¡Qué es ahora para mí «apariencia»! En verdad no lo opuesto a algún ser, —¡qué puedo decir de cualquier ser que no sean precisamente los predicados de su apariencia! [...] Apariencia es para mí lo que actúa y lo que vive mismo, que llega a burlarse de sí hasta el punto de hacerme sentir que aquí hay apariencia, fuego fatuo y danza de espíritus, y nada más....
(F.W. Nietzsche, La gaya ciencia, § 54)
Rasgo esencial propio, y el más evidente. El que más equívocos y falsos lugares comunes ha creado. El dandi —cualquiera de ellos, desde Heráclito hasta Robert Smith— busca audiencia, expectación, atención, escucha, admiración, a través de la exaltación de la propia apariencia. Por ello cuida de manera minuciosa su puesta en escena a través de ropas y adornos. Siempre en él ese baudelaireano «vivir y morir delante de un espejo». Pero atención: es un error vincular la elegancia en el vestir con lo Dandi[1] —eso es el dandismo—. No todo dandi es siempre elegante y nunca la elegancia es premisa suficiente para llegar a ser dandi. Y por supuesto, lo Dandi no es patrimonio del sexo masculino —eso es, de nuevo, dandismo—, como veremos más adelante[2].
Esa elegancia estereotipada, de gran almacén, con la que tan equivocadamente se identifica hoy en día al dandi no es más que la mala interpretación o recepción defectuosa de la excelsa contumacia de aquellas figuras que, a lo largo de la Historia, hicieron de la indumentaria trinchera para reaccionar a la decadencia que vislumbraban y que iría a confluir en florecimientos de modelos socio-político-económico-culturales absolutamente contrarios a las aspiraciones de una humanidad que se desarrollara con otro tipo de vectores, alejados de aquellos con los que la burguesía y el capitalismo iban a asolar nuestra historia. La indumentaria, ayer, hoy y mañana, no es más que una parte —la visible— de la respuesta a una serie de condicionantes sociales, políticos y económicos que se perciben como amenaza (reacción que con anterioridad y con posterioridad ha venido repitiéndose a lo largo de toda la historia) o el no entendimiento de lo que, en esencia, fue una actitud de oposición. El anuncio de un nuevo tiempo en el que nada tiene sentido, en el que los valores imperantes no vaticinan nada nuevo. Y si no hay valores válidos, si las barreras se levantan, nos movemos en el terreno de las carnestolendas, fuera carnes, carnis tollendus. Fiesta. Farsa. Fingimiento. Pantomima, el acabamiento del razonamiento, la importancia del gesto que pasa por el vestido, reclamo primero —acaso único— cuando no se escucha ya. Cuando la razón no encuentra vía de expresión. Dice Baudelaire (2013) que siempre hay dandismo cuando sobreviene la transición, cuando las escuchas se ensordecen y los referentes de respeto se han prostituido, se han corrompido o han mutado en vulgo vil. Reinando el descontento que proviene del conflicto, siempre surge lo Dandi, que da abrigo a esos descontentos, a esas excrecencias exquisitas del Leviatán que, de repente, no tienen otra ocupación que la de pensarse, otra vocación que la de la crítica, y entonces sienten como lo aristos, esa fuerza interna que los distingue del común, irrumpe. Frente a la podredumbre del dinero, lo inmaculado de la razón. Lo heroico de la sátira.
