Akenatón, la ópera minimalista del compositor norteamericano Philip Glass, es un viaje al antiguo Egipto que toma como base la vida del faraón homónimo, esposo de Nefertiti. Obra en tres actos, ambientados en el año 1 en Tebas, en los años 5 a 15 entre Tebas y Ajetatón y en el año 17 en Ajetatón, con un epílogo en el presente, narra los diecisiete años del reinado de este faraón, hijo de Amenofis III y esposo de la celebérrima Nefertiti. Akenatón revolucionó la religión, ¡nada menos que la religión!, del antiguo Egipto. Abrazó una creencia monoteísta, cuyo dios único era Atón, despreciando el panteón tradicional —incluido el todopoderoso dios Amón—. Y no sólo realizó un cambio radical en las creencias, también lo hizo con los patrones tradicionales del arte, sobre todo en la escultura y pintura. En su afán de romper con el pasado, abandonó Tebas (feudo tradicional de Amón) para trasladar la capital del imperio a una nueva ciudad: Akhetatón (El Horizonte de Atón) que ocupaba el lugar en donde hoy se encuentra la ciudad de Tell-el-Amarna, en la orilla derecha del Nilo, a mitad de camino entre Tebas y Menfis, las dos ciudades más importantes del Antiguo Egipto.
La idea para escribir esta ópera provino de la lectura que hizo Glass de los libros Moisés y el monoteísmo, de Sigmund Freud, y Edipo y Akhenaton, de Immanuel Velikovsky. Es una ópera inmersiva que no tiene una narrativa convencional. La historia se cuenta a través de una serie de cuadros que siguen libremente el relato del ascenso al poder del emperador, la construcción de su nueva ciudad y la caída de su dinastía.
Llena de intrigas políticas y religiosas en la corte más icónica de la historia, cuenta con las hipnóticas notas musicales de Glass y el virtuosismo de su director, Phelim McDermott, que se atreve con otra de las obras maestras de Glass, tras haber sido responsable de la ya legendaria representación en el Met de Satyagraha. Su trabajo es formidable por lo sintético y porque se adivina un esfuerzo extraordinario por sugerir el imaginario de Egipto sin utilizar ni uno solo de sus iconos más mainstream.
Philip Glass (Baltimore 1937), compuso Portrait Trilogy ("Trilogía de Óperas-Retrato") de las que Akenatón es la última, siendo las otras dos Einstein en la Playa (1975) y Satyagraha (1979). Estas tres óperas reflejan el pensamiento de tres desacoplados, tres hombres que revolucionaron la forma de ver el mundo de su época: Einstein en el mundo de la ciencia, Gandhi en el de la política y Akenatón en el de la religión. Basada en la vida y convicciones religiosas y políticas del faraón Akenatón (Amenhotep IV) y su esposa Nefertiti, el libreto es del propio Glass, en colaboración con Shalomon Goldman, Robert Israel y Richard Riddell. Fue estrenada por la Ópera de Stuttgart el 24 de marzo de 1984 y se presentó por primera vez en Estados Unidos el 12 de octubre de 1984, dirigida por David Freeman en la Gran Ópera de Houston, donde también se estrenó su ópera The Making of the Representative for Planet 8, con libreto de Doris Lessing, basado en su novela homónima (de la que no consta grabación). Se representó nuevamente en 2016, 2018 y 2019.
En 2014, algunos de sus fragmentos instrumentales fueron utilizados como banda sonora de la película rusa Leviathan, de 2014 dirigida por Andréi Zviáguintsev. La película puede considerase como una reflexión moderna acerca del Leviatán de Thomas Hobbes. Ambientada en la península de Kola en el Mar de Barents, cuenta la historia de un hombre que lucha contra un alcalde corrupto que quiere apropiarse de su pedazo de tierra.
Recientemente, la Metropolitan Opera anunció cambios en su organización de gran calado. Jonathan Friend, el director artístico de la compañía durante más de tres décadas, cesa en su puesto al final de esta temporada y será reemplazado por Michael Heaston, que durante algún tiempo dirigió el programa de jóvenes artistas de la Ópera Nacional de Washington.
