Decía el profesor Rivera de Rosales (1994) que el fundamento y la meta en el estudio de la filosofía es la originariedad, que cada uno reconstruya desde sí, desde su libertad, la comprensión del mundo (solo así habrá verdadera comprensión), y no primariamente la originalidad por la originalidad, el decir cosas que nadie haya dicho antes; esa vendrá por añadidura. La investigación filosófica ha de servir en primer lugar a uno mismo, a crecer intelectualmente en aquello que le interesa, o al menos que le proporcione cierta satisfacción intelectual, a fin de que le sea productivo ese esfuerzo. Entonces quizás lo sea también para otros. Porque la actividad de investigar y de escribir cobra su sentido más pleno y un mayor gozo en la comunicación lograda.
Sostengo aquí, por tanto, la tesis de que lo Dandi es un fenómeno estético reiterativo y verificable a lo largo de la Historia, y no tan solo un derivado fenoménico de los avatares del romanticismo del s. XIX, como erróneamente se ha venido calificando. Que por tanto, como tal, es inseparable de la naturaleza del ser humano, operando en su sustancia como un accidente que lo modifica y lo dispone ante entornos que se convierten para él en apocalípticos y, por ello, amenazantes.
Dandi, esta forma adjetivada precedida por el artículo neutro «lo» es idónea para su uso en este ensayo, porque su versatilidad para emplearse como forma enfática ponderativa permite modular la intensidad de uso del adjetivo. Esa construcción con cierto grado enfático es posible gracias a que el sintagma adjetivo «dandi» denota cualidades cuantificables; es una construcción en la que el adjetivo concuerda con el sujeto porque se refiere a una concepción previa en la que el hablante ya ha constatado que el sujeto al que se refiere tiene esa cualidad. Es conocido que las peculiares características de la forma variable «lo» han producido numerosas polémicas acerca de su estado gramatical, así como sobre cuál es su rasgo definitorio frente a las formas «el», «la», «los», «las», o sobre cuántas clases de «lo» existen. «Lo» como artículo es un elemento sustantivizador de adjetivos y construcciones preposicionales o adverbiales. «Lo» como artículo determinado se antepone a adjetivos y aparece solo en relación sintagmática.
Defiendo lo Dandi frente a dandismo, que ha sido el término utilizado comúnmente y bajo cuyo paraguas se han cometido todo tipo de tropelías y equívocos. En lo Dandi —al contrario que en el dandismo— cabe la mujer. El género del adjetivo después de «lo» queda neutralizado y se presenta con la terminación del masculino singular, forma no marcada. En el «dandismo», heteronormativo, la mujer es expulsada, no es reconocida, incluso es vilipendiada. Recordemos las palabras de Baudelaire (2013):
...[la mujer], ese ser terrible e incomunicable como Dios (con esta diferencia, que el infinito no se comunica porque cegaría y aplastaría lo finito, mientras que el ser del que hablo quizá solo es incomprensible porque no tiene nada que comunicar. [...] Es una especie de ídolo, estúpido quizá, pero deslumbrante, encantador...
En lo Dandi, cabe algo más que la estrecha visión del fenómeno «dandismo» como propio de Inglaterra o de Francia; cabe Grecia, Roma, España, Italia, Portugal, Alemania, Rusia, Sudamérica...; en lo Dandi se analizan fundamentos epistemológicos, éticos, estéticos, ontológicos, metafísicos, antropológicos, históricos... en el «dandismo» se coleccionan anécdotas que, a fuer de manoseadas y tergiversadas, han perdido valor y terminan siendo cotilleos de tocador, consejos de autocuidado y de vestimenta, historia de las prendas, etc. El «dandismo» tiene una extensa bibliografía, que no deja de crecer, cada vez más huera y menos fiable, muy en consonancia con la wiki-estupidización general que estamos sufriendo. Lo Dandi tiene pretensión de — acaso— ser una rama de estudio que requiere calma, atención, buen gusto y reflexión.
