Como fenómeno occidental, suele decirse que el dandismo[1] se originó en Inglaterra y que viajó al continente de la mano de los aristócratas franceses exiliados allá, una vez fueron adiestrados en las tradiciones de la alta sociedad de Londres. Después de la batalla de Waterloo, en 1815, las actitudes francesas hacia los ingleses se hicieron más favorables, culminando en una segunda ola de anglofilia. La aparición del dandismo en Francia, así como los clubes de caballeros, la cría de caballos y el tiro al pichón fue una respuesta al amenazador surgimiento de la burguesía y esas horrendas virtudes de la eficacia y el trabajo. El dandi, ya lo sabemos, calificaba esos valores de vulgares, y reaccionaba cultivando un gusto «aristocrático» por una vida de ocio, de lujo, de dispendio y de grandiosa exhibición. En el ejercicio de esa performance —de la que hablaré más extensamente en otro ensayo que titulo «Lo Dandi, ejercicio performativo»—, el dandi despliega sobre el escenario de esa polis que le acoge su diferencia y excentricidad, con el objetivo de denunciar los límites de esa sociedad que le admira e idolatra y ponerlos a prueba, eligiendo una existencia exclusivamente orientada a su placer personal y su realización estética. Es esta una de las características centrales del fenómeno, que se mantiene, como no podía ser de otra forma, en el dandismo decimonónico, que es el dandismo per se, el popular y tradicionalmente considerado: jugar con el sistema, infiltrarse en la conciencia social de la época y desafiarla mientras percute en su público. El propio Baudelaire no consigue identificarse con la clase aristocrática de su tiempo: su atuendo austero y limpio, su discurso formal y la delicadeza de sus formas son, en él, una rebeldía contra el mediocre materialismo de esa era democrática. El negro con el que se uniforma desafía al burgués; le dice que observa un riguroso luto por la desolación que le produce la vaciedad que le rodea. Así, elegante, distinguido y original, el dandi Baudelaire se yergue, último representante del orgullo humano, frente a la decadencia que conlleva la trivialidad y la mediocridad, que en el vulgo profanador se hace soberbia, fría, melancólica... Es el París del poeta, repleto de alienados. El París de sus Flores del mal, transitado por prostitutas, poetas, flâneurs, que sortean como pueden los desafíos de la modernidad burguesa. De nuevo mi tesis: el dandismo como respuesta al acabamiento de un modelo y el surgimiento de un modelo nuevo que quiere uniformar a las gentes, produce sin embargo la individuación de los sublimes. Los cambios en el trabajo, en la vivienda, en las relaciones sociales que sobrevienen por la llegada del capitalismo industrial, hacen nacer a la vez a la modernidad y a lo Dandi.
Georg Simmel, en su artículo La metrópolis y la vida mental (1903), ahonda especialmente en el tipo de interacciones que se despliegan entre el individuo y la sociedad. Su hipótesis rectora propone que, tensionado por un ritmo vertiginoso e imposible de esquivar, el urbanita comienza a configurar un tipo moderno de personalidad, capitalista, indiferente y reservada; un tipo de personalidad caracterizada por la intensificación de los estímulos nerviosos. Y la mirada que propone ante este nuevo escenario no es, como venía siendo costumbre, desde la economía, la política o la biología, sino desde la cultura y la naciente psicología. Los mismos argumentos que esgrime Baudelaire para conceptualizar el dandismo. Y dice Simmel que los problemas más profundos de la vida moderna se derivan de la afirmación del individuo para preservar la autonomía e individualidad de su existencia frente a fuerzas sociales abrumadoras, de patrimonio histórico, de cultura externa y de la técnica de la vida. Y yo digo que es la masificación gregaria y bovina de la ciudad lo que lleva al dandi a experimentar ese intenso deseo de diferenciarse de la multitud, como una expresión de individualidad e identidad social y una manifestación de la autoridad de su gusto y sus formas de comportamiento social. Al afirmar constantemente su originalidad en la vestimenta, en el comportamiento y en sus relaciones sociales, el dandi hace de su persona una obra de arte que, siempre, requerirá de la sociedad —el público que actuará como un espejo— y de la moral convencional —la superficie de reflexión de su imagen—.
