Lo Dandi como manifestación estética surge de manera indefectible en los grandes momentos nihilistas de la historia de la humanidad. Por tanto, para este fenómeno, la decadencia, la fatalidad y la destrucción son las condiciones de posibilidad que impulsan su surgimiento. Cuando el hombre ha perdido su papel en el marasmo de lo bizarro, como expresión final antes del acabamiento, resurge lo Dandi como una vuelta al antropocentrismo, y esa operación tendrá sustentos filosóficos, literarios y poéticos. Así, la Estética de lo Dandi se transforma en su Ética, y también en su Metafísica. Esta es la razón por la que, en este ensayo, no se encontrarán análisis metafísicos, o lógicos, o epistemológicos de lo Dandi, que siendo pertinentes, emplazamos por motivos de extensión a ulteriores trabajos. (¿Un probable «sistema filosófico» de lo Dandi?). Me limitaré —dicho a botepronto, puesto que «limitación» es un término injusto; como si la estética pudiera reducirse al estudio de lo Dandi y no fuera también un estudio de nuestra sensibilidad y un pensamiento capaz de dar cuenta de todo ello en tanto fenómeno social, histórico y antropológico[1]— al abordaje estético, dejando después breves pinceladas de aspectos éticos, así como algunos datos históricos.
Sigo para ello, predominantemente, los criterios de Eugenio Trías, no sin haber valorado con detenida y profunda reflexión las propuestas de Jean-Marie Schaeffer (2005) acerca de la disolución o la crisis de legitimación del arte contemporáneo, que soluciona con su concepción de la estética integracionista. Schaeffer pretende distinguir entre lo artístico y lo estético, definiendo esto último como esa competencia mental humana con la que tratamos el mundo y que nos sirve para superar la tradicional separación entre arte y vida. En casos como lo Dandi, en los que ambos términos van de la mano, parecería que una aproximación como la del francés satisfaría los fines del presente estudio. La deriva de la Estética que defiende Schaeffer, que de filosófica pasaría a interdisciplinar (antropología, psicología, biología, neurociencias), sin duda posee la ventaja del diálogo con otros saberes a los que necesitamos poner a conversar. Reconociendo en primer lugar que el integracionismo de Schaeffer para abordar fenómenos como lo Dandi —con el que debemos parlamentar en clave estética sin ser en puridad una obra de arte— es atrayente, concedo que lo Dandi no cabe en viejas categorías artísticas, por lo que podría verse limitada la reflexión acerca de él si lo abordáramos con las ópticas tradicionales. Una teoría del arte «aislacionista» no conseguiría adentrarse en sus arcanos.
Por ejemplo, desde Schaeffer es muy atractivo pensar que lo Dandi opera como un «desagravio» por una insultante realidad desfalleciente que nos punza e hiere, o como el portador de un destino místico, guardián de verdades trascendentes que, en esos momentos de decadencia, solo él atesora, conoce y conserva, aunque no podrá transmitirlas —no se encuentra entre sus habilidades la de la docencia— o haciendo de ellas —y en esto sí es magnífico— el combustible de ese resplandor personal con el que se muestra a esa burguesía adocenada que solo le puede admirar, sin saber cómo clasificarle o tratarle, o a ese populacho que lo adorará, lo aclamará, y lo intentará deglutir, como hace con todo aquello que empieza admirando y termina vulgarizando e integrando en sí. Lo Dandi como retenedor de una función ontológica que no ha querido, que no considera suya, pero que le permite revelar lo auténtico del ser a aquellos que se han olvidado de lo primigenio, aunque nadie pueda justificarle, darle apariencia de razón en esta función. En línea, en definitiva, con Marx, Schopenhauer o Nietzsche.
Lo Dandi no posee un estatuto ontológico estético específico. Es el cuerpo principal de mi tesis el hecho de que a lo largo de la historia, ha aflorado, sempiterno. En todas las épocas. Y en cada una de ellas, como objeto estético, ha tenido diferentes maneras de manifestarse. Estudiar el fenómeno desde la Estética responde a una de las muchas maneras de abordarlo que pueden existir. Es la razón por la que lo estético, cuestión funcional, debe disociarse del estatuto óntico de lo Dandi. Por eso dice Schaeffer que para que un producto humano (pongamos aquí lo Dandi) sea una obra de arte, no es condición indispensable que tenga una función estética; y, además, que se pueden tener experiencias estéticas fuera del ámbito artístico. Por tanto, no daré la espalda a la interdisciplinariedad que postula Schaeffer, pero con un claro eje predominante en los postulados de Trías.