Siendo el responsable en última instancia del casting, el gusto del director artístico es una de las principales razones de qué o a quién se escucha sobre el escenario. Heaston está muy familiarizado con la actual generación de cantantes, y este reemplazo es una señal inequívoca de los nuevos vientos que soplan en el Met, como ejemplificó la llegada de Yannick Nézet-Séguin para sustituir a Levine allá en el 2018. A este anuncio le siguió el recentísimo estreno absoluto en el Met de "Akenatón".
La ópera de Glass, escrita en bloques de sonido y texto, sigue las andanzas de este desacoplado, de este Akenatón visionario y peculiar a través de su gobierno radical (instituyó el monoteísmo y sacudió la jerarquía conservadora egipcia) hasta su caída, un periplo de transformaciones tan radicales e incómodas, que sus sucesores intentaron erradicar todo rastro de él. El resultado, con un sonido rico y diferente, más oscuro debido a la omisión de los violines, suena más tradicional que en 1984 y más fresco que muchas óperas escritas recientemente que luchan por encajar en el molde operístico. Sumado a esta producción tan llamativa y a un reparto sorprendentemente sólido, "Akenatón" supone un buen comienzo para el futuro de la compañía.
Un estreno siempre impone, aunque en esta ocasión se jugaba sobre seguro. Al público de Madrid no le es extraña la música de Philip Glass. Y se notaba en los cines Yelmo que el respetable —la gran mayoría—, venía a rendir tributo. Ya en 1984 se representó aquí su Einstein on the beach, con escenografía de Robert Wilson. Y en la temporada 1998-99, nuevamente el tandem Glass-Wilson volvió con O corvo branco. La familiaridad con el minimalismo de antaño y con la posterior evolución en esa manera de orquestar casi obsesiva de Glass eran bazas a favor para que el público de este día 23 de noviembre prodigara una buena acogida a la ópera, como así sucedió.
La orquesta y la puesta en escena crearon el ambiente perfecto. Karen Kamensek demostró un conocimiento avezado en el lenguaje musical de Glass y sacó un excepcional rendimiento de la orquesta. El lado complejo y hasta atormentado de los personajes, y la perplejidad de algunas situaciones, prendieron en el espectador hasta límites de desasosiego. El carácter repetitivo de la música no perjudicaba la tensión emocional. Al contrario. Se produjo una sensación casi hipnótica que favorecía la ambivalencia y el lado contradictorio de los personajes, con sus grandezas y miserias, en ningún momento definidas demagógicamente. El elenco vocal se integró a las mil maravillas en este concepto textual-musical y también el grupo de malabaristas. Se impuso la sensación de equipo, de trabajo bien hecho.
Si bien ahora hablamos de un compositor respetado (o por lo menos no públicamente vilipendiado) tanto por los especialistas de la clásica como por los popes de la modernidad en clave pop y electrónica, Philip Glass nunca dejará de tener cierto malditismo, condición que marcó su creatividad ya desde una juventud y madurez de precariedad que le llevó a aceptar diferentes roles profesionales bastante alejados de la naturaleza del compositor musical, como son los de taxista, fontanero o mozo de mudanzas. Aunque es hoy uno de los compositores vivos más conocidos del planeta, la admisión de Glass en el mundo cerrado de la música clásica ha sido difícil. Todavía hay quien rechaza su obra, calificándola de trucos repetitivos de peso ligero. ¿Qué pensarán ahora sus opositores, tras las muestras de aprobación y complacencia de la grandísima audiencia mundial del viernes por la noche, que representaba a ese grupo demográfico joven que las compañías de ópera deberían perseguir si no quieren desaparecer?