Jules Barbey d'Aurevilly (2015) transformó a ese beau inglés, superficial y tontorrón, en un intelectual de psicología profunda, liberando así al dandismo de sus connotaciones negativas. Con la figura del «Dandi de la Regencia», encarnado en Brummell, Barbey demostró que lo Dandi es mucho más que un guardarropa cuidadosamente elegido, presentando al dandi como un ser espiritualmente superior y definiéndolo como un nuevo tipo de aristócrata, cuyo prestigio social no se basaba en el nacimiento, sino en el estilo. Para Barbey, el dandi era un personaje contradictorio: en parte un rebelde moderno y un nuevo tipo de «trepa» social, cuyo estatus ya no dependía de la sangre o la herencia, y en parte un aristócrata con buenos modales y un gusto impecable que respondía a un estilo antiguo y noble. La superioridad de su atuendo, que estaba basado en una elegancia discreta pero estudiada, distinguida por su perfección casual, se reforzaba con su inveterado ingenio verbal y su exquisita despreocupación, puesto que las claves de la performance exitosa del dandismo eran la sensación de autenticidad del individuo dandi, su desapego, su sarcasmo, su impertinencia o su provocación.
El estudioso del fenómeno, Émilien Carassus[2], distingue tres tipos de dandismo: histórico, mítico y literario. George Brummell constituye, según el grueso de la crítica especializada, el modelo del grupo que denomina «Dandismo histórico»: se trata de una élite urbana (del Londres o París de principios del siglo XIX) elegante y ociosa, dedicada al cuidado personal y a una exhibición arrogante; individuos que, en palabras de Baudelaire, se complacen en sorprender continuamente y sienten la satisfacción orgullosa de no asombrarse jamás. Frente a Brummell y otras encarnaciones que existieron físicamente, cabe considerar un «Dandismo mítico», una concepción imaginaria, un conjunto de características que los hombres contemporáneos occidentales atribuyen a los dandis y que, en forma de prejuicio, puede interferir en su visión personal de cada dandi histórico. Y, en tercer lugar, el «Dandismo artístico», en el que cabe distinguir, a su vez, diversas perspectivas de enfoque, como la que responde a ese grupo de artistas que pueden ser considerados —o que se consideraron ellos mismos— dandis, por su peripecia personal; o a ese grupo de escritores, creadores de dandis en la ficción; o el colectivo de artistas con un estilo que puede considerarse «dandístico»; terminando con los artistas que han escrito sobre el fenómeno del dandismo. Es evidente que no puedo estar de acuerdo totalmente con tal división, que considero fuente de malos entendidos de lo que realmente significa lo Dandi: la observancia de los símbolo externos, el plagio o la simple reproducción de los mismos no otorga a quien lo practica ninguna categoría de Dandi. Es precisamente el error que señalo en el ensayo dedicado a «El problema del Género en lo Dandi» y a la «Mujer Dandi, Dandizette, Dandyesse o Quaintrelle».
Hasta este momento, en que pretendo que lo Dandi lo solucione definitivamente, existen ciertas dificultades a la hora de definir el dandismo y de proponer unos arquetipos capaces de resumirlo y ejemplificarlo en su totalidad. Hay que tener en cuenta que el dandi «ideal» presenta una naturaleza intrincada, caprichosa, laberíntica y contradictoria, lo que constituye precisamente otro de sus rasgos definitorios. Su idiosincrasia es extraña, abstrusa y polivalente. Toda manifestación de dandismo es única, singular e irrepetible, razones por las cuales no puede preverse ni quedar sujeta a precepto. El dandi surge, periódicamente, de manera espontánea y no premeditada, pero no ajena a razones de carácter político, social, cultural o económico, en varios momentos de la Historia de la humanidad; suele ser habitual que sea el conjunto de la sociedad quien lo eleve a tal categoría, al margen de las intenciones y deseos del (des)interesado. No es subsidiario, discípulo, ni heredero de nadie, y de su conducta solo esperaremos la sorpresa, amparada siempre por los dictados del capricho. No puede haber, por tanto, manuales sobre «cómo ser dandi», por mucho que se empeñen avezados gerifaltes de la industria editorial.
