En la raíz del término griego aristos —superlativo de distinguido y selecto, que en plural era utilizado para designar la nobleza o aristocracia— se encuentra la areté, término que procede del comparativo del adjetivo agathós, —bueno—, que indica una idea de excelencia. En origen, aristos significa, «excelencia o perfección de las personas o las cosas». Este es el motivo por el que los griegos de la época de Homero y de Hesíodo, —y hasta el siglo IV a.C.— hablaban de la areté como de una fuerza o una capacidad, y decían cosas como que el vigor y la salud son la areté del cuerpo; o que la sagacidad, la inteligencia y la previsión son la areté del espíritu. Esa excelencia o areté, aproximadamente tiene el sentido de la virtus latina, aunque el campo semántico del término griego es más amplio, y no tiene que ver en absoluto con la «virtud» cristiana. En una sociedad como la helénica, con una ética competitiva, agonal, la areté se vincula a la superioridad en todos los órdenes y al éxito social. Por ello se ha asignado desde siempre a la esfera pública, donde cabe sobresalir, distinguirse de los demás. Profundizaré en ello en el capítulo «Hábitat y territorios de lo Dandi».
Platón, en el apócrifo Alcibíades Mayor, hace que Sócrates le enseñe a Alcibíades las únicas riquezas que los griegos pueden hacer prevalecer: el interés y la ciencia. Se enfrentan dos realidades: por una parte, la ciencia (téchné) objeto de aprendizaje, y el interés (epimeleia) necesario para adquirirla y ejercerla; por otra parte, la physis, ese conjunto de disposiciones personales del alma y del cuerpo, que se adquieren al nacer, que pueden mejorarse con la educación y que desempeñan un papel en la adquisición de la virtud. Se perciben las raíces de esas futuras tecnologías del yo de Foucault, de las que hablaré en aplicación de lo Dandi más adelante. Con ellas, el dandi, gracias a su epimeleia o interés, aprende y conforma su cuerpo, que previamente contaba con una physis favorable —o no, ya hemos visto a dandis como el marqués de Villalobar, y otros— que mejorará con la paideia. Una razón más para advertir que lo Dandi enraíza en el sistema socrático de la techné, que para Sócrates es necesario inculcar, puesto que para él, el hombre que verdaderamente sabe es el que vive en armonía con sus conocimientos. Es una techné que en el sentido moral es también sophia. Por ello, dedicaré un capítulo —el quinto— a la ética de lo Dandi. A esa techné que se hace sophia en él.
Parece clara, por tanto, la necesidad de perfeccionarse que el aristos tiene. ¿Pero en qué arete?, pregunta Sócrates. Arete se presenta como la aptitud de hecho, la excelencia de quien, como el dandi, posee una téchné. Para él, epítome de lo aristos, la episteme representa el conocimiento perfecto de sí mismo; es certeza, y por ello es distinto en esencia de otras formas de conocimiento. Sirve de fundamento a toda téchné que lo actualice, para producir un agathón determinado: el dandi. La tensión entre téchné y physis también es importante: si en el dandi se dan disposiciones naturales, será el arte, basado en la ciencia, el que desempeñe un papel decisivo en su conducta y en la búsqueda —ya adelanto que siempre estéril— de felicidad verdadera.
El razonamiento lleva a la conclusión de que el dandi es distinto del cuerpo que emplea como instrumento, y que es el alma la que constituye su esencia misma. En consecuencia, si la sabiduría consiste en conocerse a sí mismo, nadie es sabio por la capacidad que posee. Hay en el alma, dice Sócrates, una parte en la que reside su propia función (areté): la «inteligencia», sede del saber y del pensamiento. Lo que hay que considerar es la intelección, este reflejo en nosotros de la divinidad. Sin este conocimiento de sí, gnothi sauton, llamado sophrosyne[1] (sensatez), no se puede saber lo que es lo propio de uno. El dandi tiene cerradas las puertas de la felicidad. Siendo sabio, le falta esa virtud de la sophrosyne. Sócrates no nos dice cómo dárselo. En el diálogo, Sócrates admite que Alcibíades —proto-dandi— posee el mínimo de cualidades (physis) necesarias para convertirse en un político —pues tal era su aspiración— digno de este nombre. Su éxito es seguro si a sus condiciones naturales —a su physis— añade la aplicación y el arte verdadero que controlarán su natural ambicioso —si ejerce esas «tecnologías del yo» que veremos más adelante—.