Además aventuro la emergencia en estas décadas venideras de una nueva oleada de «dandismo», bajo manifestaciones aún no definidas, o no percibidas, resultado de un vaciamiento de significado en los modelos que nos explican en la actualidad. Estos tiempos, que el semiólogo italiano Omar Calabrese y el profesor de Estética y Teoría del Arte Contemporáneo, y uno de los referentes de la Teoría y la Crítica de Arte del panorama artístico español, José Luis Brea (1991) han venido en denominar «Neo-Barroco»[1] y que estaban surgiendo desde mediados del siglo XX. Así, decía Calabrese (1989):
Las estructuras de las obras y los comportamientos de consumo que circulan en la sociedad actual tienen el mismo carácter, ya no hay cánones en la ciencia y el arte, no existe una idea de orden en los diferentes campos de análisis. Esta situación es producto de una estética, de un gusto imperante por la fragmentación, el desorden, el caos, que se repite en el arte, en los medios de comunicación, en la literatura, y en los comportamientos sociales.
Al igual que en aquel período homónimo allá en los años treinta del s. XVIII, vivimos hoy inmersos en un tiempo de individualidad, antiformalismo y aburguesamiento exacerbado, que respondiendo a unos gustos del todo contemporáneos, desprecia la tradición; los habitantes de este periodo, independientes y hedonistas, vivimos en busca incesante de entretenimientos dirigidos a nuestra satisfacción inmediata; nuestros hábitats naturales son los espacios interiores, mejores cuanto mayor sea la potencia de la wi-fi en ellos; un tiempo en el que todos nos consideramos burgueses —clase media—, y nos hemos convertido en consumidores compulsivos. Época en la que, como en la anterior, cualquier acción, obra o idea, nace al servicio de la comodidad, el lujo y la fiesta. Pero, como dice el profesor Brea, este es otro barroco, correspondiente a una economía regulada por el desvío, por el accidente, por la anomalía, por la fugitiva deriva. Más próximo a la catástrofe y las teorías de la singularidad de René Thom. Un barroco sin la monumental grandiosidad que adornara el teatro del mundo. El tiempo de la duda, de la insuficiencia de todo saber y decir, en el que se dice, siempre, otro. Alegoría que nutre el discurso por ser consciente de la incompletud del mismo. La generalización de la forma alegórica en el discurso y el posicionamiento abúlico del individuo, que habita el lenguaje sin creencia.
Fue profético el profesor Brea al aventurar (ibid.), que...
Quizás proliferarán en breve plazo una multiplicidad de discursos que buscarán atravesar otros alumbramientos de nuestro neobarroco —y es probable que lo hagan con otro éxito, organizando mejor su vulgata, localizando tópicos más sencillos, más fácilmente caracterizables: la opulencia de las sociedades de la comunicación, la saturación de las escenas del discurso, la multiplicación de las estrategias de simulación, el triunfo del artificio, la cultura del hiperconsumo y la sobreabundancia, el mismo desvanecimiento de una perspectiva temporalizada —el fin de la historia, dicen— de nuestro existir...
Más allá de pretender con ello ser original, algo tan relativo siempre en Filosofía — ya me referí antes a la originariedad que Rivera de Rosales predicaba en la acción filosófica— , busco acercarme a la verdad de lo Dandi mediante esta indagación que ahora comienza. No existiendo ningún acercamiento a dicho fenómeno desde la Estética como disciplina filosófica, este estudio tiene como cometido pulsar los límites de esa verdad, justificarla y argumentarla. A lo largo de sus páginas ofreceré todas las razones a mi alcance para afirmar y hacer consistente la tesis inicial, para evitar con ello que todo aquello que encierran sus páginas se perciba como simple intuición o como una creencia dogmática. Sea pues el lector juez de las pruebas que aporto, presente las objeciones que haya menester y, en su caso, las contrapruebas que demuestren mi error.