Jules Barbey d'Aurevilly escribe en Del dandismo y de George Brummell:
Si hubiera una legislación sobre el dandismo, se sería dandi acatándola. Sería dandi quien lo quisiera. [...]Hay, sin duda, en materia de dandismo, algunos principios y algunas tradiciones, pero es la fantasía la que impone, finalmente, su dominio sobre todo lo demás, y la fantasía solo está permitida a las contadas personas que ella previamente cautiva y que, ejerciéndola, la consagran. (2015)
Charles Baudelaire, en El pintor de la vida moderna, dice:
El dandismo es una institución vaga, tan rara como el duelo. [...] El dandismo, que es una institución al margen de las leyes, tiene leyes rigurosas a las que están estrictamente sometidos todos sus miembros, por fuertes que sean, por lo demás, la fogosidad y la independencia de su carácter. (2013)
Luis Antonio de Villena, en Corsarios de guante amarillo, dice:
El dandismo supone el triunfo del arte […] como artificio. La supremacía de lo artificial. De lo que, aun entrando en la naturaleza, está por encima de ella, la supera y la vence. El triunfo de la fantasía sobre el aire pútrido de la utilidad. El dandismo es pues, un arte. Arte en el que descuella el culto a la propia persona. Y arte que supone un desafío y un reto. La oposición […] hacia todo lo que es común, apersonal o vulgar. El dandismo es una sensación, una actitud individualista, un estilo, una psicología, una forma de entender el mundo y una persona [...] El dandismo es una afirmación elegante de lo raro y lo soberano. (2003)
Max Beerbohm, en Zuleika Dobson, dice:
El dandismo, esa flor perfecta de la elegancia exterior, es el ideal al que la sociedad siempre está dispuesta a aspirar en su propia e incoherente manera [...] Su contacto con la vida social no es, sin duda, más que uno de los avatares de cualquier arte. Su influencia, como el perfume de una flor, se difunde imperceptiblemente. Tiene sus propios propósitos y leyes, y no sabe de nada más. [...] El dandismo es la expresión final de un temperamento cuidadosamente cultivado, no una parte del propio temperamento.
Jorge Luis Borges, en Sobre Óscar Wilde, dice:
El dandi es el más íntegro intento por cambiar el mundo con corbatas y metáforas.
Sartre, en Baudelaire y el dandismo:
El dandi no quiere cambiar el mundo. No busca la superación hacia el porvenir, hacia un nuevo orden de valores (el acto revolucionario es demasiado útil y embrutecedor): el dandi, en realidad, se ocupa de mantener intactos […] los valores establecidos para poder rebelarse ante ellos, sin la esperanza real de destruirlos o superarlos, en un círculo vicioso estéril y gratuito. (1994)
Albert Camus, en El hombre rebelde:
El dandi crea su propia unidad por medios estéticos. Pero es una estética de la singularidad y de la negación. «Vivir y morir delante de un espejo», tal era, según Baudelaire, la divisa del dandi. Es una divisa coherente, en efecto. El dandi es por función un oponente. Solo se mantiene en el reto. Hasta entonces, la criatura recibía su coherencia del creador. A partir del momento en que consagra su ruptura con él, queda entregada a los instantes, a los días que pasan, a la sensibilidad dispersa. Es preciso, pues, que recobre el dominio de sí misma. El dandi se concentra, se forja una unidad, por la fuerza misma del rechazo. Disipado en tanto que persona privada de regla, será coherente en tanto que personaje. Pero un personaje supone un público; el dandi no puede ponerse más que oponiéndose. No puede asegurarse de su existencia más que hallándola en el rostro de los demás. Los demás son el espejo. Espejo oscurecido pronto, es cierto, pues la capacidad de atención del hombre es limitada. Debe despertársela sin cesar, espoleársela con la provocación. El dandi está pues, obligado a asombrar siempre. Su vocación reside en la singularidad, su perfeccionamiento en el sensacionalismo. Siempre en ruptura, al margen, obliga a los otros a crearlo a él mismo, negando sus valores. Representa su vida, a falta de poder vivirla. La representa hasta la muerte, salvo cuando está solo y sin espejo. Estar solo, para el dandi, equivale a no ser nada. (2002)
Walter Benjamin, en Iluminaciones II:
Baudelaire se representa al dandi como un descendiente de grandes antepasados. Para él es el dandismo «el último resplandor del heroísmo en la época de las decadencias» [...] En realidad resulta imposible pasar por alto que los rasgos que se reúnen en el dandi llevan una signatura histórica muy determinada. El dandi es una creación de los ingleses que mantenían la batuta en el comercio mundial.