Posteriormente, y debido a la influencia de Aristóteles, aristos ha pasado a traducirse habitualmente por «virtud». Decía Nietzsche (2014, p. 361) que a los espíritus superiores les cuesta trabajo liberarse de la ilusión de ser excepcionales: pues se imaginan que despiertan la envidia de los mediocres y son considerados como excepciones. Pero lo que realmente ocurre es que son considerados como superfluos y, que si faltasen, se podría prescindir de ellos. Lo Dandi encierra en sí esa galanura que ennoblece. Es la excelencia en el aparecer bajo la distinción de la forma y la manera. Su potencia estriba en la ruptura, en la disonancia, en el quebrantamiento voluntario y estudiado de lo instituido para gritar el desacuerdo, el aviso.
Si la areté homérica va ligada al valor en el combate y a la gloria militar, la areté en lo Dandi se relaciona con la astucia y confiere orgullo y admiración, más que dignidad y honor. Muy lejos de valorar en positivo que posea además de kalos —belleza—, agathós —bondad—, el dandi no repara en valores morales, porque se sabe amoral. Discípulo aventajado de Calicles[2] y también nietzscheano, niega la inmanencia de la moral y sabe de su genealogía. Por ello, puede rebelarse ante normas que considera absurdas. Calicles, el ciudadano ateniense perteneciente al círculo de los sofistas, vinculado a Gorgias, que aparece en el diálogo homónimo de Platón, joven rico y aristócrata, sustentaba que la filosofía debe ser estudiada solamente para la propia educación, por lo que recomienda su estudio en la edad juvenil, pero la desaconseja en la madurez, puesto que impide a los hombres hacerse expertos en los negocios. Pero el aspecto más relevante del pensamiento de Calicles —y aquí adivinamos rasgos de dandi— es la absoluta oposición entre naturaleza y convención (entre physis y nomos). Para él, la justicia, tal como es generalmente entendida, es solamente una mera convención humana, fruto de la imposición de los más débiles, es decir, de la mayoría. Las leyes y normas de conducta (los nomoi) son antinaturales. La auténtica justicia es la que procede de las leyes de la naturaleza y, como podemos ver en el mundo animal, es la ley del más fuerte. Por eso, para Calicles es justo que el más fuerte domine al más débil. Eso, que en la conducta entre los individuos no es aceptado por la moral de los débiles (que se imponen solamente por su número, por ser la mayoría), rige en cambio en las relaciones entre los Estados. El hombre mejor, el más fuerte, el aristos, el dandi, debe regirse solamente por sus propios planes y no debe preocuparse por las normas sociales de la mayoría. Se rige sólo por su propio placer (hedonismo), tiende hacia el predominio sobre los demás, desprecia el autocontrol y su única regla es su propio talento. El placer, acompañado por la fuerza, constituye —según Calicles— la auténtica areté y conduce a la felicidad. Calicles apunta los rasgos de lo Dandi, objeto del presente ensayo.
