EL SIMPOSIO IMPOSIBLE DE KÖNIGSBERG [1]

(Un banquete de modernos[2], un agon sobre el conocimiento)

 

Me parece que sobre lo que preguntáis estoy preparado. […] Pues precisamente anteayer subía a la ciudad desde mi casa […] cuando uno de mis conocidos, divisándome por detrás, me llamó desde lejos y, bromeando a la vez que me llamaba, dijo: justamente hace poco te andaba buscando, porque quiero informarme con detalle de la reunión mantenida en casa de tu señor…[3]

 

Tengan sus señorías en gran consideración lo que voy a relatar en las siguientes líneas. Se trata, ni más, ni menos, de la ocasión más extraordinaria que ya vieron los tiempos. Es la narración del extraño ágape que, con motivo de su cumpleaños —In den Geburtstag reinfern[4]—, nunca tuvo lugar el mes de abril del año de 1803, en la residencia de mi amo el excelentísimo caballero señor don Immanuel Kant, meses —casi un año— antes de su fatal deceso.

Kaufmann es mi nombre, y en calidad de criado y ayuda de cámara, tuve el inmenso honor de trabajar para su señoría desde el mes de febrero de 1802 hasta su muerte, acompañándole en los últimos meses de su vida en sustitución de mi predecesor, ese rufián de nombre Lampe, del que supe que, tras cuarenta años de servicio, se había dado al latrocinio del exiguo patrimonio y al maltrato de la aún más exigua persona de mi señor Kant. Un ser tan execrable el tal Lampe que, incluso a mí mismo llegó a agredirme, llevado por la rabia y los celos, con su machete del ejército prusiano, causándome varias heridas de las que, afortunadamente, me hallo hoy recuperado a satisfacción.

Les decía que era mi intención contarles aquel encuentro al que fueron invitadas algunas de las mentes más insignes y preclaras. Mi amo, por el que rápidamente comencé a sentir un gran apego, cumplía años el veintidós de abril. Por tanto, su reinfeiern se celebraría el veintiuno. Restaban apenas unos días para tan señalada fecha y, aunque su salud era ya muy frágil y venía quejándose más y más de una afección estomacal que ningún médico había sido capaz de mitigar ni explicar, era aquella una ocasión que esperaba con gran ansiedad. Recibir noticias puntuales y diarias del desarrollo de los preparativos se convirtió en su principal fuente de regocijo, cansado como estaba de esa vida a la que ya no le veía sentido. «No tengo nada más que dar al mundo y represento una carga para mí mismo», decía. Meticuloso hasta la obsesión y emocionado por la proximidad de la fecha, rehusaba quedarse al margen de los preparativos. Su ánimo, un tanto oscurecido por las incomodidades de la vejez y la enfermedad, se encendía ante la proximidad del aniversario.

Mi señor se mostraba exultante de felicidad. Las energías habían vuelto a apoderarse de su frágil cuerpo transformándose en aquel joven inteligente, poco habituado a ser discutido, de conversación brillante y cáustica, consciente de las alturas a las que su autoconfianza le elevaban, y desde la que pocos podían intentar discutirle o contradecirle. Sin embargo, embargado de esperanza y felicidad, no hubo nada en esos días, por más genuino que le resultase, a lo que no renunciara no bien el señor Wasianski o yo mismo le señaláramos los perjuicios que para la exitosa consecución de su fiesta podía acarrear. Cortés y generoso, su mayor placer había sido siempre ver a sus invitados salir alegres y satisfechos de aquella suerte de simposios platónicos que gustaba celebrar, con el espíritu renovado por el placer a un mismo tiempo sensual e intelectual que le procuraban los encantos que ofrecía. La ocasión presente no iba a ser menos, así que, con el fin de mantener ese tono de genialidad que como anfitrión poseía, compuso el banquete con la dedicación de un artista, sujetándose a un par de reglas que siempre consideró fundamentales para el buen fin de sus celebraciones: que los comensales fueran lo suficientemente diversos como para dotar a la conversación de la deseable variedad, y que la juventud estuviera presente, a fin de regalar un tono alegre y jovial a la ocasión. A mi corto entender, cabe pensar que con ello también buscaba apartar de su mente la tristeza en que a veces lo imbuía el recuerdo de la temprana muerte de alguno de sus más jóvenes y apreciados amigos. Fue así como, sintiendo renovarse sus fuerzas en alas de la ilusión que la proximidad del ágape le imbuía, retomó sus paseos, limitándolos a unas pocas vueltas por los jardines reales, que no estaban muy lejos de su casa. Desde hacía algunos días, había adoptado un modo bastante peculiar de caminar para, según él, poder andar con más firmeza: a fin de disponer de una base de apoyo mayor, en lugar de flexionar la pierna y lanzarla hacia adelante, la movía perpendicularmente y, dando un golpe en el suelo, procuraba que la planta del pie alcanzase la mayor distancia posible. En uno de esos paseos, falto de la agilidad necesaria, no pudo evitar caerse y le resultó imposible levantarse por sí solo. Fui avisado por uno de los jardineros que llegó corriendo a darnos la alerta. Le trajimos a casa y, acomodándole en su dormitorio, llamamos al médico…

Aún conmocionado, nos contó atropelladamente que dos jóvenes damas que habían presenciado el accidente corrieron a auxiliarle y que les agradeció fervientemente la ayuda; que obsequió a una de ellas con una rosa que, por casualidad, tenía en la mano. E insistió, levantándose enérgico, en volver a repasar el estado de los preparativos.

Cuando me llamó a su gabinete estaba, como de costumbre, sentado junto a la estufa que mantenía invariablemente encendida fuera invierno o verano para mantener la pieza a esos veinticuatro grados que exigía, mirando por la ventana la vieja torre de Löbenicht, que sobresalía por encima de la copa de los álamos del jardín vecino. Me anunció su decisión con firmeza, no dejando resquicio a una posible objeción que, por descontado, jamás habría escuchado de mis labios. Mientras me hablaba, rebuscaba en su escritorio tratando de encontrar algo perdido en el marasmo de tarjetas, papeles sueltos y sobres postales en los que maniáticamente, desde hace ya algún tiempo, depositaba lo que su deteriorada memoria era incapaz de fijar: tareas de inmediatez, listas de asuntos sobre los que conversar cada día. Su retentiva se deterioraba. Privilegiada para los acontecimientos más remotos, capaz de recitar pasajes extensos de poemas alemanes o latinos, especialmente de la Eneida, olvidaba con asustadora rapidez los pensamientos y los hechos más recientes. Consciente de su decadencia, vivía en un estado de permanente resignación. «Señores», dijo un día a sus invitados, «no temo morir. Les aseguro, como si estuviera en presencia de Dios, que, si esta misma noche fuera repentinamente fulminado por mi sentencia de muerte, la oiría con calma, alzaría mis manos al cielo y diría: “¡Alabado sea Dios!”». Su rostro se iluminó cuando dio con el papel que buscaba. Me lo tendió al tiempo que me apremiaba con instrucciones verbales. Cursar ya las invitaciones, llevar a la posta los sobres y exigir respuesta de todos y cada uno de ellos. Alistar enseres y utensilios para la cena. Y todo, con efecto inmediato.

«Ahora, voy a intentar dormir», dijo con voz trémula. A finales del invierno había comenzado a sufrir de ciertos sueños desagradables, aterradores. Decía oír melodías pertenecientes a su juventud que lo mantenían despierto hasta altas horas y, cuando dormía, se veía asaltado por agitaciones. Más noches de las que me hubiera gustado reconocer me vi violentamente arrancado del sueño por la llamada de mi señor, que angustiado tiraba del cordón con violencia y a las que acudía, invariablemente tarde, encontrándomelo tirado en el suelo. Puesto en conocimiento del señor Wasianski, este resolvió que me trasladaría a dormir en la misma pieza que mi señor, quien luego, a plena luz del día, bromeaba estoicamente sobre sus episodios: «no conviene capitular ante los terrores de la oscuridad»…, aunque a partir de aquello resolviera dormir con una vela encendida.