Brummell optó por rebelarse, en un momento concreto, contra las tendencias imperantes (en el vestir y en el aparentar) de los fops (macaronis, beaux, lions, etc.), que no eran sino exuberancia, colorido y extravagancia. Pero el propio Brummell proclamaba la discreción en el vestir y elogiaba la sencillez en su extremo más radical («se tiene éxito si se es capaz de cruzar la ciudad sin llamar la atención»). Esa fue su clave, que además conectó con el imaginario popular: frente a la exageración de los fops, la sencillez del dandi. Hoy calificamos de «elegante» el uniforme que adoptó un rebelde, que en su momento fue tildado de extravagante y motivo de un escándalo, y que no hubiera prosperado de no ser por la protección y patrocinio del príncipe regente, el futuro Jorge IV. Su triunfo fue hacer moda de su rebelión, (contrasentido de lo que el dandismo significa, puesto que es su máxima huir de la uniformización, patrimonio del vulgo desprovisto de iniciativa, originalidad y espíritu creativo). La gran ironía es que el dandismo, como el concepto que hoy día conocemos. fue creado por la masa tontorrona que, no entendiendo el poso de rebeldía que anidaba en estas manifestaciones, solo ansiaban incorporar a su persona la anhelada imagen excéntrica y atrayente, limitándose a añadir a sus hábitos la ociosidad, las sesiones anormalmente largas de aseo. Aleixandre lo supo ver y lanzó invectivas envueltas en poesía contra los imitadores y aduladores ignorantes de la verdadera dimensión de la rebeldía agonística de lo Dandi. También Juan Ramón Jiménez (que considera esta apropiación débil como algo reprobable y estúpido y así, por extensión, a quien tan zafiamente copiaba solo lo externo). Entre quien no supo ver la verdad detrás de la rebeldía, quien se quedó con lo exterior y no pudo profundizar, tenemos a Thomas Carlyle, que simplifica hasta el absurdo la complejidad intrínseca de lo Dandi en su obra Sartor Resartus, o Max Beerbohm, que triunfa escribiendo y dibujando sobre lo epitelial del fenómeno, quizás interesado, ya que él fue considerado —de nuevo erróneamente— como un dandi, el último dandi, no siendo más que (como decía Carlyle) «un hombre que viste ropas, cuyo negocio consiste en vestirse». Nada más erróneo. Nada más triste. Nada más común.
El dandi es un desclasado, un desacoplado, que crea moda a su pesar. Siempre rebelde, reniega de los dictados de la actualidad. Si el dandismo es la forma de lo que quiere atraer simpatías, lo Dandi es una forma de desprecio. Hay más elegancia en el imperdible que perfora la ceja de un punk, que en las corbatas de «plastiseda» de los elegantes-de-centro-comercial. La asociación entre dandismo y moda es histórica pero errónea: pocos soportes de visibilidad tan susceptibles de ser intervenidos como la ropa, los usos y las costumbres, las toilettes, los estilos. Pero esa es la semiótica del dandi, en la que descubre y entona su germanía dandística intraducible; y es otro error —otro más— atribuir al dandi la autoridad del arbiter elegantiarum. Las intromisiones —los mangoneos— de Brummell[3] hacían peligrar la norma y etiqueta de la nobleza, con esa forma de vida dandi, esa ley à la Brummell, tan arbitraria y ajena, tan privada y particular, que la hacía inservible como código de uso común, y a causa de la cual se hacía necesario estar pendiente del Beau si uno no quería quedar peligrosamente demodé. Semiótica que pide lo imposible (una comunidad de singularidades, un oxímoron, una contradictio in termini), y en ese sentido preñada del valor crítico que da voz a toda posición utópica, que impugna el estado de cosas existentes, postulando una forma de existencia por venir. Semiótica de un particularismo incomunicable, solitaria, insular, que da lengua y sentido a toda forma de vida que se niega a ceder en su deseo. En ese idiotismo, en esa idiocia e ignorancia del verdadero significado de lo Dandi, descansa su dimensión ética: es soberano, se dicta él mismo sus propias condiciones de existencia y es, por tanto, radicalmente refractario a toda moralidad porque conoce su genealogía.
Esa ética negativa, esa estética de oposición, unida a esa astucia que le hace sabedor, conocedor y dominador de las reglas que imperan en su momento, de las convenciones sociales, de la etiqueta y del protocolo del poder, y la audacia que le impulsa a quebrarlo todo, le permite desplegar una gestualidad y una apariencia, una pose en definitiva que impugna todo lo normativo y posibilita el mayor abanico de códigos y dispositivos de vestimenta. Lo Dandi cuenta con dos grandes tipos de dispositivos estilísticos: los textiles y los textuales: la indumentaria, por un lado, y toda la literatura, por el otro, que en torno a este fenómeno se genera.