Como sabía Arendt (2005), la tarea y potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad para producir cosas —trabajo, actos y palabras— que merezcan ser imperecederas con el fin de que, a través de dichas cosas, encuentren su lugar en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos mismos. Por su capacidad de realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los dandis, a pesar de su mortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza «divina». Solo los mejores (aristoi) que prefieren la fama inmortal a las cosas mortales son verdaderamente humanos; los demás, satisfechos con los placeres que les proporciona la naturaleza, viven y mueren como animales. Así pensaba Heráclito. ¿Qué es ser aristocrático? ¿Cómo se adivina a un hombre aristocrático entre lo gris y plomizo de la plebe? Si pretendemos que sean los actos los que nos muestren al dandi, nos equivocaremos, puesto que éstos no pueden librarse de su ambigüedad y suelen ser difícilmente descifrables. Tampoco son las obras. Hay muchos que hacen cosas movidos por un deseo profundo de nobleza. Pero ese deseo es lo que les descalifica para ser tenidos como aristos. Justo ese deseo demuestra lo contrario. El alma aristocrática no anhela la nobleza que ya tiene. Incluso ese anhelo es señal de la carencia de esa nobleza. Por tanto, solo queda la fe, en un sentido nuevo y más profundo. En el sentido de «certeza sobre sí mismo». Una certeza que solo un alma aristocrática como la del dandi puede tener, ese algo —allure—que no se deja buscar, ni encontrar, ni quizá tampoco perder.
También hay raíces teóricas de lo Dandi en Protágoras de Abdera, el sofista amigo de Pericles, empirista y sensualista, que proclamó «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son, en cuanto que no son», el principio del homo mensura, que considera la reflexión sobre el hombre, sobre sus sensaciones y su pensamiento como el núcleo de la filosofía. Dicha posición central de la reflexión sobre el hombre y a partir del hombre, está en consonancia con el giro antropológico operado por el movimiento sofista que él contribuyó a crear, ya que el ámbito de sus preocupaciones teóricas era el de la vida social, es decir, la posibilidad de la paideia o educación, la posibilidad de la enseñanza de la areté o virtud, el estudio del nomos y el del hombre y sus relaciones con la colectividad o la polis, temas que compartió con los otros sofistas. Puede probarse claramente cómo lo Dandi está imbricado en esta aproximación. Pocas cosas más antropocéntricas que un dandi —en un guiño, podríamos hablar de sistema dandicéntrico: le sitúa a él en el centro, al tiempo que desaloja al vulgo; un principio de la dandi mensura—. Aquella famosa sentencia se interpreta generalmente como la expresión de un pensamiento fuertemente relativista, ya que Protágoras se refería al hombre empírico y particular. Según esto, el hombre es la medida en cuanto que es quien mide o delimita el dominio de lo que aparece a la presencia, que entiende como meramente inmediata, es decir, como mera presencia de las cosas, no de su fundamento. De ahí que, en lugar de indagar por el fundamento de todo ser, se preocupe sólo por lo meramente ente. La verdad (alétheia) no es la cosa tal como aparece, sino «su mismo aparecer». En el pensamiento de Protágoras se observa una fuerte influencia de la filosofía de Heráclito y, al igual que éste, consideraba que todo fluye y nada permanece, de lo que concluía que no existe ninguna verdad absoluta, y eso permitía identificar el ser con la apariencia, o mejor con el mismo aparecer y, por tanto, permitía igualar la episteme con la doxa, que tanto había denigrado Parménides. Así, para el dandi Protágoras, cada hombre determina las cosas en su ser a partir de sus particulares y propios estados psíquicos. De donde se deriva un pleno relativismo gnoseológico y la negación de la existencia de una falsedad absoluta. Pero también es la expresión de un pensamiento que, si bien es un relativismo que declara que el hombre es la medida de la verdad, del bien, de la belleza y de lo justo, también rechaza toda pretensión de absoluto. En este sentido aparece como una crítica a todo dogmatismo. Sus tesis tuvieron una gran influencia en los pirrónicos. No obstante, en el terreno de la moral su posición era menos relativista que en el ámbito gnoseológico, ya que sustentaba que, de dos acciones, una será mejor y otra será peor en función de su utilidad para la vida social. La pregunta es, entonces, la misma que Nietzsche lanzó en su Gaya ciencia (2014): ¿Qué es lo que hace noble? El de Röcken nos dice que no el hacer sacrificios, porque también los hace el lascivo furibundo. Ni seguir una pasión, puesto que las hay despreciables. Ni la ausencia de egoísmo en las acciones que se acometen para ayudar a otros. Dice que la pasión que invade al noble (al igual que la invade al dandi, añado yo) es algo especial, desconocido incluso para él. Que el noble usa una vara de medir rara: el ardor ante cosas que dejan frío a todos los demás; descubrir valores para los que aún no se ha inventado la medida; un sacrificio a dioses desconocidos; una valentía que no busca honores; una autosuficiencia sobreabundante que se da a otros.