Comprobé que la candelilla duraría el tiempo suficiente de alumbrar su descanso. Cerré cuidadosamente la puerta detrás de mí mientras le escuchaba arrastrar los pies cubriendo la distancia entre la mesa y la librería en la que atesoraba los cuatrocientos cincuenta volúmenes, en general ejemplares regalados por sus propios autores, de los que constaba su biblioteca. No necesitaba más: de joven había sido bibliotecario de la Biblioteca Real del Castillo y, además, maese Hartknoch, su editor, agradecido por la cesión que mi señor le había hecho de sus derechos de autor, le hacía llegar cada nuevo libro que era publicado, y que le era puntualmente devuelto después de haber sido leído. A resguardo de interrupciones, desdoblé el papel que me había entregado y le eché un vistazo, curioso. Era la lista de comensales invitados. No podía creer lo que estaba leyendo. No era posible. Mis ojos se anegaron en lágrimas mientras recorría sus líneas…

«Dilecto Kaufmann, esta es la relación de comensales que deseo asistan a mi fiesta de cumpleaños. Sírvase extender las pertinentes invitaciones y acometer las labores de logística y aprovisionamiento de viandas consiguientes. La fecha en que deberán asistir es la del veintiuno de abril, a las 18:00, para cenar. Por favor, Kaufmann, deje bien claro que no deseo más obsequio que su asistencia. A partir de ahora, espero recibir de usted cumplida información de cada uno de los hitos que se vayan alcanzando en pos del objetivo que hoy le marco. Es mi deseo que se respete la siguiente lista de invitados: excelentísimos señores René Descartes, Nicolas Malebranche, Baruch Spinoza, Gottfried W. Leibniz, Étienne Bonnot de Condillac, John Locke, George Berkeley, David Hume, Thomas Reid, y Georg W. F. Hegel. En breve conversaré con usted acerca del menú de la cena».

Tuve que releer el papel varias veces. Un sudor frío perló mi frente y empapó la espalda de mi camisa. ¡Santa patrona de los imposibles, Virgen de Kazán! ¡Era una lista quimérica; los delirios de un anciano con las facultades mentales mermadas! ¡Con la excepción de mein Herr Hegel, el resto de invitados estaba muerto! ¡Desde hacía décadas, incluso siglos, como en los casos de mister Locke, meneer Spinoza o monsieur Descartes!

Incapaz de cualquier otra reacción, sentí el impulso de frenar semejante despropósito, producto de una cabeza en descomposición. Mi primera estrategia, torpe, fue objetar el número desmedido de comensales. Esa misma tarde, cuando mi señor bajaba para dar el paseo habitual y mientras le acomodaba el capote y le hacía entrega de su bastón, así se lo manifesté, dado que él mismo me había enseñado, al poco de entrar a su servicio y con ocasión de otra celebración menor que íbamos a albergar, que «desde la Grecia clásica, mi querido Kaufmann, es sabido que ningún simposio debe acoger a menos de tres comensales (el número de las Gracias), ni a más de nueve (el número de las Musas)». Sonriendo desde algún lugar muy lejano en su cabeza, me despachó con un displicente gesto de la mano mientras murmuraba, dirigiéndose a la cancela del jardín: «las normas, dilecto Kaufmann, están para ser transgredidas, en tanto que la muerte, como estado permanente que no admite un más ni un menos, y que acaba con toda angustia y cualquier agitación, no me permitirá ninguna trampa. Por consiguiente, seamos cómplices usted y yo en este ultraje a Grecia. Acojamos a once comensales y que las ménades nos castiguen azotándonos con sus tirsos y devorándonos en cruento sparagmos».

Resolví consultar inmediatamente con el señor Wasianski, amigo, administrador del patrimonio de mi señor y cuidador de su salud, quien me daría mejor consejo acerca del problema quimérico que había caído en mis manos. Tras una pausada reflexión y después de consultar con los médicos que nos visitaban regularmente, resolvió en darme instrucciones precisas para que formara parte activa en este delirio y siguiera la corriente a Herr Kant en todo aquello que se le presentara, actuando como si el banquete, fantasía o no, fuera a celebrarse de forma inminente. Iba en ello —aseguraba el administrador— su salud y felicidad más inmediatas y nada ni nadie podría marchitar el ánimo con que en los últimos días volvía a florecer su mente y su cuerpo. Huelga mencionar que, añadido a la complejidad de un convite para doce comensales —pues el señor Wasianski asistiría por obvias razones—, un punto concreto exigía inmediatez en la ejecución y un cierto «conocimiento» muy preciso… mi amo había insistido en que las invitaciones llevaran todas su RSVP, por lo que necesitaríamos ayuda para poder fabricar el ardid. Afortunadamente, supimos que un tal maese Mann, un antiguo compañero de bebida de Lampe, famoso en la zona por sus habilidades en las artes de la falsificación, acababa de salir del presidio de Gvardeysk, a orillas del Deym, y estaba residiendo en la vecina Quednau. Por unas pocas monedas podríamos solucionar ese farragoso asunto y asegurarnos su silencio. Además, con la necesaria —y convenientemente retribuida— complicidad del encargado de la posta de correos de Könisberg, sabiendo que seguramente maese Kant se encontraría con él en sus paseos diarios, fueron enviadas y recibidas invitaciones auténticas y confirmaciones falsas, que obraron en mi poder más pronto que tarde.

Se deshacía en explicaciones conmigo, con Wasianski, con las criadas. De sus comensales razonaba que la diversidad estaba asegurada y que, entre racionalistas, empiristas, sensistas y commonsensistas, no podía menos que esperarse una velada entretenida. Que el punto de juventud que buscaba lo aportaría Herr Hegel, que a sus treinta y tres años ya había logrado la hazaña de entrar en Jena y que, en esos momentos, según había llegado a sus oídos, estaba trabajando con Schelling en la edición del Kritisches Journal der Philosophie… Mensajes deslavazados, inconexos, atropellados, febriles. Nos miramos todos, cómplices, y entendimos que no debíamos sacarle de ese estado de excitación, que insuflaba destellos de vida en sus ojos.

Entendimos que el relato que su mente había construido era una añagaza para mantenerse activa y que por nada en este mundo habría que interferir en sus ilusionantes y rejuvenecedores proyectos. Por eso mismo, todo sucedió en los días siguientes conforme a lo acostumbrado: el mismo frenesí, la misma agitación, los mismos dispendios… Los banquetes chez Kant eran largos y dilatados, y abundaban en los placeres de la conversación. Solían durar de tres a cuatro horas, y los platos —según maese Wasianski, que ya había asistido a algunos— no se colocaban simplemente en la mesa, sino que se iban secuenciando y ofreciendo a los comensales uno por uno. Los invitados solían ocupar sus asientos a la manera de aquellos aristocráticos encuentros en Inglaterra, y en intervalos de aproximadamente media hora se dedicaban a charlar, volviendo de cuando en cuando a comer, siempre que la vianda en cuestión fuera digna de su atención. Alentado por el desafío que suponía, mi señor eligió como menú de su banquete de cumpleaños una Sopa de tortuga —advirtiéndome de que el madeira a usar en su elaboración tendría que ser un Pereira D’Oliveira, su preferido—; a continuación unos Blinis Demidoff, para los que hizo traer doce onzas de caviar Beluga del mar Caspio, especialidad Malossol, por esa ligera salazón que tanto apreciaba; la pièce de résistance consistiría en unas Codornices en Sarcófago, para cuya elaboración encargó unas botellas de Courvoisier —en atención a sus invitados franceses— ese cognac que entusiasmaba a Napoleón, y que hizo traer desde Bercy, el suburbio parisino; ensalada de lechuga, radicchio y endivias con nueces y vinagreta francesa; una selección de quesos franceses y, para terminar, como postre, Baba al Ron, elaborado con esa ambrosía dulce jamaicana que tan difícil es de encontrar por estos lares. A la hora de fumar, se regalarían con un nutrido surtido de espirituosos y, haciendo una excepción, había dispuesto que fumaría una segunda pipa (su costumbre era una única al día, tras el desayuno). Descendiente de escoceses por línea paterna (Cant), no ocultaba una cierta predilección por el uisge-beatha de sus ancestros, y gozaba con obsequiarlo a amigos y comensales. El apartado de vinos me lo confió enteramente. Nunca bebió en demasía y llegaba a decir incluso que la cerveza era un lento veneno. Así que dispuse, con la aprobación vigilante de Herr Wasianski, un vino amontillado para la sopa, un champagne rosado Ruinart Oeil de Perdrix, de Reims, cosecha de 1790; un borgoña Clos de Vougeot de los terrenos del Císter de Beune para las codornices y la ensalada de acompañamiento y, para el postre, ese vino dulce que elaboraban las monjas de Olsztyn, en la archidiócesis de Warmia, y que hacía, muy esporádicamente, las delicias de mi señor. Para cerrar, café recién molido, una de las obsesiones de Herr Kant, que exigía que fuera traído al momento, en el acto. Una operación delicada que, si no satisfacía sus ansias con largueza, hacía aflorar en su rostro esa expresión de impaciencia, tan enérgica y tan infantil, que difícilmente podía evitar uno sonreír al verla. Yo me ocupaba de que el café estuviera molido y el agua preparada para, a su señal, lanzarme raudo a sumergir el polvo en el líquido y esperar a que hirviera, pero indefectiblemente mi señor, recomponiéndose con ademán estoico de ese sempiterno y pueril gesto de frustración,  se quejaba de la espera: «Bueno, después de todo el hombre está sujeto a la muerte: no hay más. En el otro mundo, gracias a Dios, no se toma café y, en consecuencia, al menos no habrá que esperar a que llegue».