Como también debieron callar los que dudaron o pusieron objeciones a priori a la batuta de Karen Kamensek, quien, a los mandos por vez primera de la orquesta del Met, hizo que sonara más cómoda con el idioma de Glass que en el Satyagraha de 2008. Desde el comienzo de la obertura, la textura del sonido transmitió, en su luminosidad suavemente cambiante, ese distante aroma de lo arcaico. Podría parecer que una partitura minimalista es un reto relativamente asequible para un director de orquesta, pero la realidad es otra. En efecto, la gracia de esta música está en las constantes modulaciones y matices, que se van introduciendo en los motivos que se reiteran. Por ello, mantener el pulso dramático en las secciones más repetitivas —no solo entre la orquesta, sino también en los cantantes— es una difícil tarea. A todos estos retos respondió admirablemente Kamensek, en una lectura muy fluida de la obra.
Siendo una ópera que no sigue las estructuras narrativas convencionales, McDermott ha sabido encontrar otras formas de visualizar la música, y para encajar con esa música hipnótica y ritualista de la ópera, ha creado un atractivo ambiente que incluye una compañía de acróbatas y malabaristas, la Gandini Juggling, coreografiados por Sean Gandini, que lanzan al aire bolas y mazos en una sorprendente correspondencia con los patrones de esas notas ascendentes y descendentes tan características de Glass. Estos malabaristas, vestidos con unos trajes que reflejaban la tierra agrietada del delta seco del Nilo antes de las proverbiales inundaciones anuales, se convierten en parte del elaborado ritual de la corte, junto con esas magníficas y locas túnicas gruesas creadas por el responsable de vestuario, Kevin Pollard, rígidas y atiborradas de brocados, caras de muñecas y brillos, a la manera de iconos ortodoxos rusos. Algo menos costosa pero igualmente magnífica parecía la escenografía de Tom Pye: andamios móviles en los que se movían los personajes con elementos de reciclaje o repetidos, también como la música o esas descendentes esferas luminosas que se convirtieron en leitmotivs visuales. Y cerrando la parte técnica, una especial mención a la iluminación de Bruno Poet, que contribuyó en grado decisivo a la ambientación tan acertada para la producción de McDermott.
El personaje en esta obra es más una presencia que una parte de la historia: vemos a Akenatón en diferentes fases de su vida, sin necesidad de ninguna explicación. El contratenor Anthony Roth Costanzo resulta ser una elección perfecta, demostrando poseer un don natural para la interpretación y una voz firme y ligera, que proyecta poderío sin permitir a la audiencia olvidar la vulnerabilidad subyacente de su propio cuerpo desnudo debajo de la túnica. Akenatón adopta muchas formas: en su bellísimo dúo de amor con Nefertiti, su esposa, Costanzo y J'Nai Bridges, una mezzo-soprano hermosa y completa en su debut en el Met, aunque no novata en roles de Glass (hizo una Kasturbai resonante y atractiva en el Satyagraha de Los Angeles en 2018, también de McDermott), vestidos con largas túnicas rojas que limitaban sus movimientos, tanto como resaltaban sus figuras, y que se derramaban interminables detrás de ellos, recordaban a aquella famosa intervención de Christo y Jeanne-Claude en el Valle del Colorado.
Akenatón y su círculo son todas voces ligeras, incluida la reina Tiy, su madre, cantada por la soprano lírica ligera Dísella Lárusdóttir, y sus seis hijas, un conjunto de punto estrecho que presenta un bloque de sonido amortiguado. Lo que contrasta con las voces de los sacerdotes y los demás hombres: los antecedentes de Glass en esta ópera abarcan desde el contratenor Ptolomeo en el "Julio César" de Handel hasta los sacerdotes de la "Aida" de Verdi.