Afirmo aquí lo Dandi como lo que fue, es y será: una actitud, una postura, un modo, que amerita más lecturas y significados, desde la filosofía, el arte, la antropología, la psicología y la estética, y con mucha más profundidad, dentro de su ligereza engañosa y aparente, que aquellas vacuas y vanas superficialidades que, salvo las honrosas excepciones de las que se informa en la bibliografía final, pueblan el imaginario del vulgo, los anaqueles de las librerías y millares de páginas absurdas y erróneas en la red de redes, desinformando, confundiendo y tergiversando lo que de bello, hermoso y profundo tiene lo Dandi.
Retrato en este ensayo lo Dandi como la respuesta, la reacción, la defensa ante esa ansiedad metafísica que a lo largo de la Historia ha embargado al ser humano, y que tan acertadamente retrata el pintor barroco Pieter Claesz en su «Vanidad, naturaleza muerta», pintado en 1630, y que hace referencia al pasaje del Eclesiastés: «Vanitas vanitatum omnia vanitas» («Vanidad de vanidades, todo es vanidad»). En ella, el mensaje que Claesz pretende transmitir es la inutilidad de los placeres mundanos frente a la certeza de la muerte, animando a la adopción de un sombrío punto de vista sobre el mundo. Aquí es donde lo Dandi aparece para recoger el guante, respondiendo a las sombras del Eclesiastés, a la oscuridad socrático-cristiana denunciada por Nietzsche, oponiendo luminosidad, rebeldía, ligereza, farsa y pantomima. Si la frase latina nos recuerda que, ante la inevitabilidad de la muerte, el placer es una opción absurda, el dandi reacciona y se levanta perezosamente de su diván, compone su smoking jacket de terciopelo color granate, enarca las cejas en ese gesto tan suyo que proclama a los once vientos[2] su divisa ciceroniana nihil admirari[3]; y musita que, siendo la parca ineludible, solo merece la pena vivir por la apariencia y centrarse en el propio «yo», abandonando la ridícula idea de aprovechar el tiempo en ideales que otros consideran nobles, como amasar dinero, posición, familia, apellido. Porque, ¿hay para un dandi algo más noble que uno mismo?
Tanto en los «proto-dandis» de la Edad Antigua y Edad Media, como en los dandis de la Edad Moderna y Contemporánea, se hace cuerpo e ideal una colisión entre la angustia metafísica y espiritual que produce la contemplación de una vida y de un mundo falto de respuestas satisfactorias, por un lado, y por el otro la satisfacción de saberse un rebelde en pose constante, un artista cuya obra magna es él mismo y cuya arma secreta es atesorar el gusto por el vestido más exquisito y cuidado que jamás se haya conocido, y la actitud más insolente con el poder. Esa parodia, ese sainete, esa oposición a lo instituido, la rebeldía, el culto a la belleza, la elegancia, el aseo y el cuidado meticuloso de la toilette, dieron sentido a la vida del Beau Brummell —el primero de los «dandis populares»—, de Lord Byron, de Oscar Wilde, de Barbey d'Aurevilly y muchos otros, y a los ojos profanos quedó oculto el verdadero significado de este fenómeno, trascendiendo y prosperando la simplicidad de la apariencia, aunque esta puesta en escena fuera, tanto ayer como hoy, tan solo el síntoma de un mal mucho más agudo y profundo: la vaciedad. El fin de la utopía, el disgusto que provoca una sociedad mediocre y mezquina, ciega, bruta y fea, y la huida de esa realidad, le convierten en un solitario. En un desacoplado.