Los días de preparativos pasaron rápidamente. Hacía tres que la cocina estaba a pleno funcionamiento y los olores impregnaban agradablemente los rincones de la casa. La mañana del veintiuno, Herr Kant no cambió un ápice sus costumbres. Faltando cinco minutos para las cinco, le desperté y se incorporó sin atisbo alguno de vacilación. A las cinco en punto estaba sentado a la mesa del desayuno en la que, invariablemente, le esperaba una tetera humeante, de la que se sirvió dos, tres o más tazas. Dio unas frenéticas caladas a la pipa matutina, al tiempo que reflexionaba sobre la agenda del día. Me preguntó, una vez más, si todos los invitados habían confirmado y si no habría llegado, malhadadamente, alguna cancelación de última hora. «Herr Hegel ha solicitado traer a sus amigos Hölderlin y Schelling, pero maese Wasianski ha estimado oportuno no alterar los planes de nuestra cocina, por no hablar de que difícilmente tendríamos acomodo para catorce comensales en nuestra mesa». Tranquilizado en este punto, se levantó para asearse y vestirse. A las siete en punto salió de casa para impartir sus clases. A su vuelta, subió a su querido gabinete hasta el mediodía, a ocuparse en lecturas y reflexiones. Como todos los días de su vida, a las doce y cuarto bajó al comedor y, sirviéndose una copa de Tokaji, se sentó a la mesa. Y como todos los días de su vida, cuando terminó, volvió a subir a su gabinete. En esta extraordinaria ocasión me dio instrucciones para avisarle una hora antes del inicio de la cena, una vez los invitados hubieran llegado a sus habitaciones —que yo me había ocupado de reservar en la posada de la calle Streletskaya, cerca de nuestra casa, junto a la Puerta del Rey y cerca de la Universidad Albertina en la que mi señor había desempeñado el cargo de rector algunos, pocos, años atrás—. Una vez descansados y aseados, les esperábamos a las seis. Luego, fuese y me empleé en los preparativos finales…

Haciendo gala de esa exquisita puntualidad con que la tradición les orna, el primer grupo en llegar a la Posada Streletsky fue el de los británicos (los jacks, como les apodaba en tono de solfa mi amo). Habían viajado juntos para enfrentar con mayor seguridad y economía los inconvenientes de la navegación de las casi dos millas náuticas entre Dover y Calais y las más de cuatrocientas leguas que cubría el trayecto en carruaje desde Calais —hasta diecinueve años después no aparecería la primera línea de ferrocarril entre Stockton y Darlington, y posteriormente entre Liverpool y Manchester en 1830—, y que pasando por varias poblaciones[5], llegaba a Königsberg. Pararon en las postas reales que había cada treinta leguas, reservando siempre en asiento de interior (ni en rotonda ni en cabriolé: ya no tenían el espíritu para tamañas inclemencias). Mi señor no dejó de bromear jugando con la perversa idea de embutir durante catorce días a un inglés (Locke), un par de escoceses (Hume y Reid) y un irlandés (Berkeley), en un carruaje. Parecía a priori la conjunción de elementos más propicia para que guerras pasadas se volvieran a reproducir. Tres años antes se había firmado el Acta de Unión entre Gran Bretaña e Irlanda (desde 1707 Escocia e Inglaterra conformaban el Reino de Gran Bretaña). Pensaba sobre todo, jocoso, en el disgusto de los escoceses ante el presupuesto del viaje (1.600 reales por el transporte, más otros 420 más por las refecciones diarias).

El segundo grupo fue el que dimos en llamar de los europeos, de composición un tanto heteróclita: Descartes, Malebranche, Condillac, Spinoza y Leibniz. Meneer Spinoza se reuniría con el grueso del grupo en la posta real de Hannover, por ser el cruce de sus caminos —los franceses habían salido desde París y vendrían por la ruta de Valenciennes[6]—. Herr Leibniz se sumaría también al grupo en Hannover, ciudad en la que residía.

En cuanto a Herr Hegel…, era un absoluto misterio. Informado de lo bizarro de todo el asunto (punto sobre el cual mostró un retorcido regocijo), había —él sí— confirmado su asistencia, aunque no volvió a dar señales de vida durante los días que transcurrieron en preparativos y componendas. Aún hoy seguíamos sin noticias. ¿Se habría molestado por la negativa de mi señor a extender la invitación a sus queridos Schelling y Hölderlin?  Se le enviaron varios recados para solicitar su aprobación respecto al alojamiento en la posada, pero no fueron respondidos. El señor Wasianski me ordenó no insistir más y actuar en todo momento, de cara al amo, como si su confirmación fuera sólida y su presencia estuviera asegurada. Su habitación en la Streletsky—la catorce— estaba reservada y su asiento en la mesa dispuesto. «En caso de ausencia», me indicó el administrador, «ya inventaremos alguna excusa». ¡Qué ironía, que el único viviente de todos los invitados, fuera el más dudoso para asistir! Sabiendo que desde Jena, donde estaba impartiendo clases desde hacía dos años, tendría que pasar por Leipzig y Fráncfort, y que su siguiente parada sería forzosamente Posen, podría haberse unido allí (y así se lo hicimos saber en uno de los mensajes) al grupo de los jacks, que también habían sido advertidos de la posibilidad del encuentro, pero a estas alturas, nada sabíamos de su decisión.

Precedido de los ladridos de los perros, llegó jadeando a nuestra puerta Friedrich, el hijo del posadero, para informarnos entre hipos y resuellos de que todas las habitaciones habían sido ocupadas ya por nuestros invitados. Todas, menos la catorce. Que se hallaban descansando la mayoría, y que dos o tres habían salido a estirar las piernas y  conocer nuestra hermosa ciudad. Huelga mencionar el revuelo que se organizó en la cocina y entre el servicio (Wasianski había decidido alquilar la ayuda de dos camareros de la posada, que había puesto bajo mis órdenes y que se encargarían, durante la cena, del trasiego de platos y cubiertos: ellos entrarían y saldrían de la cocina, mientras que yo, Ganímedes ocasional, permanecería en la estancia a cargo del servicio de los vinos y licores). Eran las tres de la tarde. Faltaban dos horas para despertar de su siesta a mi señor, y tres para comenzar a recibir a sus invitados. Maese Wasianski quiso dar una última inspección a la mesa, antes de volver a su domicilio para adecentarse. La mesa, rectangular, estaba alistada y vestida con doce servicios. En la cabecera principal se sentaría mi señor, y en la opuesta, Herr Hegel (si fuera el caso que se dignara aparecer). A la derecha de Herr Kant, y por orden de proximidad, Hume, Spinoza, Locke, Malebranche y Berkeley. A la izquierda, Descartes, Reid, Condillac, Leibniz y Wasianski. Yo, en aquel tiempo, no era más que un diletante en asuntos filosóficos, aunque me preciaba de atesorar pausadas y profundas lecturas de la obra de todos y cada uno de los asistentes, con mayor o menor fortuna. Por ello, adiviné la intención que mi señor escondía al elegir aquella disposición de asientos. Equilibrada, variada, heterogénea y beligerante, el protocolo de asientos era de tal brillantez, que aquella reunión no podría quedar jamás en el olvido. Eso mismo pensaba Herr Administrador, que se impuso la obligación de transcribir a la mayor exactitud posible todo lo que allí se dijera. Me pidió, devoto como yo de la filosofía, «esa mujer —Boecio dixit— de aspecto venerable, ojos ardientes y mirada penetrante, la tez joven pese a tener tantos siglos que era imposible que fuera de nuestra época. Su estatura difícil de precisar, porque ora parecía tener la medida de los seres humanos, ora tocar el cielo, y cuando alzaba la cabeza se perdía de vista, fuera del alcance de la mirada humana…», que tampoco perdiera ripio de todo lo que escuchara en esa velada, porque al día siguiente, y en los venideros, nos juntaríamos para levantar cumplida memoria de todo, «y así regalar al mundo el testimonio de una ocasión como jamás verán los siglos venideros».