Siguiendo pues a éste (1973) elevo la Estética a paradigma con el que poder elaborar un modelo ontológico y epistemológico. Así la creación artística, y recordemos que el Dandi lo es, se convierte en clave para comprender al hombre detrás de la máscara en su singularidad, su intersubjetividad y su moral. Adoptando por tanto en este análisis una postura esteticista que sostiene una interpretación del fenómeno Dandi en clave artística, concedo prioridad a las significaciones sobre el sentido, entendiendo este en base a aquellas. Lo Dandi simboliza —y es producto de— el ciclo de los acabamientos. De los finales de época, esos momentos en los que se produce la muerte del hombre en la muerte de Dios. Un giro antropocéntrico[2] que conlleva una especie de «sacralización» del artista y de su obra (él mismo reunido en un todo) y que, careciendo de referentes metafísicos, vuelve continuamente sobre sí mismo llegando, sin remisión, a la absolutización de su ser. Por ello, hay que fijarse en la autoconcepción del dandi como creador[3]. Hablaremos en breve de la «dandi mensura». La estética de lo Dandi se autojustifica sosteniendo la tesis de la inadecuación entre lenguaje y realidad, distinguiendo la semiótica y la semántica, y así pretende elaborar su discurso, que se quiere coherente sobre la incoherencia de los momentos históricos en que surge. Una pretensión que responde a la intencionalidad de la fascinación: pretende firmemente anular la facultad de comprensión clara y distinta (¿importa algo la comprensión de la masa burguesa?). Análisis estético construido sobre la separación entre ética y estética, sobre el supuesto de que el hombre puede renunciar a su aspiración de unidad en la búsqueda del sentido; estética que sobrevive a esos ciclos históricos de decadencia y su última consecuencia: la muerte del hombre; estética de la desagregación y de la disolución. En lo Dandi, una vez desvinculada de la metafísica y de la religión, la estética dispersa su arte en una multiplicidad de direcciones todas igualmente legítimas pero todas igualmente insatisfactorias para el hombre con sed de sentido, puesto que ese arte, desvinculado de las cuestiones últimas, no es un arte a la medida del hombre corriente, aunque sea el arte del dandi.
¿Qué es lo que confiere a un hombre el distintivo de obra de arte? ¿Qué es lo que hace que su auto-producción —auto-poiesis, como veremos en el acercamiento axiológico del análisis modal de lo Dandi— constituya un hecho o un acontecimiento artístico? ¿Por qué entre iguales surge de pronto una disensión, una diferencia, ese extraño misterio que hace que algunos hombres sean considerados dandis y otros no accedan nunca a esa categoría?. La teoría del Arte y la Estética permiten que estas preguntas broten espontáneamente, pero la respuesta a las mismas, aun cuando en cada caso concreto puedan imponerse intuitivamente, se trueca en una de las más difíciles soluciones que deben abordar estas disciplinas, y en general la Filosofía. Hablo del criterio estético de lo Dandi planteado como problema, respecto del cual aventurar una u otra respuesta debería arrancar de una posición filosófica previa en nosotros, de un posicionamiento estético. Y por mucho que intentemos suprimir el problema por medio de su teorización, lo Dandi como arte reaparece, aunque lastrado de excesivas connotaciones añejas, erróneas, propias o ajenas[4], específicas de filosofías estéticas y teorías del arte periclitadas, o lo que es peor, de indocumentados con mucha astucia mercadotécnica y poco amor por la verdad. Si fuera el caso de arañar superficialmente algún dato de tipo antropológico, sería oportuno traer a colación los hallazgos de Marcel Mauss acerca de los areoi, una sociedad de hombres y mujeres que habitaron antiguamente la Polinesia y que vivían para la muy especial misión de recorrer el mar, de isla en isla, llevando a los diversos pueblos la danza, la canción, la fiesta. La misión sagrada de los areoi era el fasto, el lujo. La misma función que, en la sociedad occidental de las edades moderna y contemporánea, tenía la aristocracia: aportar a la sociedad lo «superfluo indispensable».