En lo que respecta a los «dispositivos textiles», el abanico va desde la corona de laureles, excelsas túnicas y broncíneas sandalias de Empédocles, pasando por la sobriedad indumentaria de Brummell, el pelo teñido de verde de Charles Baudelaire, los excelsos smokings de los Bright Young Things, los andrajos excelsamente radicales de los punkis o los ropajes victorianos aderezados con detalles tecnológicos —los ooparts[4] de los steampunks— que restallan en anacronías llamativas, jugando especularmente con paracronismos y procronismos, reformulados según los estándares del s. XIX. Toda una gama de estrategias indumentarias asociadas a lo Dandi. Heterogeneidad que se homogeneiza por la crítica. Es la razón de la elección que hace el dandi de la prenda, que otorga la carga crítica a su cuerpo. Nada que ver con un nimio y pasajero capricho estético, o por inclinación personal. En función de la crítica a ejercer, así la indumentaria a vestir. Brummell se opone a la parafernalia de fops y macaroni, todavía dominante en su época. Apuesta, en su rebelión, por la higiene y la sencillez[5]. Aprovechando la costumbre que existía por el color y la variedad sin fin, la oposición del Beau introdujo el paño en sustitución del terciopelo y la seda, los pantalones ajustados a la pierna y largos contra esos calzones hasta la rodilla, los zapatos de tela finísima y delicada vencidos por zapatos de arpillera, y lo más revolucionario de todo, el peinado à la Brute, que Brummell supo imponer aprovechando una convulsión social de la época[6]. Sin embargo, lo Dandi en Baudelaire, su cabello de color verde[7], es más intelectual que el de Brummell, que no pasó de ser una expresión inteligente, estetizante y graciosa que reflejó cierto malestar ante el surgimiento de la burguesía inglesa y el fin del modelo anterior. Lo Dandi en Baudelaire es militante y crítico, es un precursor del punk que surgirá en el s. XX. Observa algunas diferencias con el flâneur[8], que opta por observar sin ser visto. Pero tanto Brummell como Baudelaire coinciden en su posicionamiento crítico: el enemigo es la moral dominante introducida por esa burguesía materialista y ramplona. Cada dandi elige sus armas: Brummell la afectación pomposa aunque sobria, Baudelaire la marginalidad y la rareza. En ambos, el disenso del cuerpo que se alza como grito de rebeldía. Así, cada vez que aflore lo Dandi a lo largo de la historia, lo hará esgrimiendo los dispositivos de vestimenta, de ingenio, de crueldad, más efectivos para transmitir su mensaje con la máxima efectividad.
En cuanto a los «dispositivos textuales», el principal es el cuerpo, como vengo diciendo. El dandi, mediante el acicalamiento, pone en práctica la premisa de la unidad constitutiva entre el espíritu y el cuerpo con el objetivo de proyectarse en el espacio público en pleno gobierno de sí mismo, persiguiendo la performance perfecta[9]. El dandi se produce a través de su aspecto, del porte de su figura, de su cuerpo, que es el dispositivo material en el que se inserta el texto de su crítica. Así es como llega a ser una obra de arte viviente. Aquí reside la razón de que lo Dandi se manifiesta en él independientemente de su atuendo. Lo que importa es el cuerpo. Prenda y cuerpo, repitiendo la consonancia entre cuerpo y alma, conforma una unidad. Por ello no es la prenda la responsable del estilo, sino que es el estilo el que da forma a la prenda. De ahí que pueda ser tan dandi un filósofo de 440 a. de C., Empédocles, que es descrito por Diógenes Laercio vistiendo la túnica púrpura de la realeza, una faja dorada, sandalias de bronce y una corona de laurel délfica, como un Diógenes reclamando como lo más bello del mundo «la libertad de expresión» y la kosmopolités como actitud antipolítica y haciendo del harapo la máxima elegancia y de la tinaja una mansión. Cosmopolitismo y rechazo de convenciones, adaptación y disfrute, también en Aristipo el cirenaico, otro dandi de la Antigua Grecia, personalidad refinada que defendía el placer como bien, cualquiera que fuera la circunstancia o el hecho que la motivara, y que amaba los perfumes[10]. O un Brummell, o un Baudelaire... Barbey d’Aurevilly dirá que «es la forma de llevar el traje lo que crea el dandismo: se puede ser dandi con el traje arrugado». O en andrajos; o incluso en el cosplay[11] de un otaku[12], añado yo.