Sonaron las cinco en los relojes de la casa. Según lo convenido, avisé a mi señor y me dispuse a revisar, una vez más, los detalles. Nada podía fallar. Llegó Wasianski justo en el mismo instante en que sonaba la campanilla de los aposentos de mi señor, arriba, reclamando atención. Tocándome el brazo, el administrador se ofreció él mismo a subir y atenderle. Todos conocíamos la extremada reserva de Herr Kant: nunca solicitó ayuda para vestirse o desvestirse, ni a Lampe, ni a mí mismo. Su observancia del orden y su respeto por el decoro y la distinción era tal, que era capaz de recomponer su vestimenta en un instante, sin avergonzarse a sí mismo ni a los demás. Y como a esas alturas había prescindido de aquel farragoso mecanismo que ideó para mantener estiradas sus medias sin la ayuda de ligas, por miedo a obstruir la circulación de la sangre, la operación de vestirse no se prolongaba nunca más de lo deseado. Más tarde me relataría nuestro administrador todas aquellas partes que se sucedieron en mi ausencia, y yo haría con él lo propio, de tal forma que, uniéndolas, fuimos capaces de articular un relato coherente.

Empezaron a llegar los primeros invitados en tanto Wasianski y el señor estaban arriba en su gabinete. Mis ayudantes ocasionales y yo mismo nos ocupamos de recoger capas y sombreros, guantes y bastones de paseo, así como de darles paso a la sala. Todos, de una u otra forma, se conocían, así que las conversaciones, alborotadas, se sucedieron espontánea y embarulladamente. No podría asegurar quién hablaba de qué, ni con quién lo hacía. Pero las risas y las exclamaciones informaban de la distensión y jovialidad que una cena de cumpleaños como esta requería.

En el piso de arriba, Herr Administrador inquirió a mi señor por su estado. «Mi querido Wasianski», contestó aquel pasando su brazo alrededor de su confidente mientras bajaban las escaleras al encuentro de sus invitados, «no tema por mis fuerzas. Llevo tanto tiempo queriendo celebrar una ocasión como esta… ¿Se imagina? ¡Qué momento! Toda la gnoseología presente en mi humilde casa, alrededor de mi mesa. La posibilidad de que racionalismo y empirismo se vean las caras en mi propio salón, para unirles —mi plan secreto— bajo el advenimiento del conocimiento trascendental. Y la oportunidad de acometer mi embajada secreta, mi impulso íntimo… poder cambiar la perspectiva de nuestros invitados (o de hacerles dudar, al menos), lograr remitir la oposición entre apariencia y realidad, haciendo definitiva la distinción entre la apariencia y la cosa en sí, entre fenómeno y noúmeno, entre el aspecto que las cosas ofrecen ante nuestros sentidos y lo incognoscible e inabordable para el ser humano… Todo eso de lo que tanto hemos hablado en nuestros largos paseos…  ¡Ah, Wasianski!, van a compartir mi pan y mi vino las mentes más preclaras, a pesar de estar desavenidas, y —le confieso— pretendo que se encaren, que contiendan y que se escuchen. Con atención, sin fanatismos ni intransigencias. Y, por supuesto, que me atiendan. Después de años de haberles leído, estudiado y criticado, creo haber llegado a una conclusión que podría eliminar sus diferencias y unirles en pos de una verdad común. Esa es mi ilusión. Ese es mi motor. Ese es mi plan. Nada puede debilitarme un día como hoy, querido amigo».

 Terminando la frase, se desasió de Wasianski y compuso su imagen ante el espejo del pasillo. Le comuniqué que todos los invitados, excepto Herr Hegel, estaban ya esperando en la sala. Eran las seis en punto y mi señor, incapaz de hacer esperar a la inmensa mayoría por culpa de la irresponsabilidad del más jovenzuelo de todos, abrió las puertas y saludó al grupo con ese estentóreo: «¡Bueno, señores!», que era su expresión particular. Es difícil para mí alcanzar a dar cuenta del efecto que esa fórmula de saludo, esa entonación y el aire con que la pronunció produjo, pero el desorden y alboroto previo dio paso a una suerte de relajación y alivio que se diseminó por la sala, compensando a los invitados de los esfuerzos que habían hecho para estar ahí. Con solo un saludo, mi señor había sumido todas las voluntades bajo una especie de  indolencia indefinible con la que se dispusieron a entregarse al seguro disfrute de la velada que estaba por iniciarse.

Permítaseme omitir la ronda de saludos y parabienes que los asistentes regalaron a mi señor. En el momento en que Wasianski me dio la señal, entré en la sala para anunciar, solemne y circunspecto, que la cena iba a comenzar. De camino al comedor y aunque habitualmente no solía abordar los temas más serios antes de comer y mucho menos en el gabinete, Herr Kant no dejó de hablar de la situación política[7] con quien tenía al lado. Quería agotar cualquier asunto que pudiera interponerse en su objetivo. No permitiría que ningún hecho ajeno al que él se había marcado ocupara la más mínima  parte de la comida. Así que mejor acabar antes con las cuestiones mundanas. Hacía poco que Napoleón había dado el golpe de estado del 18 brumario contra el Directorio, iniciando el Consulado, y hacía menos tiempo aún que se había promulgado la Constitución del año VIII, esa dictadura bonapartista que concentraba el poder en sus manos y obviaba los derechos fundamentales de los ciudadanos, así que, permitiendo que sus invitados se explayaran al respecto, se aseguraba de contar con su atención en el tiempo de la cena[8]. No hubo comentarios sobre la segunda edición del Ensayo de Malthus, en el que suavizaba las afirmaciones sobre la inutilidad de los pobres que había vertido en su primera edición, ni sobre las novedades editoriales de Schiller[9] o de Goethe[10], lo cual no fue sorprendente, ya que ninguno de los asistentes las había leído…

 La ocasión hacía que mereciera la pena obviar los acontecimientos del presente[11] y enfocarse en las ideas. El tiempo en compañía de Herr Kant solía pasar volando con gran provecho y delicia de los comensales. Mi amo no solía dar ocasión a esas pausas momentáneas en que el ritmo de la conversación suele languidecer. Siempre se servía de algún medio para reavivar el interés, conduciendo con gran tacto a cada invitado hacia sus gustos personales o hacia su ámbito de estudio, sobre los que él siempre estaba preparado, fuera cual fuese la cuestión a tratar, para opinar con solvencia y con el interés de un observador original. Los asuntos locales de Königsberg debían revestir la suficiente relevancia como para concentrar la atención de su mesa, al igual que los internacionales. Y en cuanto a la filosofía, rara vez, por no decir nunca, dirigía la conversación hacia ninguna rama que él hubiera fundado. Por ello esta ocasión se perfilaba como única.

La mesa estaba hospitalariamente dispuesta: había en el menú platos para todos los gustos, y vinos cuidadosamente escogidos para realzarlos. Y aunque los excesos de ceremoniosidad desagradaban sobremanera a mi señor, se me ordenó observar una cierta etiqueta, en honor a la diversidad de procedencias de nuestros invitados. No había nadie en el mundo que no considerase el ser invitado por Herr Kant como un honor y un día festivo. Sin darse aires de maestro, lo era en grado sumo. Todo encuentro con él quedaba embebido de su inteligencia preclara, vertida naturalmente y sin afectación sobre cualquier argumento que fuera surgiendo al hilo de la conversación. Y aunque la lectura de sus obras era complicada y exigía de una atención y concentración especiales, nadie diría que ese interlocutor que le hablaba en tono tan familiar y poco escolástico, tan delicioso y genial, fuera el mismo autor e impulsor de esa Crítica de la razón pura que no hacía tanto —apenas veintidós años— había editado. Componía sus banquetes con la dedicación de un artista. Dos reglas había que siempre observó de modo manifiesto y a las que nunca le vi faltar, incluso en esta extraordinaria ocasión: la primera, que los comensales fueran lo suficientemente heterogéneos como para dotar a la conversación de la deseable variedad; la segunda, que el grupo se viera agraciado con la inclusión de la justa proporción de hombres jóvenes, a fin de anejar un tono alegre a la conversación.