Dice Jordi Claramonte (2011) que, según Hobsbawm, para poder convertirse en una leyenda, un hombre debe poder mostrarse en unos pocos rasgos simples que lo perfilen nítidamente contra el horizonte en la postura esencial propia de su rol, o propia del «demonio que lo habita». Exactamente reza así para un dandi. Aunque sería falaz suponer que esas imágenes esquemáticas sean tan simples o que resulten de un proceso de estetización mal definido. Las imágenes, las noticias de lo Dandi son por fuerza generativas, capturadas siempre en el momento en el que algo decisivo —una forma específica del estar del dandi— acaba de ocurrir, y también algo determinante —una forma de articulación, de determinación trágica, patética, una forma de ese allure que impregna lo Dandi— está a punto de desencadenarse o ya lo ha hecho. Por ello la épica de lo Dandi se desgrana en anécdotas. Una biografía exhaustiva entorpecería la recepción adecuada de un fenómeno tan complejo. En el ámbito del análisis estético de lo Dandi, suceden procesos cercanos a los modulares —automatismos de ideas estéticas— de Fodor. Cuando nos disponemos al regocijo de observar la puesta en escena y la performance de un dandi, de forma inadvertida para nosotros se ponen en juego determinados patrones de percepción y organización de lo estético, en los que la experiencia estética que adquirimos vía su observación y estudio contiene una opacidad y eficacia relativa, desencadenada por imágenes esquemáticas abiertas y atractivas a nuestra interacción que no impide que su acoplamiento pueda servir de base para ulteriores desarrollos de la generatividad, exactamente como sucede en el ámbito lingüístico. En nosotros, en su contemplación, se genera una gramática que nos invita a ponernos en juego con ellas. Ese automatismo de lo estético en lo Dandi, esa modularidad, se organiza en función de un encapsulamiento automatizante y efectista, pero en absoluto embrutecedor, lo que la contradice en alguna medida. Y es que en lo Dandi se da una complejidad extraña: resulta extremadamente operativo en niveles básicos de recepción, lo que lo hace popular; pero también muy opaco en su semiótica profunda, lo que lo ha hecho, hace y hará objeto de estudio por muy diversas disciplinas.
Un fenómeno como lo Dandi es peculiarmente estético porque permite, de forma sucesiva o simultánea (incluso en un mismo sujeto), un amplio abanico de acoplamientos que pueden variar desde el reconocimiento modular más automático a los procesos generativos más arriesgados (tómese como ejemplo el presente ensayo). Lo Dandi responde a unas fórmulas repertoriales modulares que le permiten acoplarse con las disposiciones y expectativas de sus coetáneos (o, en el caso de los dandis literarios, de sus lectores, no importa cuándo lo sean de facto). Esas fórmulas repertoriales son unidades de sentido situacional con las que somos más o menos susceptibles de acoplarnos. Así —y esto entronca con la mímesis de lo Dandi, que veremos más detenidamente—, desde una perspectiva operacional, la construcción de la identidad de lo Dandi se realiza mediante sucesivos —y eventualmente recursivos— acoplamientos, que no solo van a constituir su propio repertorio de fórmulas conductuales y situacionales, ampliando el conjunto de relaciones con las que en un momento dado somos capaces de acoplarnos, sino que fundamentalmente van a establecer los parámetros de una enorme cantidad de comunidades modales, de posibilidades de encuentro y de articulación social e incluso política. Si recordamos «El retrato de Dorian Gray», de O. Wilde, vemos cómo en ella la construcción de la identidad de Dorian, el protagonista del relato, se va realizando, como dandi, mediante los encuentros que periódicamente va teniendo con lord Henry Wotton, en los que se van produciendo esos acoplamientos que referíamos, y que van dando lugar a esa transformación de Gray, de bisoño petimetre a pérfido dandi decadente:
[...] Y la belleza es una forma del genio, más elevada, en verdad, que el genio; no tiene necesidad de explicación. [...] únicamente la gente limitada no juzga por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es el visible, no el invisible... [...] lo que los dioses dan, lo quitan muy pronto. No tiene usted más que unos pocos años para vivir verdaderamente, perfectamente, plenamente. Cuando su juventud se desvanezca, su belleza se irá con ella [...] Busque siempre nuevas sensaciones. Que no le asuste nada... Un nuevo hedonismo: esto es lo que quiere nuestro siglo. Puede usted ser el símbolo visible. [...] La única diferencia que hay entre un capricho y una pasión eterna es que el capricho dura un poco más de tiempo. (Wilde, 2003)
Como resultado, Dorian comienza a establecer esos parámetros de comunidad modal con Wotton, esos espacios de encuentro y de coincidencia a través de los cuales va aflorando su nueva personalidad de dandi:
Los elogios de Basil Hallward le parecieron simplemente agradables exageraciones de amistad. [...] Luego había llegado lord Henry Wotton con su extraño panegírico de la juventud y el terrible aviso de su brevedad. Aquello le conmovió, y ahora, frente a la sombra de su propia belleza, sentía que la plena realidad se apoderaba de él en un relámpago. Sí; llegaría un día en que su faz se arrugaría, se encogería; sus ojos se hundirían descoloridos y la gracia de su rostro se rompería, deformándose. [...] La vida que debía formar su alma arruinaría su cuerpo. Tornaríase horrible, deforme, basto. (Ibíd.)