(Benjamin, Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, 1993)
Y yo mismo, en El propósito del dandismo (Gómez Sánchez, El Dandy.net):
¿Qué es el dandismo? Es una filosofía estética de rebelión y relax. Es pretenciosa en el sentido de ser desvergonzadamente artificial y elaborada. Es siempre una pose consciente. El dandi es un artista cuyo lienzo es él mismo, la personificación andante de la noción wildeana del uno mismo como obra de arte.
(Citado en Álvarez-Quiñones Sanz, 2013, p. 61).
Todos ellos son juicios que operan como meras abstracciones; alardes retóricos acerca de un fenómeno intrincado y extraño, difícil de conocer, distinguir y fácil de apreciar y admirar; teorías sobre una estética escondida e incatalogable; ideas líricas o filosóficas dispuestas a abrazar a quien sabe aprehender sus esencias, vibrar con su magia y fantasía. El espíritu que anima al dandismo es indefinible, y ahí radica gran parte de su belleza. Sinónimo de resistencia absoluta a la masificación del individuo, el dandi elige para combatirla los evanescentes límites de la apariencia, como antítesis a la ilusoria concreción del materialismo burgués. Ese halo de provisionalidad, de evanescencia, está nutrido de fogonazos de eternidad, de horizontes utópicos que operan como cañonazos disparados hacia la masa filistea. El dandi es una producción estética, él mismo se autogestiona como parte de su obra y como un producto simbólico, aunque en flagrante contradicción con las condiciones materiales de producción capitalista: hace de la inutilidad estética su oficio y, con ello, se instala como un reflejo espectral de la figura del burgués atareado en pos de fortunas que no sabrá jamás disfrutar. El dandi, en cambio, insiste en la inutilidad de su quehacer. Frente al positivismo de la época, impone el desgaste de la pura funcionalidad estética; frente a la virtud del trabajo productivo levanta el ocio como metafísica de la decadencia:
La mayor riqueza de los dandis son ellos mismos, ellos despreciarán el dinero y alabarán con elegancia y rigurosidad la belleza del ‘arte de lo inútil’, imaginario cultivado donde entrarán los maestros del ocio, creadores, artistas, escritores, músicos, poetas y pintores, que en medio del ascenso y desarrollo de la burguesía se dedicarán a labores contraproductivas o derechamente en franco desprecio del trabajo ‘productivo’ o ‘útil’.
(Sutherland, 2011)
En momentos en que la actividad cultural se profesionaliza, en que el campo literario se torna específico y los bienes simbólicos adquieren un nuevo estatus de mercancía, el dandi aporta, y se aporta a sí mismo, como el producto estético por excelencia y por oficio, el dulce oficio de no hacer nada salvo ofrecerse a las miradas. Él mismo es un bien suntuario, de lujo, frente a la obligatoriedad de toda mercancía, incluso la simbólica. En su valor como objeto de transacción, pone en circulación todos los mecanismos de la provocación, se lo juega todo en el enfrentamiento, vaciando su subjetividad de cualquier presupuesto esencialista, de modo que está siempre más allá de sí mismo, definido en su radical alteridad. Ese dandi que pasea negligente llevando de la correa una tortuga, al tiempo que está denunciando el retraso absoluto de la carrera productiva respecto a su objetivo real, también alude a la lentitud de la evolución natural y al ritmo intrínseco, inexorable, de todo ser. Lugar de la antítesis, en el origen de la creación, el dandi constituye la obra de arte de sí mismo, evitando con ello la cosificación del sueño artístico y su sumisión a las leyes del mercado. Breve epifanía de sí mismo, meteorito de la utopía, instante de eternidad que renuncia a prolongarse en un presente que inevitablemente lo traicionaría, hace coincidir su esencia con su existencia, sin renunciar a su irremediable oposición, cultivando, incluso, en la tensión que las une, el impulso fulgurante de la revelación —esa alétheia que Heidegger implica en la revelación de lo artístico en el objeto/sujeto—, signo de su paso elegante por el mundo. Esa revelación es sin duda misteriosa, en cuanto alude al espacio arduo e ilimitado de lo posible, extrayendo su propia verdad de la resistencia que opone al orden acostumbrado del discurso. En un mundo disfrazado con el tejido ilusorio de la «claridad y distinción», propio de la racionalidad burguesa, proyecta su excéntrico perfil, apenas bandeado por el viento de la utopía, como una invitación a «dejar de entender, para empezar a comprender». Allí donde la comprensión no coincide con la resignación y la división, donde la síntesis no extiende el denso velo de una conciliación imposible sobre la crueldad de lo real, esboza en una jerga universal que solo a él le pertenece, compuesta de signos, gestos y alusiones, la cifra de un futuro existente, pero no más allá, sino al otro lado del presente, y manifiesta así su naturaleza de prisionero, sombra ficticia de sí, trascendencia continua y obligada de toda aspiración individual.