Hecho fundamental en la historia de la cultura, es que toda «alta cultura» surge de la diferenciación de las clases sociales, que se origina en la diferencia de valor espiritual y corporal de los individuos. La historia de la formación en Grecia, nos cuenta W. Jaeger (2017) empieza en el mundo aristocrático de la Grecia primitiva, con el nacimiento de un ideal definido de hombre superior, al cual aspira la selección de la raza. La más antigua tradición escrita nos muestra una cultura aristocrática que se levanta sobre la masa popular. La educación no es otra cosa que la forma aristocrática, progresivamente espiritualizada, de una nación. El asunto esencial en la historia de la educación griega es el concepto de areté, cuya raíz se halla en las concepciones fundamentales de la nobleza caballeresca. Desde Homero ha designado la excelencia humana. El hombre ordinario, por tanto, no tiene areté, que es el atributo propio de la nobleza. Los griegos consideraron siempre la destreza y la fuerza sobresalientes como el supuesto evidente de toda posición dominante. Señorío y areté se hallaban inseparablemente unidos. Ya hemos visto que comparte raíz con aristos —superlativo de distinguido y selecto—, con cuyo plural se solía denominar a la nobleza. También agathós, como adjetivo correspondiente al sustantivo areté, aunque procediendo de otra raíz, lleva consigo la combinación de nobleza y bravura militar. Misma raíz que designa al hombre de calidad, para el cual, lo mismo en la vida privada que en la guerra, rigen determinadas normas de conducta, ajenas al común de los hombres. Aristóteles, en su Ética nicomaquea, habla del megalopsychos, el hombre magnánimo, y nos sirve para comprender la elegancia moral de la soberbia. El pensamiento ético de Platón y de Aristóteles se funda en muchos aspectos de la ética aristocrática de la Grecia arcaica. Para el estagirita no es una virtud independiente, sino una que las presupone todas. La soberbia no es, por sí misma, un valor moral. Es ridícula si no se halla encuadrada por la plenitud de la areté. El pensamiento ético de los grandes filósofos atenienses permanece fiel a su origen aristocrático al reconocer que la areté solo puede hallar su verdadera perfección en las almas selectas. El reconocimiento de la grandeza de alma como la más alta expresión de la personalidad espiritual y ética se funda en Aristóteles, así como en Homero, en la dignidad de la areté.
Aquí aprehendemos la fundamental significación de la primitiva ética aristocrática para la formación del dandi. El pensamiento griego sobre el hombre y su areté se revela, de pronto, como en la unidad de su desarrollo histórico. A pesar de todos los cambios y enriquecimientos que experimenta en el curso de los siglos, mantiene siempre la forma que ha recibido de la antigua ética aristocrática. En este concepto de la areté se funda el carácter aristocrático del ideal de la educación de lo Dandi.
[1] Platón dedica el Cármides a la sophrosyne, un término complicado que se desplaza en un campo semántico en el que aparece como sinónimo de sabiduría, discreción, templanza, autodominio, moderación, castidad, prudencia o disciplina. Posteriormente, en Fedro, la sophosyne es un modo de pensar que guía hacia lo mejor, frente al apetito innato de placeres. Igual en Banquete, Fedón y República, en que la encontramos como el dominio sobre placeres y deseos.
[2] Es de señalar la fuerte influencia que sobre Nietzsche tuvieron las tesis de Calicles, uno de los proto-dandis, personaje principal de su Gorgias.