Hasta que, por fin...
Se enamoró cada vez más de su propia belleza, y se interesó cada vez más por la corrupción de su propia alma. [...] Porque, aun cuando estuviese muy dispuesto a aceptar la posición que se le ofrecía casi inmediata a su entrada en la vida, y encontrase en verdad un fino placer en pensar que podría ser realmente para el Londres de sus días lo que había sido en la Roma imperial de Nerón el autor del Satiricón, sin embargo, en lo íntimo de su corazón, deseaba ser algo más que un simple arbiter elegantiarum, consultado sobre la moda de una joya, el nudo de una corbata o el manejo de un bastón. Trataba de elaborar algún nuevo esquema de vida que tuviera su filosofía razonada y sus principios ordenados, y encontrase en la espiritualización de los sentidos su más alta realización. (Ibíd.)
Es así como Gray emprende «la vía» de Des Esseintes en pos de la más absoluta y decadente estetización. Así pues, dos acoplamientos radicalmente distintos: lord Henry Wotton por un lado, y la lectura de A Rebours, de Joris Karl Huysmans (el enigmático libro de tapas amarillas), por el otro, dan como resultado un nuevo modo de relación: Dorian Gray. Así, en un sentido operacional y modal, los procesos de individuación a los que se somete el dandi no solo son maniobras sostenidas a lo largo del tiempo y dotadas de complejidad, sino que a la vez que le individualizan, le proporcionan claves de conexión, de reconocimiento en un procomún estético, social y político. Es por ello que analizar lo Dandi desde la Estética Modal es un esfuerzo de indagación sobre esas unidades modales que contribuyen tanto a los procesos de individuación de cada dandi, como a los —escasos— de constitución de las diferentes socialidades. Así, mediante la indagación de esos acoplamientos entre repertorios y disposiciones podemos detectar la dialéctica operacional propia de lo Dandi, fundamental para cualquier estética y cualquier política. La praxis de lo Dandi es el acoplamiento no saturado de repertorios y disposiciones, que genera la repertorialidad. Se dice que es inadecuada cuando las diferentes formas de acción del dandi han perdido contacto y articulación con su alma (su forma de producción). Es el desencuentro, el desacoplamiento —del que hablaré profusamente más adelante, en el apartado «El dandi, un desacoplado»— entre los repertorios hegemónicos del momento a los que se tiene acceso y las propias disposiciones del dandi. Es ese el momento en el que —Gramsci dixit— «muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos», y en el que se agudiza la épica del dandi, un desacoplado, un «desperado» modal cuyas competencias no se vacían de utilidad, sino que se descubren inútiles ab initio, sin correspondencias posibles en el mundo del capitalismo incipiente que, siempre, asedia las potencias de lo instituyente de lo Dandi, e instaura unas formas que las anula.
