publicó Bajazet en 1672, se basó en las aventuras del terrible Murat IV (Amurat en la obra), conquistador de Bagdad (Babilonia en la obra) en 1638, que aprovechó la oportunidad para matar a su hermano Bayaceto, en la más pura tradición otomana. El conocimiento de las intrigas del serrallo de la corte otomana inmediatamente hace pensar en aquellas de la corte de Francia, que se convirtió desde la toma del poder por Luis XIV en 1661, en un lugar de intrigas donde se mezclaban los abundantes líos amorosos con las intrigas cortesanas para alcanzar buenas posiciones. Por lo tanto, esta turquería trágica es una lectura entre líneas en ese momento en el que Luis XIV está construyendo su corte y en el que el propio Racine, ambicioso, "No hago el bien que me gusta y hago el mal que odio", comenzará una carrera "administrativa" (dos años después de Bajazet, se convertirá en Tesorero General de Francia en Moulins y terminará siendo el historiógrafo del Rey). Así se entrecruzan, por un lado, la tragedia de las ambiciones, escrita por un autor que, visto desde nuestro hoy parece sin escrúpulos y, por otro lado, el teatro de la crueldad ... Este cruce es una idea muy potente. La crueldad del teatro de Racine está envuelta siempre en un aparato engañoso. Aunque en esta representación no lo vemos, en el acto V de la obra de Racine, el mutis de Roxane significa la sentencia de muerte de Bajazet. Castorf elige otro punto de vista para aproximarse a los textos de Artaud, Pascal y Dostoievski.
En esta mezcla, Castorf nos arroja su visión de nosotros, de nuestra sociedad y de nuestra historia. El ansia de poder que tensa las relaciones entre lo público y lo privado y que viene siendo una constante desde las tragedias clásicas. Esa búsqueda de la catarsis en el público, que se identifica ora con lo público, ora con lo privado.
Castorf, siguiendo las tesis de Antonin Artaud sobre el teatro de la crueldad trata de colocar al espectador en una posición incómoda, de sufrimiento, bien por lo que ve, bien por ese ritmo palpitante que imprime a lo largo de toda la representación, bien por la longitud de la pieza, bien por esas situaciones casi insoportables (como esa puerta metálica de la jaula que cierra violentamente, en medio de un gran estruendo, y varias veces, en la cara de Claire Sermonne —Atalide— ...).
Porque siendo “el Teatro y la peste” el subtítulo del espectáculo, el texto en sí no se cita: el teatro revela las verdades del mundo y las arroja a la cara del espectador, la plaga se instala en un cuerpo que intenta eludir algo tan incómodo, porque el teatro debe asentarse en el cuerpo del espectador y hacer que la gente mire la vida con otros ojos: eso significa la peste de Artaud en el teatro: la enfermedad que el hombre necesita.
Un director como Castorf cree en el valor revelador, provocativo y conflictivo del teatro y, por lo tanto, en su valor de agresión, igual que la peste, que revela nuestras entrañas, nuestras pústulas, nuestro pus, nuestros sufrimientos, nuestras contradicciones, nuestro final.
El teatro de Racine es el teatro del llanto, un teatro donde los valores chocan contra los deseos y los estragos de la pasión, es el teatro de la violencia y la crueldad, y se combina perfectamente con las concepciones de Artaud: el teatro es verdad. Es suficiente escuchar a Adama Diop (Osmin) "cuando juego, siento que existo" ... La actuación exacerbada —a veces la sobreactuación, como en el caso de Atalide (Claire Sermonne)— se adapta perfectamente a los versos ardientes de Racine, así como ese trabajo de cámara típico de las acciones de vídeo de Castorf con esos primerísimos planos de caras, con sus defectos, sus arrugas, en franca e inquietante violación de la intimidad del personaje.
Por lo tanto, la clave del trabajo de Castorf no ha sido desarrollar un texto doble, sino tejer un único lienzo, que es este texto: Racine y Artaud tramados, el teatro y su comentario, el interior y el exterior, el teatro de la vida y la apariencia del teatro de la vida. A veces apenas logramos distinguir el pasaje de uno a otro, justo por ese trenzado, que provoca que sintamos el resultado final de forma coherente y natural. Incluso tenemos la oportunidad de escuchar la voz auténtica de Artaud en la radio de la cocina (en una emisión de 1947 titulada, “Para acabar con el juicio de Dios”). Los textos se acoplan en una unidad profunda y sensible. Castorf no respeta fielmente el texto de Racine y juega en varios niveles, desde el texto, o los textos, al contexto histórico.