Así pues, la prenda, pero no solo, provee al dandi de una materia para la transformación de su cuerpo, alterándolo de tal forma que le provee de nuevas funciones. El cuerpo del dandi deviene la máquina significante de la que habla Barthes, que cuenta con tantos discursos y posibilidades como prendas con las que se cubre. La cuestión del cuerpo vestido para el dandi no está relacionada con el significado de las prendas, con su semiótica intrínseca, sino con el discurso que elaboran en contacto con el cuerpo dandi. Las consecuencias que el ensamblaje de los dos tienen en la sociedad del momento. Esa masa, ese profanum vulgus que todo tiende a aplanarlo, que de todo quiere apropiarse, suele, a partir de detectar en su ecosistema la presencia de ese anticuerpo contra su idiocia, y ante la amenaza que es para ella un cáncer en su molicie burguesa, suele, decía, iniciar una auténtica campaña de derribo vía absorción, vía integración de lo diferente, de lo amenazador. Quiere siempre desactivar ese elemento subversivo, que tanto daño le hace, por medio de la imitación. Y comienza —y nunca puede pasar de ahí— imitando lo epitelial, lo evidente, lo fácil —o eso creen, ignorantes del verdadero significado de lo Dandi—, empiezan, digo, remedando la indumentaria. Así, encumbran la pericia de sastres, alfayates, costureros, modistos y remendones, queriendo fijar en cánones —o lo que es lo mismo, no entendiendo absolutamente nada— diametralmente alejados de lo que significa lo Dandi, el contenido por el continente. Se confunde así lo Dandi con lo elegante y se enreda el calificativo de dandi para designar a quien sigue fielmente los dictados de la moda. Asistimos impotentes —poco se puede contra la estulticia de la turba— a cómo se tilda de dandi a elegantes como Cary Grant, Fred Astaire, Gianni Agnelli,... Pero nada es más falso: todos ellos no son sino la encarnación de esa moda, que, ya sabemos, es un fenómeno masivo, imitación colectiva de una novedad regular (ese dandismo tan opuesto a lo Dandi). El dandi se convierte, pues, en artista de sí mismo: es una obra de arte viviente. El artista se convierte entonces en modelo o ejemplo: el arte es su moral. De ahí la importancia que le atribuye a su aspecto exterior: código de vestimenta, atuendo elegante y/o original, excéntrico y mundano a la vez, poses rebuscadas, gestos refinados, discursos cultivados, delicadeza o brutalidad de lenguaje, cinismo, actitudes provocadoras, culto del yo, posiciones ideológicas elitistas y siempre chocantes, y comportamientos desviados. El objetivo es forjarse una identidad personal y social a través de la distinción y la diferencia. El arte de gustar se convierte en el arte de gustar disgustando. La multitud será su principal enemigo.
No podríamos hablar de narcisismo en el dandi. No es idólatra adorador, ni tampoco iconódulo venerador de su propia imagen. Si el rasgo principal de Narciso es esa necesidad radical de fusionarse consigo mismo, el dandi, por el contrario, forja la distancia y la brecha continua en su «entre», es la representación de un cuerpo disociado, un objeto compuesto de fragmentos dispersos y unidos por el vestido que los cubre y la actitud que los muestra. Es significativo que las anécdotas sobre Brummell, y sobre los dandis en general, estén marcadas por su carácter ingenioso, por esa «chispa» en sus habilidades expresivas que son su modo privilegiado para distanciarse. El dandi no trata de cerrar su brecha interior a través de la búsqueda de un yo más verdadero, ni se involucra en ningún desafío romántico para comenzar a relacionarse auténticamente consigo mismo. El desplazamiento permanece y solo le es posible tratar consigo mismo a través del ingenio, del chiste, de ese Witz freudiano, permaneciendo, por lo tanto, en un estado de oposición insalvable. Es entonces cuando el reflejo de su propia imagen se convierte en aquello con lo que se asegura la existencia. Por ello es al mismo tiempo antinarcisista y antiedípico: vive en una relación de profunda afinidad con el lema del adivino Tiresias, que es negación del lema délfico: «los que no se conocen a sí mismos vivirán durante mucho tiempo».