Podrán leerse más adelante (cfr. «Ética de lo Dandi, o el Dandi Heautontimoroumenos», «Arsenal ético», «Rebeldía»), mis reflexiones sobre ese carácter «insurrecto» del dandi. Ahora es ocasión de puntualizar que ese cercamiento de las potencias de lo instituyente que acabamos de mencionar suele originar la rebelión del dandi, que se levanta contra esa ello, pero siempre de forma aislada y condenada de antemano al fracaso, y con ello, a la soledad o a la muerte (recuérdese el ejemplo de Brummell). Lo Dandi no existe sin su despliegue estético, que incorpora a las maneras y al conjunto de esas artes sutiles de sus modos de relación, cfr. «Las tecnologías del yo». El cuerpo y la manera es su obra de arte. Su vida es el espacio y el tiempo expositivo. Es una estética de rebeldía y desafío. Es reto y oposición. Nietzsche (2014) decía que hay modales con los que, incluso grandes espíritus, delatan su origen plebeyo o semiplebeyo:
—lo que delata es el modo de andar y el paso de sus pensamientos; no saben caminar. Así, tampoco Napoleón, para su profundo disgusto, no sabía caminar de modo principesco y «legítimo» en las ocasiones en las que precisamente había que saberlo, como en las grandes procesiones de coronación y similares: también allí seguía siendo solo el comandante de una columna —a la vez orgulloso e impetuoso, y muy consciente de ello. (§ 282).
Decía que la vida del dandi es el espacio y el tiempo en el que despliega su estética. Y el escenario es la sociedad, necesaria para disentir de lo que le está punzando. La sociedad es el espejo ante el que debe desplegar sus artes. Artes de guerra, y al mismo tiempo de seducción. No busca la paz, no la quiere. Cada mañana apresta sus armas para defenderse del Armagedón al que se enfrentará. Las ha velado por la noche: son su elegancia y su carisma. Así, ocurre que en medio de la maraña y claroscuro de obras y producciones que constituyen la cosecha propia de una determinada coyuntura social, musical, pictórica, arquitectónica o literaria, y cuando la decadencia se está apoderando de ese complexo, surge de pronto un individuo, con un brillo deslumbrante, que desafía el tiempo y las convenciones, y que resplandece de manera cegadora y fugaz. Suele ocurrir que, inmediatamente, le rodearán —y seguirán—falsos pretendientes a la ansiada categoría de obra de arte. Porque, al igual que la filosofía tiene su cruz en la sofistiquería, el dandi posee un gemelo espurio que lo acompaña; no hay dandi sin su réplica falsificada. En ocasiones y coyunturas determinadas, ha podido el juicio confundirse y determinar que quien no lo es sea declarado un dandi. En todas las épocas se ha producido esta confusión, alimentada por esa infamia que se ha dado en llamar el dandismo; solo el paso del tiempo permite alcanzar al respecto una claridad que, siempre, al igual que su modelo y objeto de estudio, será precaria e inestable. Radicalizo la pregunta. No inquiero ya lo que distingue al dandi del elegante[5]. Ahora pregunto qué distingue al dandi de su sombra, de ese «otro» que, sin serlo, pasa por serlo; que lo parece. ¿Qué hace tan arduo distinguir entre el dandi y el que se hace pasar por tal? ¿Qué es lo que explica que esa claridad no sea meridiana desde el principio? Preguntemos si existe algún criterio que permita diferenciarlos. Me sitúo en un marco problemático, como aquél que condujo a la reflexión a Platón en su Sofista, intentando diferenciar entre filosofía y sofística. Cada dandi es un mundo. Y su carácter de obra de arte va desvelándose en la recepción y en las sucesivas interpretaciones que desencadena, a través de las cuales se va descubriendo, o reconociendo, la pauta interna que le constituye en su entorno y su tiempo. Es más, cada dandi ha sido reflejo del mundo en el que se ha manifestado. El dandi «desvela» su mundo[6]. Lo pone al descubierto, guiándose por esa íntima unión de la cuestión de la belleza y de la cuestión de la verdad. Es en el dandi, obra de arte, donde acontece esa verdad (alétheia), que es capaz de mostrar, dejando hablar a las cosas por sí mismas, sin la imposición de esa estructura apriorística de conocimiento desligado de la belleza. Desde Heidegger, abordamos el problema del dandi como obra de arte, mediante dos aproximaciones diferentes. En la primera, desde Ser y Tiempo. En la segunda, desde El origen de la obra de arte. Empezamos sabiendo que Heidegger (2003) ve el modelo de esta concepción de la verdad, así como del papel que con respecto a ella juega el arte, en la cultura griega. En Grecia, la verdad (alétheia), el ser, es concebida como un «desocultamiento» del ente a partir de lo que, como fondo, permanece oculto. Hablar de «desocultamiento» en este contexto pretende poner énfasis en el hecho de que el dandi, en su manifestarse como tal, no pierde nunca su referencia a lo oculto, sino que de lo que se trata con él es más bien de un continuo sustraerse a la