Especialmente imponente Zachary James en el papel de Amenhotep III, el padre de Akenatón, que sirve como narrador fantasma y que declama con voz poderosa y magnífica gestualidad la mayor parte del texto inteligible del libreto de esta ópera, creado a partir de fuentes de la época y que incluye partes tomadas de un poema del propio Akenatón, del Libro de los Muertos y de decretos y cartas del período Amarna. Algunos textos están en lengua acadia y hebreo antiguo. Estas partes son interpretadas en el idioma original, y se intercalan con comentarios del narrador en idiomas modernos, originalmente en inglés, pero que pueden ser traducidos al idioma del público. La hermosísima aria de Akenatón del Acto II, que recita un Himno a Atón, también debe cantarse (según indicaciones del propio Glass) en el idioma del lugar donde se represente la obra. Como estábamos en Nueva York, en la proyección LiveHD de los Yelmo a la que asistí, la disfrutamos en inglés. No aparecieron traducidos en los subtítulos (lo que fue causa de los exabruptos de una de las asistentes, claramente desconocedora de lo que había venido a ver, que protestaba por la “anglofilia” de este sistema, que “margina a personas que, como ella, han elegido el francés en su infancia como segundo idioma”). James subrayó su efectivo papel de maestro de ceremonias al hacer doblete durante el tercer acto, en la escena de “las ruinas”, interpretando a un profesor que trata de explicar historia egipcia a un grupo de estudiantes aburridos que están jugando con sus teléfonos móviles en un museo cualquiera; en otro de los momentos de la ópera, incluso se atreve —con mala fortuna en esta ocasión— con los malabares. Completaron el reparto Richard Bernstein, como Aye, el padre de Nefertiti, Will Liverman, como el general Horemheb, y el Sumo Sacerdote de Amón, cantado por Aaron Blake.
Con sus tres horas y cuarenta minutos, "Akenatón" es una ópera larga, aunque personalmente se me hizo corta. Como muchos compositores teatrales, Glass es un maestro del ritmo. Ahora, a sus 82 años, Glass está comenzando gradualmente a abrirse camino en el casi inexpugnable reducto de la música clásica que durante tanto tiempo le ha dado la espalda, gracias a sus actuaciones en los últimos años con la Filarmónica de Nueva York y el Centro Kennedy.
El crítico americano, Clement Greenberg (en «The American Avant-Garde») habla sobre la música como el arte absoluto. Dice que la “música está lejana a la imitación (…) y lejos de tener efectos ilusionistas”. Es “su naturaleza absoluta la que la mantiene alejada de la imitación (…), ha venido a reemplazar a la poesía como un paradigma de arte, convirtiéndose en la envidia de todas las artes de vanguardia, y cuyos efectos son los más difíciles de imitar”. Independiente a su tendencia minimalista, pareciera que es más bien un exponente de algo que se asemeja a la proposición estética del impresionismo de finales del siglo diecinueve, debido a su multiplicidad de planos. Las piezas de Glass son instantáneas, se producen en capas de sonidos. Una nota constante corta, se une a otras en otro nivel, y luego a otras tres, y así sucesivamente, hasta que todas juntas generan una atmósfera que significa todo y nada, pero solo en el universo de su volatilidad. Así, genera una impresión, una idea, una sensación, perceptible únicamente en el momento de su escucha. Esta percepción vinculada a las imágenes es lo que crea la “magia” de las obras de Glass.
Greenberg comenta también —respecto a la música— que es un “arte abstracto”, porque es incapaz de comunicar algo que no sea una sensación, y, cómo éstas, no puede ser concebida en otra forma que no sea a través de los sentidos para entrar a la conciencia”. Así Philip Glass es modelo de creador de arte cuyas piezas se adentran en el inconsciente gracias a su pureza generadora de emociones, que no buscan narrar ni representar, sino simplemente existir.
Open are the double doors of the horizon,
unlocked are its bolts
(Abiertas están las dobles puertas del horizonte.
Han sido descorridos sus cerrojos)
Ankh ankh, en mitak
Yewk er heh en heh
Aha en heh
(Tu vida vive, tú no mueres ya.
Existes durante millones de millones de años,
por millones de millones de años)
Ya inen makhent en Ra,
rud akit em mehit
em khentik er she nerserser
em netcher khert
(¡Salud, conductor de la barca de Ra!
Resistan tus velas al viento,
mientras que navegas por el Lago de Fuego
hacia el Infierno)
(Texto cantado en egipcio extraído de "El Libro de los Muertos" por E. Wallis Budge, 1895)