Lo Dandi es escapismo: es la huida de un escenario que ya no agrada, de una realidad en la que no busca ninguna quimera, porque ya no cree en ellas, sublevándose de la forma más estéril posible a las clausuras de esos modelos que históricamente explicaban los entornos en los que surgen. Hoy día estamos ya inmersos en este neobarroco, en el que aparece una nueva forma de expresión que es fundamentalmente delectación en la forma vacía, a manera de aparato escénico, y en la que se aplica de forma constante esa fórmula de sustituir lo fundamental por aspavientos, por símbolos, por gestos que, a través de golpes visuales, golpes de efecto, buscan un resultado directo e impactante. Estamos inmersos en la estética de la pantomima. Si en la época de Luis XIV, lo barroco estaba al servicio del poder absolutista, lo rococó, con Luis XV, estuvo al servicio de la aristocracia y la burguesía. Con lo rococó aparece el mercado del arte. En el neo-barroco, el arte es tan solo mercado. La política de la farsa, unida a la estética de la farsa, genera el catálogo de aspavientos que han conformado el aparecer de lo Dandi en cada período histórico. Periodos que se caracterizan por su acabamiento. Por un vacío ideológico, mental, de modelo, que tendrá tendencia a llenarse de humo, de lujo y de fiesta, a causa de la inexistencia de un discurso potente, filosófico, que pueda hacerse cargo de esa realidad. Cuando las identidades se han disuelto, cuando los relatos se han desleído, cuando ningún discurso dice lo real, porque los vigentes rozan lo dictatorial, lo opresivo, lo injusto, lo perturbador, —el vacío discursivo, en definitiva—, la única salida es el aspaviento de lo Dandi (tan ligado con lo neobarroco actual). La simplificación del mensaje del dandi es efectista porque resulta fácil de entender y porque termina convirtiéndole en una máscara. En un icono. En una máscara icónica. Es ahí, en este extremo del barroquismo que es lo neo-barroco, donde descubrimos lo Dandi, que aparentemente es tan solo epitelio: no hay profundidad, solo superficie. Por tanto, podría aventurarse que hoy el terreno está abonado para la emergencia de una nueva manifestación de lo Dandi, con las particularidades propias de nuestro momento y que serán objeto de estudio en un futuro.
Es lógico esperar hoy esa nueva emergencia de lo Dandi, en este caldo de cultivo de lo neo-barroco, como una manera esencial para afrontar esta época post-atómica, pandémica y pre-armagedónica. Navegamos en una nave que zozobra, que hace aguas. Al timón, unos irresponsables, beodos y locos. La tripulación, masa orteguiana, sigue sus indicaciones sin atisbos de crítica. El rumbo está equivocado, no hay provisiones, los propios marineros sabotean el casco y el aparejo… Pero en el alcazarillo de popa, ignorando la escena, elegante, olvidado de su vestimenta a la que dedicó horas tras terminar su ritual de aseo en el camarote, el dandi, sin ignorar lo que le rodea, observa en el horizonte ese panorama que se pinta con colores bellos y mortales, irisaciones propias de la fisión del átomo; así, se deja embelesar por «la sublimidad» del final y se acuna con el soniquete de las olas que golpean el casco y por el viento que le intenta despojar de su sombrero. Sabe del término. De la inevitabilidad del acabamiento. Y encuentra regocijo en comprobar cómo, una vez más, ha compuesto su atuendo y su actitud de la forma más adecuada para recibirlo. Sonríe... La tripulación, desde abajo, le mira y se mofa, se dan codazos cómplices entre ellos y le señalan, mientras consultan sus teléfonos móviles, juegan a sus videojuegos o consumen desaforadamente en sus portales de compras intentando olvidar que no son nada.
¿Qué era, qué es, entonces, lo Dandi? Baudelaire lo intentó definir como...
...una actitud a la vez temporal y espiritual. Un elitismo que combate al vulgo y a la estupidez (que funcionan como sinónimos), a la manera de Barbey d'Aurevilly, arbiter elegantiarum virulento y soberbio de su tiempo. También es una búsqueda. Búsqueda temporal con la puesta en escena constante del individuo, con la búsqueda intransigente de refinamiento y/o excentricidad; búsqueda espiritual para escapar del tiempo.