ocultación, algo que la ontología tradicional no puede trabajar, por considerar al ente sólo en tanto que pueda decirlo en conceptos. El segundo tablón de abordaje (2019) nos lleva a ver cómo lo Dandi, como tal obra de arte, funciona de manera similar a un dispositivo de almacenamiento, una memoria de la verdad —un memento veritas—. Esa verdad que, como artista, ha vislumbrado en el instante preciso (el kairós) en que ella, como un rayo partiendo la noche en dos mitades[7], se le ha desvelado (a-letheia: ese alfa privativa que encierra todo el significado; probemos a eliminarla y nos quedará lethé, de lanthano, que es huida, escape, fuga). Y esa verdad desvelada queda encerrada en el dandi, que —transformado, transfigurado— se exhibe a la contemplación de los demás. Entonces es cuando, en esas maravillosas ocasiones, ocurre el desvelamiento en el espectador: cuando, sintonizado de una manera misteriosa con y a través del dandi, revive esa alétheia y entiende. Comprende. El conocimiento se hace en él. Por eso, como el sol en el mito platónico de la caverna, el dandi deslumbra a quien lo ve: porque la descarga de verdad noquea momentáneamente y exige un tiempo de aclimatación, de adaptación. He ahí la razón de lo Dandi. Esto no sucede en el caso del «elegante» que pretende una mímesis del dandi, o que pretende ser tal sin serlo, o que parece serlo pero no lo es. En él (en el imitador) no se descubre —des-vela— el mundo, ni puede determinarse como microcosmos. Nuestro conocimiento de nosotros mismos, de nuestra condición mundana, nuestra percepción del «complexo» en el que nos hallamos inmersos, no se ensancha genéricamente por su gracia, aunque pueda parecerlo en la coyuntura de su surgimiento. El goce o el disfrute no se consolidan de tal modo que puedan una y otra vez producirse con su compañía (como sí sucede en la recepción del verdadero dandi). Los imitadores de dandi suelen producir ese efecto vacuo, esa ilusión, verdadera des-ilusión trascendental de toda estética y de todo arte, en las coyunturas de su implantación. Como obras coyunturales que son, los imitadores saben responder de un modo inmediato a un determinado espíritu del tiempo (de su época, de su presente histórico), pero no pueden resistir la erosión y la gran prueba del tiempo. El falso pretendiente al rango de artisticidad, el dandi impostor, no resiste a Cronos, que le acaba devorando. Acaba siendo popperianamente falsado a través de esta prueba histórica, que constituye su verdadera reválida. Ni más, ni menos que lo que sucede con los EE.UU. y la imposibilidad ontológica de que lo Dandi encuentre acomodo allí —con la honrosa excepción, quizás, de James Abbott McNeill Whistler, pintor ligado a los movimientos simbolista e impresionista, que desarrolló la mayor parte de su carrera entre Francia e Inglaterra —. Acaso sea ésta la razón por la que pudo desarrollar ese dandismo que le caracterizó y que Boldini supo retratar tan bien—. Aventuro que la razón de la manifiesta escasez de dandis en esa república pueda estribar en su mentalidad desaforadamente democrática y mercantil. O en esa permanente metamorfosis de su sustrato social; en esas fortunas que surgen de la noche a la mañana o en la carencia, en sus hijos mejor situados, de esa pátina que envuelve a la sociedad europea. Poca distinción, elegancia y estilo puede encontrarse entre millonarios que apenas saben leer, o entre nuevos ricos descendientes de aventureros, inmigrantes o proletarios privados de todo modelo y referente sobre finura y delicadeza. La figura más próxima al dandi que podrían albergar los Estados Unidos sería la literaria de Jay Gatsby, el personaje de la novela de F. Scott Fitzgerald, El Gran Gatsby, que explora la decadencia, el idealismo, la resistencia al cambio, la agitación social y el exceso, creando un retrato de la época del jazz, del Art déco o de los locos años veinte, como una advertencia con respecto al sueño americano. Gatsby es un magnate bello, excéntrico y proclive a unos excesos más propios de un analfabeto en materia de elegancia. Su nombre real es James «Jimmy» Gatz, su pasado es misterioso, su presente muestra conexiones con negocios turbios (más tarde revela ser un contrabandista). Es originario de Dakota del Norte —y es de todos conocida la larga tradición de dandis en esa parte del mundo—. Está obsesionado con Daisy Buchanan, una hermosa debutante de Louisville, Kentucky, a quien había conocido allí cuando era un joven militar estacionado en el campamento Taylor, durante la Primera Guerra Mundial. Pero Gatsby será lo más cerca que un yanqui pueda estar del dandismo, y se queda francamente lejos. No pasará nunca de ser un esnob podrido de dinero. El dandi necesita de la sociedad para serlo, pero el sr. Gatsby, o Gatz, debe vivir escondido. No puede vivir y morir delante de un espejo. No puede dejarse ver. Gatsby es un patético arribista. Nada más. —¿Verdad, Old Sport?—.