La indumentaria del dandi es solo un medio de expresión: busca conmocionar a toda costa y trata de expresar su hostilidad hacia la decadencia de la sociedad y el acabamiento del modelo. Su indumentaria es el adorno de su yo y el arma de su rebeldía; esa vestimenta quiere mostrar a quien lo usa y hacer patente su mensaje, el disfraz con el que, histrión, se dispone a actuar en la pantomima del momento final. Barbey d‘Aurevilly decía que un dandi «no es un traje que camina solo: es cierta manera de llevarlo...; la realidad del dandismo es humana, social y espiritual». Para Ellen Moers (1978), la independencia del dandi, su seguridad, su originalidad, auto control y refinamiento tenía que ser visible en el corte de sus trajes (en su indumentaria en general, diría yo). Según Beerbohm, «los dandis debían amar el vestir contemporáneo, y su traje debería liberarse del disparate o la afectación». Apreciación de lo Dandi evidentemente errónea, o hija de su momento, que hace dejación del carácter de rebeldía que debe albergar siempre. Beerbohm, ese gran bluf revestido de prestigio, siempre falto de fundamento. Para nuestro protagonista, la indumentaria es, siempre, un acto de agresión[13], y su arma es su creatividad en el disfraz, en la máscara. El desprecio de Barbey d‘Aurevilly por el «gusto y las ideas contemporáneas» dio como resultado su guardarropa, ajeno a los dictados de la moda de 1830. Incluso Wilde, después de las excentricidades del período estético, se había convertido en un suntuoso dandi démodé; así, reproduciendo un estilo pasado con el que provocar al burgués, Wilde quería oponerse al creciente peso del futuro con el encanto melancólico del pasado, darse el lujo de no dejarse llevar por la moda, que iguala, uniforma, nivela.
Beardsley se vistió enteramente en diferentes tonos de gris. El pintor Whistler enteramente en blanco y negro, siempre con una ligera nota de color en el pañuelo de bolsillo. Incluso Baudelaire había adoptado este tipo de uniforme, tanto que fue llamado por los críticos y conocidos «monsieur Brummell»; su toque de color lo daban sus guantes: rojos, rosas, amarillos. Y una bufanda escandalosamente roja, que solo se ponía en los funerales. Sus pajaritas estaban hechas a medida, siguiendo su diseño preciso, solo para burlarse sin saberlo y, de antemano, de la moda del traje de confección en serie. Johnny Rotten lucía vaqueros rotos muy ajustados y unas botas Dr. Martens sucias. Si un dandi del s. XIX pudiera ver hoy una chaqueta moderna, notaría su escandalosa fealdad, los miles de defectos que hoy, nosotros, ni siquiera podríamos identificar. El dandi es refractario a la moda; es más, a veces se deleita convirtiéndose en el psicópata homicida que la aniquila. Lo Dandi no tiene nada que ver con la adopción artificiosa de formas cuidadas o afectadas, de elegancias adquiridas a base de dinero en sastres más o menos habilidosos. No tiene que ver con un físico agraciado, cuya tenencia no puede ser elegida. Pero si, como decimos, la moda es lo opuesto a lo Dandi, ¿por qué —podemos preguntarnos— ambos conceptos han ido siempre tan estrechamente unidos? En primer lugar, conviene advertir que la moda no tenía en el s. XIX (y menos en sus comienzos) el carácter masivo que tiene hoy, aunque era ya —esto es inherente a ella— de carácter colectivo, distinguiendo los usos y vestidos de una determinada esfera social. Pero, aún considerando esta salvedad, hay que volver a afirmar que el dandi nunca es el hombre que sigue la moda, sino el que sorprende con sus declinaciones, con sus creaciones, sus tergiversaciones, exageraciones, enriquecimientos, sus cambios para ajustarla al tono de su persona y de su estilo. Lo más usual es que su originalidad termine poniendo en uso sombreros, trajes o adornos que nadie usaba. Y, cuando todos acceden a ellos —si el hábito, como suele ocurrir en muchos dandis, no es demasiado atrevido—, cuando se «popularizan», él los abandona. Las maneras vestimentarias del dandi no son la moda. Son su disidencia. El dandi es siempre el hombre, nunca el vestido. El chaleco rojo de Gautier, los trajes orientales de Byron, las corbatas, o los ceñidísimos guantes de Brummell, las cadenas y encajes de Disraeli, la parca militar verde de los mods, la «chupa» de cuero de un rocker de Brighton, la corbata roja de un emo, son todas ellas una forma de combatir. El dandi significa su oposición al utilitarismo y a la uniformidad social burguesa por el atuendo.