Los convites de mi señor eran largos y dilatados, y más lo sería esta cena, que tenía como objetivo prioritario que todos los presentes comulgaran en la necesidad de reconstruir el fundamento objetivo del conocimiento desde una perspectiva trascendental. De buen seguro duraría hasta bien entrada la medianoche. Los platos no se colocarían simplemente en la mesa, sino que se irían secuenciando y ofreciendo a los comensales uno por uno. Los invitados ocuparían sus asientos, como en cualquier encuentro aristocrático en Inglaterra, y en intervalos completos de media hora o más, se dedicarían simplemente a charlar, volviendo de cuando en cuando a comer, siempre que las viandas que se les ofreciese fueran dignas de su atención.

Con afecto, se interesó por la salud de todos ellos. Veía la vida en general, y por tanto la enfermedad, como un estado de oscilación y cambio perpetuo. Y la razón justificaba una proporción natural entre ese cambio y los sentimientos de esperanza y miedo. En cuanto a la muerte, como estado inexorable que acababa con toda angustia y extinguía para siempre las agitaciones de la inquietud, no le permitiría más que adaptarse a un estado de ánimo de la misma naturaleza, permanente e inmutable. En respuesta a su interés, todos los invitados le expresaron el placer que sentían por poder verle, a lo que respondió:

 —Ven ustedes en mí tan solo a un viejo decrépito y extenuado, pero que les agradece la compañía. Aborrezco comer solo: solipsismus convictorii, un hombre que no hace por distraerse con la actividad y el placer de la compañía podría pensar en exceso o muy intensamente, ejercicio extremadamente nefasto para el estómago durante el primer proceso de digestión.

»Dicho lo cual, queridos amigos, permítanme revelarles el verdadero motivo de esta irrepetible reunión, que pretendo realizar a la manera del Banquete platónico. Les propongo que nos alejemos del conocido método socrático, ese diálogo usual de preguntas y respuestas y que nos metamos de lleno en un gran agon de disertaciones sobre el tema que nos da identidad como grupo, que nos cohesiona y divide al tiempo. Un agon logon, un gran debate por tanto, un certamen de palabras en que discursos y contradiscursos representen las contrarias opiniones —o las complementarias, si fuera el caso— que perfilen y maticen este nuestro asunto del conocimiento. Todos los presentes han escrito excelsas páginas sobre ello. Todos han pensado y reflexionado sobre sus causas y efectos. Y estaremos todos de acuerdo en que siendo el conocimiento humano uno de los fenómenos más dinámicos, cuyo campo crece y se extiende sin parar, la pregunta sobre su posibilidad, origen, esencia, clases o criterios sigue, hoy en día, vigente. La gnoseología[12] nos dice que hay un lugar donde se produce el conocimiento, que es el alma o espíritu, el yo, el sujeto, la mente, el entendimiento… y que su producto final es la imagen mental, juicio, nóema, idea o concepto, abstracciones o representaciones mentales de las cosas conocidas. Esta cuestión del conocimiento, subjetiva, encuentra su principal escollo en su fundamentación y en su justificación racional. Y es por esa razón, queridos amigos, que os hallo ante mí, divididos, enfrentados en facciones, unas que buscan fundar el conocimiento en la razón—, aquí mi señor posó su mirada alternamente en Descartes, Reid y Leibniz, a su izquierda, y en Spinoza y Malebranche, a su derecha, —y otros—, Condillac, Berkeley, Locke y Hume se revolvieron en sus sillas, —en la experiencia. Pues bien, queridos amigos, parafraseando a mi muy dilecto maestro Rousseau, he aquí lo que me pregunto y lo que me propongo examinar y […] a fin de pensar solo en los hombres a quienes hablo, supondré que me encuentro en el liceo de Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros, con los Platón y Jenócrates por jueces y el género humano por auditorio[13].

»Así, entre racionalistas o innatistas, por un lado, que defendéis la razón y el alma racional inmaterial e inmortal como fuente principal de todo conocimiento, y que descendéis en línea directa de Parménides, Sócrates, Platón, Agustín, Avicena, Marsilio Ficino, Duns Scoto o los platónicos de Cambridge; y empiristas por el otro, que postuláis el conocimiento proveniente de la experiencia sensible, bebiendo de Aristóteles o Tomás; sin menospreciar a sensistas y commonsensistas… tenemos al pobre conocimiento vapuleado, sacudido, batido, golpeado, atropellado. Y creo firmemente que es llegado el momento de encontrar una salida que contente a las partes.

»Porque opino con solidez que es posible un acercamiento: existen puntos en común que aventuran una concordia en el horizonte. ¿Han pensado sus señorías en que todas las posturas coinciden en la ratio epistemológica de la “Idea”?  La idea como centro conciliador. Para todos, el conocimiento es conocimiento de ideas. Para todos, las ideas son representaciones de la realidad en la mente del sujeto. Para todos, el origen del conocimiento es el origen de las ideas (para los racionalistas, innatas; para los empiristas, impresiones de los sentidos). Y todos os mostráis de acuerdo en que el medio del conocimiento es la intuición (los racionalistas defendéis la intuición intelectual, la mente que capta la verdad sobre las ideas de modo racional; los empiristas salvaguardáis la intuición senso-perceptual). Con esas concordancias, ¿qué nos impide acabar con esta división que desde el origen del pensamiento nos enfrenta?

»Alzo mi copa en un primer brindis, que obligadamente dedico a mi gran amigo Descartes. Quiero agradecerle que gracias a él dejáramos de mirar al pasado como aquello que debíamos reactualizar en nuestro presente. Que tuviera la intuición de dotar de marco filosófico a ese nuevo universo que Galileo y Copérnico abrieran. Que concediera a la individualidad humana el papel central en la reflexión filosófica…

—Nada que no hubieran hecho antes de mí los señores de Montaigne, Charron o Guez de Balzac, mon cher ami Immanuel—, se atrevió a musitar Descartes.

De repente, la afabilidad se quebró. Con un arrastrar de sillas, Condillac se puso en pie y apuntando a Descartes, exclamó:

Mais tu es un sacré idiot!, un tonto como Malebranche, o Leibniz, o Spinoza, aquí presentes, que solo suelta idioteces fundamentadas en principios abstractos carentes de contacto con la experiencia. ¡Por favor! ¿Es que es solo a mí a quien le suena absurdo esconderse en Dios cuando la razón encuentra dificultades?…  Que Dieu vous bénisse!

—En su descargo, mi querido Étienne—, apaciguó maese Kant queriendo recuperar la concordia inicial—, he de decir que en aquellos años en los que el buen René aventuró sus teorías, el pensamiento no podía desprenderse aún de sus creencias religiosas. Es evidente que aún adaptaba la escatología de la religión a lo laico, pero quedémonos con lo importante, porque de ahí es de dónde venimos todos. Eran años aquellos en los que las prisas del hombre le impedían esperar al cielo prometido. Tiempos en los que se confiaba en la ciencia y en los avances técnicos y políticos. Épocas marcadas por esa voluntad de someter a la Naturaleza y crear en la tierra el reino celestial. Momentos en los que regía la razón, la señora de todo, que comenzaba a descubrir las leyes que nos gobiernan, que construía ya las herramientas que harían del hombre el rey nuevo de la creación.— Y añadió, ya dueño de la situación,  —pero celebremos la ocasión, amigos. Les invito a levantar conmigo sus copas en nombre del entendimiento y la concordia…

Todos alzaron sus copas y le acompañaron en el brindis, tras el que, según estaba dispuesto, el primer plato iba a comenzar a salir de la cocina. A una leve señal de Herr Kant indiqué a nuestros ayudantes que comenzaran el servicio. Mientras giraban alrededor de la mesa depositando recipientes y procedían a servir a los comensales, se dirigió a Locke, sentado a su derecha, entre Spinoza y Malebranche:

—Mi querido John, creí percibir que ibas a intervenir cuando he interrumpido tan abruptamente—, dijo suavemente.