Whistler —quizás el único dandi norteamericano, decía— destacó principalmente como retratista y como grabador. Era conocido por su agudo ingenio, sobre todo en la esgrima verbal con su amigo Oscar Wilde. Ambos eran figuras de la sociedad parisina a finales del siglo XIX. Se dice que el joven Wilde, invitado por Whistler a una cena, fue objeto de un comentario incisivo de su anfitrión, a lo que Wilde habría replicado: «Me gustaría haberlo dicho yo». Whistler respondió: «¡Lo harás, Óscar, lo harás!». De hecho, Wilde repitió en público muchas frases ingeniosas prestadas de Whistler. Cuando, en 1895, se hizo pública la homosexualidad de Wilde, Whistler se burló de él. Su casi-amistad, basada sólo en su interés común por el arte, la aversión-atracción a las convenciones burguesas y la común inclinación hacia un carácter incisivo e ingenioso, se rompió hacia 1889. Como Whistler era veinte años mayor que Wilde, al principio su trato fue más parecido al de un maestro y su discípulo. Cuando Wilde se atrevió a realizar una crítica negativa sobre unas conferencias de Whistler, éste le atacó con sarcasmo. Colisión de astros. Lluvia de estrellas.
Durante el siglo XIX, puede percibirse el agónico intento del dandi para ser percibido como autor, que tiene que ver con una política de posicionamiento estético («cultivar la idea de lo bello en sí mismo») entendida como una «política del gesto». Lo que viene siendo convertirse en un sujeto social y político susceptible de reconocimiento visual. En la teatralidad de su pose, el dandi se escenifica como una sumatoria de estilos donde lo importante es el amaneramiento de la actitud, la perspectiva con que se ofrece a la mirada, estetizando su propia condición de autor como simulacro o reflejo del autor profesional (figura emergente en la época). En ese contexto, la escena social se configura como un maelstrom de estéticas dispares, de fragmentos irresueltos, cuyos sentidos discursivos se reproducirán en la indefinición de lo Dandi. Es así que no hay unidad de estilo, sino ante todo distinción, en el sentido de doctrina de la elegancia pero, sobre todo, en la aproximación puntillista al detalle, en el privilegio del modo de ser antes que en el ser mismo. El dandi-autor gestiona un producto que es él mismo, puesto que es su propia obra y, también símbolo, en contradicción con las condiciones materiales de la producción capitalista: su oficio es la inutilidad estética, reflejo espectral del burgués productor. Frente a todo tipo de positivismos, el dandi impone el desgaste de la pura funcionalidad estética. Frente al virtuoso trabajo productivo de los dictados del capitalismo incipiente, levanta una barrera metafísica de decadencia, basada en el ocio. La mayor riqueza de los dandis son ellos mismos, que desprecian el dinero y alaban elegante y rigurosamente la belleza del «arte de lo inútil», ese imaginario en el que entrarán creadores, artistas, escritores, músicos, poetas, pintores..., que en medio del ascenso y desarrollo de la burguesía —y como respuesta a ella— se dedicarán a labores contraproductivas o despreciativas del trabajo útil[8]. Cuando además lo cultural se profesionaliza y sus bienes se transforman en mercancía, el dandi se ofrece a sí mismo como el producto estético por excelencia y por oficio —ese tan grato del dolce far niente, salvo, eso sí, ofrecerse a las miradas—. Él mismo es un bien suntuario, un bien de lujo frente a la obligatoriedad de toda mercancía, incluso la simbólica. Valorándose como mercancía de cambio, el dandi pone en valor todos los mecanismos de la provocación, enfrentándose y vaciando su subjetividad de cualquier presupuesto esencialista, siempre más allá de sí mismo, definido en su radical alteridad. Dice Baudelaire (2013, p. 43) que el dandismo aparece especialmente en épocas de transición[9] y, como bisagra, adopta un doble carácter político, con ribetes de conservadurismo y de progresismo contrahegemónico, que lo coloca como adelantado de lo porvenir, y añorante de los paradigmas en descomposición. Esfuerzos inútiles, estériles, ejercicios de vanidad estética en medio de la afirmación imparable del capitalismo. La ambigüedad conceptual del dandi proviene de sus contradicciones internas: es un productor y un producto; en lo social pulula por los márgenes de su clase —de origen o de referencia—, pero se hace necesario y referente para la clase de aspiración.