La distinción interna, o espiritual, es esa perfección que solo algunas personas atesoran, inmaterial y solo perceptible, a la manera de destellos fugaces, en actitudes, maneras de estar, de comportarse y de reaccionar. No es una virtud hereditaria, no puede transmitirse por nacimiento, pero es innata. No puede aprenderse. Es selección involuntaria de maneras que diferencian, una cierta delicadeza que no se encuentra en el aberrante común: es un timbre de voz, unos gestos… en palabras de Suzanne d’Orley (1930), es un perfume espiritual que ciertas personas desprenden, y que nunca está relacionada con el dinero. Baudelaire (2013, p. 42) excluía la posibilidad de la vulgaridad en un dandi, y ello ha sido válido en cualquier época en la historia de este fenómeno revolucionario. En él, ni siquiera es pensable la vulgaridad en el caso de que cometiera un crimen, porque, si así fuera, si se pudiera demostrar que ese crimen cometido por el dandi fuera tosco u ordinario, debería aplicársele el peor de los castigos. La idea de «lo bello» varía con las épocas, las modas o los lugares: determinados tipos de peinados y atuendos pueden entrar en aparente contradicción con nuestro sentido de lo bello (personal, subjetivo, local y contemporáneo). Para ser dandi no es necesario ser hermoso. Ni tener un rostro perfecto. Lo que es irrecusable es la elegancia, el allure[14], la sprezzatura[15], la grazia[16], el je ne sais quoi[17] que solo posee el mirmidón de guantes amarillos. No es obligatorio un aspecto digno, ni una anatomía medianamente equilibrada (Byron era cojo de nacimiento; Rodrigo de Saavedra y Vinent, II marqués de Villalobar, estaba roto y se mantenía unido y en pie gracias a un ingenio mecánico).