—¡Sí! ¡Lo iba a hacer!—, exclamó Locke. — ¡Tremenda ironía! ¡Un programa que pretende acabar con el dogmatismo y el absolutismo empuñando la luz dogmáticamente!  Liberar al hombre de las cadenas de la ignorancia que le conminan a la miseria material, haciéndole esclavo de la razón y de la luz. ¡Os digo que en el futuro se nos analizará con abierto escepticismo, una vez que descubran el enorme poder de destrucción que encerramos en nuestro seno!—, vaticinó solemne.

—Pero, ¿no es mejor la luz, no es preferible controlar la realidad a través del conocimiento y la observación de los hechos?— preguntó Descartes. —La experimentación, las hipótesis, las soluciones, usar las matemáticas y poder predecir resultados… Acabar con las tradiciones, la fe del fanático, las mitologías, las supersticiones o esa autoridad devenida como una forma de meritocracia que sirve como sistema de legitimación de privilegios heredados. Los nuevos individuos, ciudadanos libres e iguales, dotados de derechos y de deberes, autores de su historia que pueden modificar por su acción…

—Siiiii…, seguro—, cortó con sorna Condillac, —como cuando, asustado como un conejo por lo que había ocurrido con Galileo, decidió su señoría mantener ocultas sus ideas. Tan libre, tan igual, tan dotado de derechos...  —ironizó el francés, y en la sala se hizo un incómodo silencio.

Aproveché ese instante para presentar el plato que acababa de ser servido:

—Como entrada, queridos señores, sírvanse degustar una Sopa de tortuga elaborada con un madeira Pereira D’Oliveira. El vino con el que la acompañarán es un amontillado con crianza velo de flor, un nuevo procedimiento que desde hace dos años han incorporado en las bodegas de Jerez y al que mi señor es bastante aficionado. Espero que lo disfruten.—, dije solemnemente.

Se escuchó un murmullo de aprobación y el agradable aroma de la sopa se enseñoreó de la habitación. Mi señor tomó la palabra.

—Haya paz, amigos—, dijo. —Monsieur Condillac, estoy seguro de que no se le esconden las difíciles condiciones de aquella época, así como que, de no ser por nuestro amigo René, seguiríamos hundidos en el oscurantismo y la superstición. Dejémonos de encontronazos y permítaseme insistir. ¿No les parece sumamente atractivo poder fundir racionalismo y empirismo en una misma actividad de conocimiento trascendental?  Imagínense todos… producir un cambio radical de perspectiva, hacer definitiva la distinción entre la apariencia y la cosa en sí. Entre el fenómeno y el noúmeno… Me arrogo el derecho, como anfitrión, de intervenir el último, pero antes, quisiera dar la oportunidad a Descartes de abrir nuestro agon. Veamos qué tiene que decir. Adelante, Monsieur.

—Gracias, mein lieber Herr—, dijo el francés, —pero antes de entrar en materia, permítame aprovechar para felicitar a la cocina. La sopa está deliciosa, y este amontillado es, sencillamente, sublime—. Todos se giraron hacia mí. Me incliné en una ligera reverencia. Y Descartes prosiguió.

—Pues bien, queridos,  yo solamente percibí que aquellos nuevos métodos de la ciencia experimental atacaban en su base la filosofía medieval y sentí la acuciante necesidad de explicarme ese paso del mito de la naturaleza al logos de esas leyes naturales universales que ahora empezaban a explicar por la razón y la experimentación lo que hasta entonces pertenecía a la superstición. Era el adiós a la metafísica y a las verdades reveladas. Ya no quería preguntarme qué eran las cosas que estaban fuera de mi mente, sino cómo era posible que yo las conociera. Dudé. De todo. Me lo pregunté, de nuevo, todo. Me hice idealista, como todos nosotros, porque di más importancia al modo de acercarme a la realidad, mediante las ideas, que a la propia realidad. De ahí, me pensé como un ser de mente consciente, que era capaz de representarse su realidad exterior a través de esas ideas. Creí, creo, firmemente, en que, en esa relación entre mente y cuerpo, son los sentidos y las verdades de hecho los que nos proveen de lo necesario para generar en nosotros las ideas—. Hubo aquí hubo un murmullo de aceptación entre sus correligionarios.

—¡No hay más razón que la razón, la lógica y los conceptos!— alguien exclamó resguardado tras la confusión, disimulando su voz, aunque no su acento inglés, con la servilleta.

—Señores, orden— dijo la voz imperativa del anfitrión. —Prosiga, dilecto amigo.

—No quiero monopolizar la velada— continuó Descartes. —Simplemente, mi idea era deducir, a partir de principios innatos, un sistema que proporcionara información acerca de la verdad y del mundo, para establecer un sistema deductivo de verdades, parecido a un sistema matemático…

Spinoza y Leibniz golpearon con las palmas de la mano en la mesa, en señal de aprobación, y se levantaron al unísono con sus copas de amontillado en la mano.

—¡Como demostré en mi Ethica more geometrico demonstrata!—, gritó el holandés.

—¡Y yo con mi Característica Universal!—, hizo lo propio el teutón, al tiempo que vaciaba el contenido de un trago.

—De la que nadie quiso saber nada, viejo chalado—, se oyó a Berkeley, que alzaba desafiante al mismo tiempo su copa en dirección a Leibniz. La mirada del alemán fulminó al irlandés…

—Maldito Philonus esclavista…  Schade!—, murmuró en voz suficientemente alta Leibniz, haciendo alusión al libro de Berkeley Los tres diálogos entre Hylas y Philonus, en el que el clérigo irlandés, Philonus amante de la mente, criticaba a míster Locke-Hylas, amante de la materia.

Quiso Descartes retomar la palabra.

—Solo quiero decir, para terminar, que mi intención fue eliminar la subjetividad en el razonamiento, construyendo un cuerpo de proposiciones cuya verdad estuviera asegurada. Quería alcanzar la objetividad en la filosofía, convertir la metafísica y la moral en ciencias para acabar con las eternas discusiones. Llegar a una verdad universal.

—Lo que no entendisteis, señor, fue la diferencia entre las proposiciones matemáticas y las existenciales—. Era Hume, quien no pudo mantener más tiempo la boca cerrada.

—¿Cómo qué no?—, respondió el francés. —¡Pero si fundé mi sistema en la proposición más existencial de todas!

—Y no lo discuto—, respondió Hume,  —su cogito fue el principio de todo, pero querer asimilar la filosofía, toda la filosofía, incluso la natural, a la matemática pura, y las relaciones causales a implicaciones lógicas, era un proyecto asaz arriesgado.

—Pues Il commendatore había dejado escrito—, contestó Descartes, refiriéndose a Galileo, —“la filosofía está escrita por Dios en el libro del Universo, aunque no podemos leerlo a menos que entendamos su lenguaje”, las matemáticas. Mi intención no fue otra que demostrar que, gracias a las verdades innatas, la experiencia no nos da sino la ocasión para que nuestra mente, con su propia luz, perciba la verdad. Y que no necesitamos confirmaciones empíricas, puesto que no son sino generalizaciones inductivas a partir de la experiencia. Porque hay verdades lógicamente anteriores a la experiencia…

—Platonismo barato—, cortó malhumorado Locke.

Mais non, monsieur!—, respondió el francés. —Si tiene a bien recordar su señoría, en Platón la idea era externa al pensamiento, mientras que para mí es innata: está en el pensamiento. Aun así, no reniego de mis influencias, de Parménides, de Platón, incluso de algunos philosophes. No me avergüenza.

Herr Kant, al que yo no quitaba ojo, sonrió al escucharle. Según me explicó después, gracias a su querido Cartesio el innatismo se convirtió en una teoría sobre la estructura de la actividad del espíritu, que fue la que le abrió a él, a mi señor, las puertas a la consideración de su a priori.