El tiempo, el enemigo íntimo del dandi, hace que se desvanezca su rostro, se aje su ropa y, sobre todo, que caiga en el olvido. Esta es la razón por la cual los dandis históricos y muchos de los literarios, volvieron a esta pregunta crucial, que cruza la historia del pensamiento desde que el hombre habita la tierra: ¿cómo escapar del tiempo? Marcel Proust responde a esta pregunta en A la búsqueda del tiempo perdido:
La única forma de escapar del tiempo es el Arte.
Motivo por el que el dandi aspira a crear. Porque es un artista. Pero su creación es de un nuevo tipo. En ausencia de utopías que perseguir, su objetivo es la construcción de lo efímero. De la parodia. De una comedia. Ciertamente, algunos dandis fueron escritores, poetas o pintores, pero la mayoría de ellos generalmente sacrificaron estas obras a otra, más absoluta: su propia persona. Tanto en la literatura como en la historia, el dandi sufre de angustia: la angustia por la desaparición del modelo que daba razón de su mundo, la angustia de la finitud, de la muerte; la angustia de la superficialidad a la que está abocado y de la que es estandarte. En el plano literario puede verse, sobre todo, en las novelas decadentes.
Valga también este ensayo para combatir esa corriente de pensamiento que defiende que lo Dandi debe permanecer unido y anclado al s. XIX, por haber sido el siglo en el que encontró mayor esplendor, teorización y acomodo, y que sostiene también que, con el primer disparo de cañón en la 1ª Guerra Mundial, murió el dandismo; combata así mismo esa razón que dice que un contemporáneo con la calidad de dandi no puede ser sino una estafa, o peor aún, una barbarie. Hoy en día, en este neo-barroco, se están reuniendo las condiciones —ya lo hemos visto un poco más arriba— para la emergencia de un nuevo movimiento dandi. La clausura del patrón conocido, la carencia de discursos solventes que expliquen la situación actual, la conciencia del fin, el neoliberalismo y sus derivadas incontrolables, el afloramiento de nacionalismos, extremismos religiosos y fascismos, las epidemias, la emergencia climática, los problemas de movilidad de población, la pauperación de la educación, la ausencia de pensamiento crítico, la proliferación de sistemas de adocenamiento y manejo de voluntades y mentes, están dando paso a una banalización de las conciencias, a un afloramiento de la farsa y la pantomima detrás de la que nos escondemos para esperar una solución en la que nunca tomaremos parte —¡que lo solucionen ellos!—. Condiciones todas de posibilidad para lo Dandi en este siglo.
Es vocación, pues, de este ensayo, detallar el corpus filosófico y estético de lo Dandi, presentar algunas de sus figuras históricas y literarias, e ilustrar las emergencias históricas de dicho fenómeno estético, así como las circunstancias que dieron pie a la aparición como «adalides del absolutismo de la apariencia y maestros de la pantomima» a esos héroes de lo fútil. Por otro lado, será también necesario apuntar las razones que nos llevan a afirmar la existencia de un nuevo momento estético, que hemos dado en llamar neo-barroco, y que, a nuestro juicio, ilustra de la mejor manera la situación actual que se desea retratar.
¿Por qué un análisis estético? Partiré, en alas de esa libertad de la que hablaba Schiller[4] (2018), de un examen que estudie lo Dandi como manifestación estética en la que se reúnen artista y obra en un ente único. De un tipo de manifestación artística resultado de unas propuestas individuales que alcanzan su culminación al ser asumidas como propias por otros individuos, imitadores y seguidores, que les dan nuevos y muy diversos sentidos. Decía Friedrich Kainz (1952) que, considerado desde el punto de vista estético, el objeto no es nunca medio para un fin, sino siempre un fin en sí («autotelia de lo estético»). No pretendo en este ensayo, a pesar de presentar un somero estudio ético de lo Dandi, hacer valoraciones sobre la utilidad real, la idoneidad práctica, la contribución que lo Dandi haya hecho para la mejora de esos momentos de oscuridad en los que surge como respuesta inútil, como reflejo fugaz. No se conoce testimonio de que su aparición haya contribuido al progreso del conocimiento, la verdad o el valor moral de ninguna disciplina (cfr. «Lo Dandi, la estética de lo inútil»).