Entre los dandis hubo, hay y habrá de todo: Agatón, el vencedor de las Leneas del 416 a. de C., era un hombre de excepcional belleza y elegante —y lo dice nada menos que Sócrates— de finos modales; de d’Orsay se dijo que fue guapo hasta el momento de morir —con cincuenta años—. Brummell tenía la nariz torcida a causa de una caída de caballo. Eduardo VII, Wilde, Álvaro de Retana y Byron propendieron a la gordura. Óscar Wilde era también patizambo y feo. Samuel-Jean Pozzi, extremadamente apuesto y encantador, tuvo numerosos romances y aventuras extramatrimoniales, dotado como estaba de un físico admirable que mantenía gracias a interminables sesiones de ejercicio físico. Raymond Roussel, Diego de León y Roberto de las Carreras eran bellos, al igual que Harry Kessler, José Asunción Silva, Félix Yusúpov y Eduardo VIII. Antonio de Hoyos y Vinent tenía trazas de boxeador. Aubrey Beardsley era alto, desgarbado, lánguido y paliducho, con unas manos enormes. Jean Lorrain estaba algo desproporcionado: tenía muy prominente el esternón y los hombros demasiado anchos, así como una mandíbula muy sobresaliente, todo lo cual daba al conjunto un cierto aire simiesco. Mariano José de Larra era bajito y tenía los dientes feos. Marie Joseph Robert Anatole, conde de Montesquiou-Fézensac tenía un porte estilizado, con aspecto de mosquetero, convencional pero muy elegante. Boniface de Castellane tuvo un perfil amable, un rostro equilibrado y una digna silueta que conservó durante años, a pesar de su escasa altura. Benjamin Disraeli, judío, adolecía de un prominente apéndice nasal. Jean-Marie Mathias Philippe Auguste, conde de Villiers de l`Isle-Adam tenía los ojos achinados. Gabriele d’Annunzio fue feo y calvo la mayor parte de su vida. Charles Baudelaire, Barbey d’Aurevilly, James Whistler y José María Rueda y Gómez fueron hombres corrientes —incluso no demasiado agraciados—. Sir Lumley St. George Skeffington fue feo y escuálido. Joey Ramone era larguirucho, miope, obsesivo-compulsivo; Johnny, un delincuente juvenil, ultraconservador nacionalista; Dee Dee, drogodependiente que murió de sobredosis de heroína, aquejado de varias enfermedades mentales, supuestamente prostituto ocasional; Dave Vanian, de The Damned, tenía una estética vampiresca, de sepulturero; Johnny Rotten, de los Sex Pistols, estaba aquejado de meningitis; Steve Jones era cleptómano —robó a Bob Marley, Roxy Music o Keith Richards los equipos con los que grabaron; robó su Gibson Les Paul Custom a Mick Ronson—; Sid Vicious, politoxicómano y asesino de Nancy Spungen, su pareja, muerto por sobredosis de heroína en la fiesta de salida de la cárcel que le organizó su propia madre; Dead Boys, Blondie, The Clash, Johnny Thunders and the Heartbreakers, Adam Ant..., ejemplos de absoluta elegancia y de lo absurdo de la creencia de que el dandi debe ser de una belleza sobrenatural. Lo Dandi es una cualidad que poco tiene que ver con la ruleta de la fortuna de unos genes apropiados en lo físico. Es más una disposición espiritual. Un allure, sprezzatura o grazia… Lo otro, de nuevo, es el dandismo.
[1] Veremos, más adelante, como lo punk , por ejemplo, es una manifestación más de lo Dandi. Consultar «Cronología de lo Dandi»
[2] Consultar «El problema del género en lo Dandi», en contestación y oposición a las erróneas tesis mantenidas en Álvarez-Quiñones Sanz, 2013, pag. 45., y otros muchos.
[3] Quiero decirlo de una vez por todas, aunque caigan sobre mí las iras del populacho indocumentado: Brummell fue un burgués arribista, un chuleta petulante que se convirtió en caprichito del poder —de Prinny, el regente— y usó y abusó de su posición para medrar en sociedad y para hacer dinero, vía extorsión de proveedores de la casa real. Y tanto se creció y tan cerca voló de ese sol que era el voluble Jorge, que creyéndose impar entre pares se excedió en sus atribuciones, y sus alas se deshicieron. Cayó. Le cayeron.
[4] Acrónimo en inglés de out of place artefact: «artefacto fuera de lugar». Anacronismos que aparecen en forma de objetos más avanzados de lo que cabría esperar para su lugar y periodo.
[5] En realidad, la única gran contribución de Brummell a la moda fue una innovación muy saludable: la de la higiene. «Solo le pido tres cosas a mi armario: que nunca esté falto de buen lino, que esté siempre abarrotado y jabón del bueno».
[6] Me refiero al conflicto de los polvos del cabello. En 1795, la escasez de harina y la pobreza del erario público obligaron a Pitt a gravar con un impuesto toda cabeza que estuviera empolvada con harina. Los tintoreros y los fabricantes de pelucas practicaron una fuerte presión para que fuera tomada la tan impopular medida. El duque de Bedford y otros nobles, opositores de Pitt, tomaron la decisión de dejar de llevar el pelo enharinado o recogido. En septiembre de 1795 se reunieron en Woburn Alley, y estableciéndose en asamblea, se sometieron todos a una sesión de rapado, lavado y cepillado. Los grandes pelucones grasientos y sofocantes, una verdadera tortura, fueron abandonados. Pero no se volvió al lavado cotidiano del cabello de forma inmediata. Aún con el pelo corto, la costumbre del engrasado continuaba. El lavado diario fue la gran contribución de Brummell.