—Si para el gran Platón el conocimiento comenzaba con los sentidos, para mí—, proseguía Descartes, —se alcanza por el método deductivo-matemático. La razón intuye los principios que ella misma tiene y, a partir de ahí, deduce todas las demás ideas. Yo sé que los sentidos no pueden darnos conocimientos claros y distintos. No existe la evidencia en ellos…

—Pues bien—, zanjó el siempre elegante Hume, —yo descarto el papel fundamental que desempeña Dios en vuestro sistema. Dios, y el resto de patrañas y conceptos metafísicos como sustancia, esencia, alma, mundo… ¡Bah! Ilusiones todos ellos. Y niego la existencia, incluso la posibilidad de vuestras ideas innatas. Recordad a Aristóteles y su tabula rasa, que después mi querido Locke empleó y que yo también hago mía. Afirmo, afirmamos, que todos los sujetos nacemos sin conocimientos en nuestra mente y que es la experiencia la que les da origen. Digámoslo de una vez por todas, atrevámonos, ya que usted se atrevió, y en ello encontramos un punto de acuerdo: la metafísica es ilusoria y estéril. Solo las matemáticas nos ofrecen conocimientos ciertos. Por eso le discuto, mon cher ami, su concepto de razón, y gentilmente le ofrezco el mío para que medite: la razón depende de la experiencia, y a ella está limitada. Tengo que rechazar su criterio de evidencia y su sempiterno y ciertamente cargante recurso a Dios como garantía de su verdad. Querido René, ¿de verdad quiere comprobar la veracidad de una idea? Es sencillo: evidencie su señoría si procede de alguna impresión. Si puede señalarla, estará ante una idea verdadera. Si no, se está enfrentando a una quimera. Le repito, my dearest friend, y mantengo, que nuestros conocimientos están limitados a nuestras impresiones.

Casi atropellando las últimas palabras de Hume, Malebranche tomó por primera vez la palabra. O sería más propio decir que irrumpió en aplausos…

Ça, c'est bien! Por lo tanto, querido Hume, es usted un auténtico escéptico. Me arrebata escuchar a mi mentor. Esa manera tan elegante de reformular el espiritualismo agustiniano… su dualismo, y la osadía de relegar las funciones vitales del alma a meros procesos mecánicos, para reforzar su carácter puramente espiritual… Pero tengo que discutir con él algunos aspectos en los que no coincido…

—Adelante pues, querido Nicolas—, le dio paso el anfitrión.

—Voy a ser muy breve, querido Immanuel, no quiero que se me enfríe este manjar. Dudo que el alma sea algo que conozcamos mejor que el cuerpo. Creo que la conciencia es difusa, un sentimiento poco claro. Sin embargo, la extensión sí que es una idea clara. Ergo, para mí la idea no es un modo del espíritu, sino el objeto del pensamiento. Voy a arremeter contra la escolástica, contra el empirismo y contra mi maestro Descartes: el conocimiento es la aprehensión de las esencias de los cuerpos directamente en Dios. Nada de imágenes que los objetos emiten con un gran parecido a ellos, nada de transformaciones en ideas de las impresiones corporales, nada de ideas innatas, y le pido disculpas, querido René; y también tengo para Herr Leibniz… nada de otorgar fuerza real a los seres creados; eso sería lo mismo que divinizarlos: los cuerpos no pueden ser verdaderas causas, y los espíritus son ciegos si Dios no los ilumina.

Los comensales comenzaban a rebullirse en sus asientos. Y Leibniz se mostraba a punto de estallar. Proseguía Malebranche…

—Creo firmemente en que Dios contiene en sí mismo las ideas arquetípicas de las cosas creadas. Por tanto, si conocer una cosa es conocer su idea, el verdadero conocimiento es la visión en Dios.

Las carcajadas de Leibniz resonaron en todo el comedor.

—¿Un milagro perpetuo?, ¡ja, ja, ja! Entonces, ¿qué significa atender? ¿Un rezo natural que conduce a una constante iluminación divina? ¡Menudo trabajo ímprobo el de nuestro Señor!

Mais, oui, monsieur!—, contestó Malebranche, —Dios es causa de nuestros conocimientos, causa de todo cuanto se produce en el universo y causa de la correspondencia entre las sustancias extensas y las sustancias pensantes.

—¿Y cómo se comunican unas y otras, mein lieber Herr? ¿Por su famoso ocasionalismo?—, inquirió Leibniz.

—¡Por la causa ocasional, bien sûr! Si se produce un movimiento en el alma, Dios interviene para producir el movimiento del cuerpo correspondiente, y viceversa. No hay interacciones directas cuerpo-mente. Todo está mediado por la acción de Dios.

Aquí intervinieron los señores Berkeley y Hume al unísono, atropellándose en la apelación. Mi señor quiso poner algo de orden y dio la palabra al primero.

—Mi querido Nicolas—, comenzó el irlandés, —coincido con usted más de lo que a primera vista podría suponerse.

—Todos lo sabemos, dijo en voz alta, interrumpiendo, míster Reid, que había permanecido callado hasta el momento. —Pero también todos echamos en falta algún reconocimiento público de esa coincidencia, querido Berkeley. A nadie se le escapa que fue usted capaz de citar a algunos mediocres desconocidos en su Ensayo, pero que, casualmente, se olvidó de que Malebranche había sido su principal inspiración.

—Cartas boca arriba—, dijo Berkeley. —Reconozco mi culpa, pero lo volvería a hacer. No me hubiera jugado por ello mi entrada en el mundo editorial y, en ese momento, no era cuestión de significarme públicamente como deudor del pensamiento de un monje que había criticado abiertamente a la corona inglesa y había tachado a todos mis compatriotas de infantiles. Así que hoy reconozco aquí, en voz alta, delante de los únicos a quienes puedo considerar mis jueces, que las teorías generales de la percepción sensorial de Malebranche y sus análisis del acto del juicio perceptual me influyeron. Y mucho. Ese mundo de la percepción convertido en dos mundos, el interior y el exterior, o como él lo denominó hors de nous. Ese acto de juicio compuesto por dos actos de sentido que se combinan en una sensación completa. La dualidad del objeto percibido, mediato e inmediato. La existencia misma y sus dos clases de seres, los vistos por nuestra alma de inmediato y los que son conocidos por mediación de los primeros… todo mi inmaterialismo bebe de monsieur. Y por todo ello, hoy, aquí, le rindo homenaje.

Emocionado, Malebranche levantó su copa en dirección a Reid y a Berkeley, y recordando aquel lejano encuentro entre ambos en París, en 1672, en el que le hizo partícipe de sus teorías, sonrió. Finalmente, se había hecho justicia.

En medio de ese momento de emoción colectiva, y aprovechando que el servicio de sopa anterior había sido retirado y los nuevos platos colocados, anuncié el siguiente plato de la cena.

—A continuación, estimados invitados, mi señor les invita a probar unos Blinis Demidoff, con caviar Beluga Malossol del mar Caspio. El vino que se servirá es un champagne rosado Ruinart Oeil de Perdrix, de Reims, cosecha de 1790, cuya finísima aguja limpiará sus paladares de la ligera salazón de las huevas. Una vez más, disfruten, queridos señores.

Un aplauso general, que se oyó desde la cocina según supe después, celebró la llegada de los recipientes de cristal embutidos en fino hielo picado. Los camareros dispusieron las cucharillas de nácar y los platillos individuales con los blinis y la pequeña porción de mantequilla artesana a temperatura ambiente, rociada en la cocina con unas gotas de vodka.

Hume, el connoiseur del grupo, se deshizo en halagos y alabanzas acerca del buen gusto del anfitrión.

—Admiro la exquisitez del detalle—, dijo, mientras admiraba en el nácar de las cucharillas los reflejos de la luz de las velas jugando con los matices negros brillantes del caviar—. Enhorabuena, mein lieber Herr. Es usted un auténtico gentleman.

—Todo es poco para regalar a las mentes más preclaras—, contestó mi señor. Y prosiguió…

—Querido David, al que tanto debo—, dijo, — presumo que queríais decir algo también a nuestro amigo Nicolas…

—Así es—, contestó el escocés. Dulce, dueño de sí mismo, siempre de un humor alegre y con grandes habilidades sociales, Hume era pródigo en amistades y poco dado al odio. Siempre moderado en todas sus pasiones, no era parco en reconocimientos.  —Yo quería aprovechar también y agradecer al señor de Malebranche sus teorías ocasionalistas. De hecho, en mis Investigaciones, postulé la importancia de la experiencia, del a posteriori, en la formulación de las leyes que rigen nuestro mundo, que no pueden ser deducidas, ni siquiera establecidas, a priori.

Malebranche, inclinándose ligeramente sobre la mesa y mirando a su izquierda, hizo un gesto de complicidad en dirección a Hume, que sonrió.

Los blinis se estaban acabando. Era momento para señalar en cocina que se dispusieran a emplatar el plato principal.

En ese momento, Spinoza, que estaba sentado entre Hume y Locke, carraspeó, haciéndose notar. Mi señor le invitó a hablar.