Los grandes dandis de la historia del dandismo decimonónico —y por extensión de casi cualquier época— fueron jugadores irresponsables, bebedores en exceso, vivieron más allá de sus ingresos y conquistaron jóvenes implacablemente. De los excéntricos lores a los terratenientes, de los que refulgían entre la creciente población urbanita a los ejemplares de la Regencia en sus clubes de juego, de los hedonistas decadentes en sus salones de opio a los ejemplares de hoy en día, los grandes dandis se revelan como algunas de los más enigmáticas, más entretenidas y más marcadas personalidades en la historia. Lanzo, por tanto, el concepto de lo Dandi en un afán de englobar bajo él a todas las manifestaciones de esa rebeldía estética a lo largo de la historia de la humanidad. Es un error común limitar el nacimiento del dandismo al período de la Regencia Inglesa, en la persona de aquel jovencito George Bryan Brummell. En la antigüedad griega y romana, en el siglo XVII, en el XVIII, a través del siglo XIX, el papel fue reescrito una y otra vez según era recreado por cada sucesiva generación. Los Bohemios, con su vestimenta estrambótica, ofrecieron una representación exagerada y cambiaron la vida en una especie de farsa. Fueron seguidos por los Decadentes, quienes, regodeándose en la depravación, vieron la vida como una tragedia sin sentido. Sus excesos derivaron en una comedia negra. Después de la muerte de la reina Victoria, los Dandis Eduardianos ocuparon las candilejas durante una o dos décadas antes de que aparecieran los Bright Young Things, siempre con un cóctel en sus manos y breves epigramas en la punta de la lengua, y la vida se convirtió de nuevo en una excéntrica comedia. Veremos que, desde aquellos locos años 20, y siempre a raíz de las conmociones y hechos históricos, se han seguido produciendo manifestaciones variadas y plurales de lo Dandi, y el hecho de que el papel haya sido reescrito en numerosas ocasiones por tantos campeones del dandismo demuestra que lo Dandi es una criatura con múltiples facetas. Si miramos de cerca e ignoramos las diferencias superficiales, podremos ver una filosofía pretenciosa, pero firme y contante. Todos los dandis comparten la misma visión de la vida.
Pero, ¿qué es lo Dandi? Una filosofía estética de rebelión y relax. Pretenciosa en el sentido de ser desvergonzadamente artificial y elaborada. Siempre una pose consciente. Es estética, pero el dandi se sonríe a sí mismo con superioridad al transformar el eslogan esteta del «arte por el propio arte» en su propio eslogan de «estilo por el propio estilo». Es un artista cuyo lienzo es él mismo, la personificación andante de la noción wildeana del «uno mismo como obra de arte». Es rebelde porque es inconformista, exhibe desdén ante el continuo discurrir de ideas y lo efímero de los gustos y modas de hoy en día. Y a causa de su necesidad de tener algo contra lo que reaccionar, define su época desafiándola, personificando su tiempo subvirtiendo las expectativas predominantes. Es un rebelde con ninguna otra causa que no sea él mismo. El dandismo se desarrolla en y depende de una situación de dolce far niente. Así, el dandi es un sujeto básicamente desocupado, libre de las anodinas obligaciones de la vida que tan frecuentemente interfieren con el estilo. No trabaja. Meramente existe, ignorando la moralidad, la pasión, la ambición y los otros factores mundanos de la existencia humana que normalmente mueven a un hombre a la acción. En vez de esto, cultiva tranquilamente un cierto aire de superioridad e irresponsabilidad y con una mueca de suficiencia hastiada, da un pequeño sorbo a su copa de absenta. Expresión externa de belleza interna y superioridad innata, lo Dandi es la razón de ser del hombre al que los dioses han concedido cualidades excepcionales que prueban su distinción del rebaño. ¿Arrogante? Desde luego, pero la arrogancia es el derecho de nacimiento del dandi.