Y, sin embargo, este Racine que se vio en los Teatros del Canal es muy fiel al original, aunque no se respete el orden o la totalidad del texto. Pero la esencia está ahí: se dice y muy bien dicho —menudo oficio el de este grupo de actores— el texto raciniano; no siempre en orden y no todo el texto, pero nada de su esencia se pierde. Sabemos que la escolástica hizo de las suyas con la tragedia clásica y, en particular, con Racine, en un intento por suavizar la violencia que en esos textos se encierra. Por ejemplo, es muy difícil no sobrecogerse con el monólogo de Atalide frente al espejo de la cocina (fantástica actuación de Claire Sermonne), magnificado por ese vídeo castorfiano que nos lleva a casi sentir su aliento y que consigue que sintamos la musicalidad de los versos alejandrinos y nos quememos en el fuego de su pasión.
También juega Castorf con los ritmos, respetando el de Racine (en los tres primeros actos), pero acelerando después los actos IV y V, como cuando Atalide pinta la pancarta con ese motto de Dostoievski en rojo надрыв (Nadr'v), que significa rompimiento, herida, desgarro..., en un intento de atraerse la simpatía de los transeúntes que por azar pasan a su lado. Herida es la palabra que identifica a Roxane y a Atalide. Ésta entrega a Bajazet a aquella con la intención de salvarlo, pero Roxane cree que está enamorado de ella, hasta que descubre (o le descubren) una carta en la que Bajazet confiesa estar enamorado de Atalide y, destrozada —atención a ese monólogo de Jeanne Balibar— planea la muerte de Bajazet.
Y, de repente, aquí se entrecruza el famoso texto de Blaise Pascal sobre la diversión [5], que es válido para todos los personajes de la obra...
“De ahí viene que sean tan buscados el juego y la compañía de las mujeres, la guerra y los grandes cargos. No es que en ellos se encuentre efectivamente la felicidad, ni que se piense que la verdadera beatitud está en tener dinero que puede ganarse en el juego, o en la liebre que corre; no se quería si fuera ofrecido. No es ese estado muelle y tranquilo y que nos deja pensar en nuestra desventurada condición lo que se busca, ni los peligros de la guerra ni el trabajo de los cargos, sino el tráfago que nos aparta de pensar en ella y nos divierte”.
La guerra es el dominio de Amurat, que se fue a Babilonia para conquistarla, y que utiliza de nuevo a Pascal para razonar su afán:
“De este modo el hombre es tan desgraciado que se aburriría incluso sin causa alguna de aburrimiento por el estado propio de su complexión. Y es tan vano que, lleno de mil causas esenciales de aburrimiento, la menor cosa como un billar y una bola que empuja bastan para divertirle.
¿A qué se debe que ese hombre que ha perdido hace pocos meses a su único hijo y que, abrumado por pleitos y querellas, se hallaba esta mañana tan alterado, ya no piense en ello? No os extrañéis, está completamente ocupado en ver por dónde pasará ese jabalí que los perros persiguen con tanto ardor desde hace seis horas; no necesita más”.
No puede ser más actual este pensamiento escrito en el s. XVII, y los espectadores no pueden más que sentirse reflejados en él. Castorf está fascinado por Pascal y su poder de subversión, tan vinculado a Racine. Todo Bajazet está impregnado de las tesis pascalianas: Amurat yéndose a la guerra para buscar su diversión, Acomat casándose con Atalide, Roxane casándose con Bajazet, hermano del sultán... y Osmin, desde lejos, observando y comentando.
Todos, en definitiva, buscando satisfacer pasiones, propias o ajenas, en un entorno que se desmorona: Atalide, el eslabón débil, falla en todos sus intentos; Bajazet —inmenso también Jean Damien Barbin— actuando contra su propia conciencia, influido por Atalide para engañar a Roxane pero intentando ser astuto para escapar de la muerte. Bajazet el indeciso, que acepta todos los compromisos sin atisbo de heroicidad en su comportamiento; que no puede elegir, preso de la duda eterna y de la ansiedad.
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[1] Bayaceto (Bajazet) es una tragedia del dramaturgo francés Racine estrenada el 5 de enero de 1672. Tal y como había hecho Esquilo en Los Persas, Racine toma el tema de la historia contemporánea, procurando que se trate de una civilización lejana, el Imperio otomano. En 1635, el sultán Murad IV (convertido por Racine en Amurat) ordena ejecutar s sus hermanos Bayaceto y Orcan, potenciales rivales. Racine se inspira en este hecho centrando la acción en el personaje de Bayaceto. También desarrolla varias intrigas amorosas en el serrallo. La acción es especialmente compleja y sólo puede concluir con una sucesión de homicidios y suicidios.El éxito inicial de la obra no ha tenido continuidad. Es hoy en día una de las obras de Racine que menos se interpretan.