[7] Instalado en París en 1842, en disposición de la fortuna que ha heredado de su padre biológico, Baudelaire conoce a Jeanne Duval —una mulata que será la más querida de sus amantes— y a Théophile Gautier —el escritor que más admiró—, y se entrega a cuantas disipaciones ofrece la vida parisina. Dandi con la misma entrega que pone al emborracharse, al fumar hachís y al comer opio, se pasea por los Campos Elíseos con el pelo teñido de verde. Habida cuenta de la manera en que dilapida su herencia, en 1844 su familia entablará un proceso judicial para hacerse cargo del dinero.
[8] Vuelvo a emplazar al lector a consultar el apartado «La Fantasmagoría, el flâneur y lo Dandi»
[9] Remito, para una mayor profundización, al capítulo «Lo Dandi, ejercicio performativo».
[10] A Carondas (o a Fedón, como quieren algunos), que le preguntaba quién usaba ungüentos olorosos, respondió: «Yo, que soy un vicioso en esto, y el rey de Persia, que lo es más que yo. Pero advierte que así como los demás animales nada pierden aunque sean ungidos con ungüentos, tampoco el hombre. Así, ¡que sean malditos los bardajes que nos murmuran por esta causa!». (Diógenes Laercio, Vida de los filósofos más ilustres).
[11] Contracción de costume play (disfraz de interpretqción), es una especie de moda representativa, donde los participantes, también llamados cosplayers, usan disfraces, accesorios y trajes que representan un personaje específico o una idea. Los practicantes de cosplay a menudo interactúan para crear una subcultura centrada en la interpretación de roles. El cosplay tiene un enfoque cultural específico dedicado a la representación realista de una idea o un personaje propio de la ficción; puede tener distintas variantes según la intención y el contexto, normalmente haciendo una representación física y dramática de un personaje. Entre sus variantes se encuentran notablemente: la representación de personajes antropomorfos, la adaptación antropomorfa de personajes zoomorfos, el cross-dressing, la representación de los roles de género opuestos y el carácter erótico.
[12] Aficionado al manga.
[13] Cuando un dandi se viste, lo hace siempre contra alguien. O contra algo.
[14] Allure reúne todo un abanico de adjetivos: es tener encanto, atractivo, provocar fascinación en la gente. No tiene que ver con la belleza física pues existen muchas bellezas, masculinas y femeninas, que no tienen la suerte de poseer esa allure, ese garbo. Existen personas que, sin ningún rasgo físico destacable, llenan una estancia con su sola presencia sin siquiera mediar palabra. Tiene allure quien adapta la moda a su personalidad y no quien pretende tenerla adaptándose a la moda. El dandi posee, sobre todo, allure.
[15] Sprezzatura es un concepto referido a un tipo de actitud aparecido seguramente en el siglo XV y desarrollado por Baldassarre Castiglione en su obra magna El Cortesano. Allí, sprezzatura aparece como cualidad esencial de todo príncipe o cortesano, consistente en no demostrar afectación alguna, en una actitud sprezzante –distante- tomando como ejemplos directos de cortesanos a los Médici y, sobre todo, a algunos de los Gonzaga, familia dominante de Mantua. La sprezzatura sería «la desenvoltura y seguridad propia del caballero cortesano que consiste en disimular un sentimiento o actitud con estudiado ejercicio y gracia». En el contexto cultural del Manierismo, para Vasari sprezzatura se entiende como «negligencia intencional». Nihil admirari.
[16] La grazia, para Vasari, es una cualidad estética indefinible.
[17] En francés, algo (como una cualidad atractiva) que no puede ser descrito o expresado de manera adecuada.