¿Cuál es el propósito de lo Dandi? ¿Para qué existe? Los dandis entretienen y son divertidos y esto sirve tan bien de justificación para su existencia como cualquier otra cosa, aunque va mucho más allá. Los grandes dandis de la historia han sido todos unos desarraigados. Intelectuales cínicos, artistas desencantados o jóvenes desafectados, todos han perdido el sentido de la integración. Han sentido cómo la corriente social es incapaz de aceptarles. Algunos creyeron que el mundo era incapaz de apreciar sus talentos. Otros se sintieron expulsados. Algunos vieron su religión o su sexualidad como la causa de su exclusión. Pero sea lo que sea que se esconda tras ese sentimiento de diferencia, lo Dandi ha sido el método usado para colarse en el mundo visible. Ha funcionado tanto como un pedestal en el que subirse, como una máscara tras la que esconderse.
Lo correcto es hablar del dandi y no de un dandi concreto. Ninguno de los dandis ha hablado jamás de sí, sino del dandi en general y de algunos personajes en particular, pero más de sus actos y de aquellos momentos en los que se mostraban como dandis [...] No es fácil decir qué es un dandi; se puede hablar de él sólo oblicuamente [...] Se habla de él sin poderlo entender, capturar en una red de conceptos; él, en la plenitud, en la rotundidad del yo, elige huir de toda categorización intelectual, frente a cualquier rigor geométrico.
(Scaraffia, 2002).
Por tanto, el dios del dandismo pide a sus seguidores que sean más que maniquíes de sastre animados. Su vestimenta es simplemente la punta del iceberg de su actitud y su significado es control, independencia, relax y libertad de pensamiento. Antes que nada, es necesario dejar a un lado ese lugar común de que el dandi es un «dictador en términos de higiene y elegancia externa». Indudablemente, la atención meticulosa a los pliegues de la tela y los matices producidos por la combinación de ciertos colores es parte consustancial del carácter del dandi, pero, sin embargo, como ya escribió d’Aurevilly (2015), el dandismo es «una forma de ser y una forma de vestir, no solo el vestido en sí». A la pregunta «¿qué es un ser aristocrático?», Nietzsche responde: «el ser que tiene que representarse a sí mismo constantemente y buscar situaciones en las que se necesita una pose persistente». En otras palabras, lo Dandi es una actitud radicalmente estética hacia la vida.
La habilidad del dandi es saber incorporar en sí las teorías bourdieanas del habitus, hacer de su cuerpo y de su apariencia —de su simbología— una clase social, que opone y enfrenta a esa otra clase objetivada del capital —preferentemente económico—: la burguesía. Sus posiciones objetivas, sus manifestaciones corporales, sus esquemas y su distinción, derivan en su habitus, que siendo tan particular no busca ningún tipo de reproducción social. Siendo como es un arribista, o un desclasado, un desacoplado, la habilidad de nuestro héroe estriba en saber apropiarse de los recursos, estrategias y formas de estar en el mundo de una clase que no es la suya, y además adaptarlas de una manera tal que las convierta en suyas habiéndolas mejorado, distorsionado y retorcido —poniéndolas además lejos del alcance de cualquier posible imitador—. El campo semántico del habitus de Bourdieu (1988) tiene una amplitud tal, que podemos descubrir en él desde actitudes, ropa, comportamiento, figuras de baile, formas de gobierno, formas de vida, figuras retóricas, gramaticales, geométricas y astronómicas. El dandi es exactamente el portavoz de este tipo de exterioridad formal, una exterioridad en la que el contenido da el sentido, el significado y, en última instancia, algo que se refiere a algo más de sí mismo. El dandi se niega firmemente a postergar el ejercicio de vivir plenamente la vida a cambio de una promesa de lo que está por venir (sea un título, una estabilidad, o un edén) y manifiesta una sensibilidad estética ritual que prescinde de cualquier «mitología». En otras palabras, lo Dandi se basa en los modales y no en la moral (esa «grandeza sin convicciones»).
[1] Veremos que «el dandismo» cuenta, una y otra vez, esa historia, pero que lo Dandi sabe que este fenómeno es inherente al ser humano a lo largo de la historia del mundo.
[2] Émilien Carassus. Doctor y profesor de literatura francesa. Autor de Le Mythe du Dandy, Collection U2, Études et documents, Volumen 186 de Collection U2, 186. Série Mythes, y de Dandysme et aristocratie, in Romantisme, n.70, 25-37.