Esta disciplina de lo Dandi atrae y fascina de tal modo por su forma, que me descubro entregándome con deleite a su análisis. Y lo hago tomando como referentes tanto a dandis reales como a dandis literarios. Según Kant, los juicios de gusto son contemplativos (exista o no lo que gusta, lo que importa es que guste —o no—), aunque Hartmann (corrigiendo ese rigorismo estético kantiano) le responde que si ese interés es el que nos sugiere el puro y simple modo de ser de algo, nada puede objetar a ello la estética de la contemplación. La existencia real del objeto de este análisis no es indiferente para mí, toda vez que sin esperar de él nada práctico, ni mantener con su universo ninguna relación seria, percibo que su observación y estudio me extasían. Además incluye un abordaje estético de tipo modal del dandismo como movimiento artístico y cultural de múltiples connotaciones, por no gozar lo Dandi de predicamento como categoría artística reconocida ampliamente, en el que trato de ir más allá de lo tradicionalmente concebido como práctica artística para abarcar aquello que hay de común entre ellas y todo el amplio campo de experiencias e ideas que, en su no ajustarse a concepto de lo Dandi, podríamos denominar, con plena legitimidad, «sus estéticas propias». Por consiguiente, al considerar lo Dandi un fenómeno estético recurrente a lo largo de la historia de la humanidad —que si bien ha ido mutando de nombre, ha tendido a preservar algunas manifestaciones como fijas e inamovibles—, cabe efectuar este tipo de análisis, pasando por el estudio de las condicionantes históricas que repiten —con las salvedades ya apuntadas— el paisaje o complexo del neobarroco, que provoca la aparición del dandi, que será analizado como un «desacoplado».
Metodológicamente, reconstruiré la genealogía de los conceptos y categorías que se han aplicado a lo Dandi a lo largo de nuestra tradición cultural, para establecer un concepto teórico más contrastado y profundo, intentando superar esa «dolencia historicista» que convierte lo histórico en filtro distorsionador y marco de legitimación de etiquetas genéricas (cuando no erróneas) en las que se pierde la vitalidad de lo realmente dandi.
[1] De la filmografía de Peter Greenaway o Derek Jarman a la obra ocultacionista de Niek Kemps, del postminimalismo de Michel Nyman a la metafórica sobreabundancia de Jeff Koons, de la saturada ampulosidad del revisitado Concierto carpenteriano a la sobria complejidad de los montajes de Reinhard Mucha o de los trabajos alegóricos de Rodney Graham... Y ahora, la avalancha de elaboraciones ensayísticas dirigidas a ayudar a pensar hasta nuestra actualidad en términos barrocos: de Omar Calabrese a Guy Scarpetta, de Gilles Deleuze a Massimo Cacciari, de Cristine Buci-Glucksman a Christian Leigh... Por todas partes el barroco vuelve. (ibid. p.3).
[2] Según Aristóteles los once eran Bóreas o Aparctias, Meses, Cecias, Apeliotes, Euro, Fenicias, Noto, Libis, Céfiro, Argestes (Olimpias o Escirón) y Trascias.
[3] Emile Cioran en su Silogismos de la amargura cita literalmente la frase y critica la sustentabilidad (o alcance) de la máxima moral como tal: «Estoicismo de feria: ser un apasionado del Nihil admirari, un histérico de la ataraxia».
[4] «[…] el arte es hijo de la libertad y quiere obedecer al imperativo del espíritu, no a las necesidades que impone la materia».