[1] (Claramonte, Estética Modal Libro I, pág. 300, 2016)
[2] Con algo de humor, en el capítulo «Lo Dandi, lo aristos», abundaré en este antropocentrismo tan particular, denominándolo «dandicentrismo» —sistema dandicéntrico—.
[3] A partir del Renacimiento viene cuestionándose la concepción del artista como «descubridor». Los artistas empiezan a pensarse como creadores desde el XVII y el XVIII (pintura y escultura) y el XIX (resto de las artes).
[4] Véase, como ejemplo, el premio Fray Luis de León de Ensayo del año 2013, «Dandis, príncipes de la elegancia», de Pedro Álvarez-Quiñones Sanz, doctor en Historia del Arte, y editado por la Consejería de Cultura y Turismo de la Junta de Castilla y León, y que se limita a reproducir fragmentos, citas y textos ajenos, perpetuando (y confundiendo) falsos conceptos y hollywoodienses visiones de un fenómeno tan popular como ignorado y mal tratado (o precisamente popular por ello). En general, todo el corpus bibliográfico visitado —es obligado hacer excepciones, de las que este ensayo se nutre—se ocupa de «el Dandismo», lo que comporta, de entrada, un acercamiento limitado en tiempo (siglo XIX), en lugar (Inglaterra y Francia), en género (fenómeno exclusivo de hombres, casi siempre o erróneamente adjudicado a algunas mujeres que no lo fueron, dejando excluido lo queer) y circunscrito, casi en exclusiva, a la anécdota o al detalle vestimentario, o, casi siempre, al cotilleo de época.
[5] Vid. «Lo bello elegante y lo sublime dandi».
[6] Recordemos el comentario heideggeriano en la Summa: «Eso que sucede, lo Dandi, es la experiencia estética, un acceso a un espacio-tiempo, a un desocultamiento del ser estético. La verdad que esgrime el dandi opera como un proceso de apertura o desvelamiento. Desde la ontología, el origen del dandi es la verdad. El dandi es esa aletheia por la que la fuga es interrumpida. Personifica esa experiencia griega de la verdad completamente gobernada por el sentimiento trágico del ser humano, que se ha rendido a la evidencia de que todo lo que sabe o cree saber es vacilante, siempre a punto de escapársele, pero para quien, de cuando en cuando —cuando irrumpe la figura del dandi— esa fuga de su saber es trabada. En ese instante, en el lapso de un rayo —el rayo-lógos de Heráclito—, el dandi hace frente a lo que es: una verdad que aparece para desaparecer enseguida. Y que deslumbra. Por ello es una obra de arte: porque solo así —como ese elegante dispositivo de almacenamiento que es— será guardada esa verdad en la memoria».
[7] (Gómez Sánchez, El logos del rayo, 2018)
[8] Profundizaré en ello en el apartado «Arsenal ético de lo Dandi».
[9] «El dandismo aparece sobre todo en períodos de transición, cuando la democracia no es aún todopoderosa, cuando la aristocracia se tambalea y envilece solo parcialmente. En el conflicto de esas épocas algunos hombres desclasados, descontentos, desocupados, pero ricos en fuerza natural, pueden concebir el proyecto de fundar una especie nueva de aristocracia, que será más difícil romper porque se basará en las facultades más preciosas, más indestructibles, y en los dones celestes que no pueden conferir el trabajo y el dinero. El dandismo es el último estallido de heroísmo durante la decadencia...».