—Querido Benedicto, ya estaba echándole de menos, a pesar de tenerlo tan próximo…

—Escuchaba atentamente, mi dilecto amigo—, respondió galante el holandés.  —Es mi humilde opinión que es la razón, mis queridos amigos, la que produce las ideas sobre las que recaen las operaciones del conocimiento. ¿Cómo saber si el conocimiento es genuino? Si se adecua al objeto al que se refiere. Si se compadecen conocimiento y objeto. Si hay identidad entre la idea y el objeto de ella, puesto que pertenecen a esferas distintas de la realidad, irreductibles entre sí. La idea es un modo de pensamiento. El objeto es un modo de materia. La extensión, si así lo prefieren. Si todo el conocimiento está formado por ideas, el objeto de todo conocimiento debe ser otra idea. El conocimiento es una operación que se da enteramente en el ámbito del pensamiento. Conocemos la realidad material a través de las ideas que nos hacemos de ella.

Leibniz y Descartes, sentados enfrente de Spinoza, asentían gozosos. El primero había mantenido correspondencia con el holandés. Incluso en una ocasión, frisando los treinta y cuatro años y volviendo de Londres en dirección a Hannover, paró en La Haya para conocerle en persona. Elegante, llevaba su peluca y un espléndido abrigo de viaje sobre la levita y uno de esos chalecos floridos tan de su gusto, calzas y las medias de seda que tan rabiosamente se habían impuesto como la moda en París. Sobre su elegancia en el vestir, la misma duquesa de Orleans había comentado «es tan poco frecuente que un intelectual vista correctamente, que no huela mal y que tenga sentido del humor…». En mi opinión, era evidente en él una gran elegancia, aunque adolecía de algo de escurridizo, de inasible, parecía estar encaramado a una cierta altura desde la que dirigía a sus interlocutores un caudal inmenso de palabras, siempre superficiales. Solo aparecía en su discurso la profundidad que se le suponía a su intelecto cuando creía a su interlocutor merecedor de ello. Pero había algo oscuro en él. Por alguna razón que nadie conocía, hizo siempre lo imposible por evitar en cualquier conversación el asunto del encuentro con Spinoza. Si se le presionaba, decía que la visita habíase producido casi por casualidad, durante unas pocas horas, en un viaje en el que La Haya era un punto de paso obligado. Y que en dicha entrevista había simplemente intercambiado unas cuantas anécdotas relativas a cuestiones propias del momento. Siempre negó que sus progresos en filosofía tuvieran algo que ver con aquel encuentro… Sin embargo, era de todos los presentes conocida la falsedad de esa versión. Fue a La Haya con el firme propósito de conocer a Spinoza. Estuvo conversando con él tres días consecutivos, de forma extensa y sobre tópicos que desbordaban los normales o corteses debidos a una conversación banal…

Tuvo que ser un encuentro digno de haber sido presenciado. El elegante y siempre á la mode Leibniz rindiendo una visita al humilde Spinoza, que en aquella época vivía en una casa de ladrillo junto al canal Paviljoensgracht, al norte de la ciudad, en una habitación alquilada a un pintor y su familia, harto bulliciosa, en su opinión. De día, pulía lentes y, de noche, afinaba su pensamiento. Se cuenta que a su muerte, que se produciría tres meses después de la visita de Leibniz, sus pertenencias se resumían en dos pares de pantalones, siete camisas y cinco pañuelos. Y que su único lujo era una cama con dosel y cortinas de color rojo. En cualquier caso, Leibniz terminó afeando al holandés el ataque que este hizo a la ortodoxia cristiana al final de su Ética, aunque poco antes de cumplir los sesenta años, en 1706, terminó reconociendo que su interés de juventud por Baruch fue algo más que circunstancial.

—Conocerle en aquel lejano 1676 fue el acontecimiento más decisivo de mi vida—, le dijo en aquel momento con lágrimas en los ojos, tras haber escuchado la exposición del holandés, a lo que este respondió con un tímido gesto de agradecimiento. —Pero prosiga, por favor.

—Solo quería decir—, retomó la palabra Spinoza, —que, en mi opinión, debemos distinguir entre la percepción sensible de un objeto, que estará siempre afectada por interferencias, y la idea, siempre perfecta, que de ese objeto está produciendo la razón. El ideatum

—¡Ya basta!—, cortó abruptamente Condillac, sentado enfrente del holandés. —Usted, Descartes, Malebranche, Leibniz… todos colocan como fundamento de sus sistemas principios abstractos carentes de contacto con la experiencia. ¿Qué hay del valor que ésta tiene? Háganme caso, la mera sensación es la constructora de sentimientos, que por supuesto dejan de ser completamente innatos, y de funciones humanas. Mis planteamientos nacen de las afirmaciones de míster Locke—, el cual, sentado justo enfrente de él, le había clavado los ojos y no perdía ripio de sus palabras. —Toda la vida psíquica y cognoscitiva del hombre nace solo de la sensación, mediante transformaciones y desarrollos.

—Pero eso reduciría mi empirismo a un mero sensismo, dominado por la sensación como único principio—, protestó Locke.

—¿Y?—, respondió rápidamente Condillac. —Gracias a su método analítico, a la tesis fundamental de su gnoseología y a la exigencia reductora de sir Isaac Newton, postulé que todo conocimiento se origina en los sentidos. A su empirismo, querido amigo, añadí mi idea de que todo el sistema del hombre nace de los sentidos y de las sensaciones: pensamiento, reflexión, pasiones, facultades del alma, lenguaje, libertad… todo nace de ellas y se desarrolla por ellas.

—¿No irá a contarnos la historia de la estatua, verdad?—, le interpeló Malebranche.

Ignorándole, prosiguió el abate de Mureau.

—Así es: el hombre es una estatua de mármol, animada por un espíritu carente de toda idea, a la que sentido tras sentido, se le va abriendo el conocimiento. Cada nueva noción adquirida y las sucesivas que van surgiendo, los deseos, los intereses, terminan conformando al hombre, dotándolo de experiencia. Lo dejé reflejado en mi Tratado.

—¡Qué desfachatez! Esa idea fue usada, previamente a su libro, por Buffon. Incluso por Diderot. —volvió al ataque Malebranche.

—Atienda bien, mi insolente amigo—, respondió paciente Condillac. —Afirmo que el alma es diferente del cuerpo y que todos los conocimientos se originan desde la experiencia, como ya postuló míster Locke. Por tanto, es el cuerpo la causa ocasional de lo que se produce  en el alma. Bien está que, al principio, postulé una cierta distinción entre sensación y reflexión, pero hoy en día afirmo que la sensación es el único principio que determina todos los conocimientos, cosa que mi amigo John no llegó a concluir. En cuanto a las facultades del alma, afirmo que son innatas, y de la mano de míster Hume, no supongo su origen en las sensaciones.

—Ya está bien—, cortó, de nuevo ásperamente, Berkeley. —¿Podríamos dejarnos ya de pamplinas?

—Por favor, George, doucement, doucement—, pidió mi señor.

De la cocina me llegó la indicación de que el plato principal estaba listo. Así, interrumpiendo a Herr Kant, anuncié:

—Señores, permítanme presentarles el plato principal. Unas Codornices en Sarcófago, para cuya cocción hemos usado cognac Courvoisier traído especialmente para la ocasión desde Bercy, acompañadas de una ensalada de lechuga, radicchio y endivias con nueces y vinagreta francesa. El vino que acompañará es un borgoña Clos de Vougeot de los terrenos del Císter de Beune, que espero haga las delicias de sus exquisitos paladares. Solo quiero disculparme por un detalle, que no les habrá pasado inadvertido: no son codornices salvajes, pues siendo la veda en septiembre, en estas fechas solo pueden hallarse en el mercado, pero las he seleccionado con exquisito cuidado.

Las exclamaciones de aprobación casi ahogaron la invitación de mi señor a Berkeley para que reanudara su discurso.

—Es que empiezo a estar harto de tanta pleitesía a las tibias reflexiones de míster Locke. Todos los presentes son conocedores de que su concepción de sustancia es inaceptable para mí. Es un elemento fundamental del materialismo, y en mi calidad de devoto cristiano…

—Y devoto esclavista, ¿verdad, Philonus?—, apuntilló Locke, interrumpiendo abruptamente.

—En mi calidad de devoto cristiano—, prosiguió Berkeley, —y como clérigo de mi iglesia, estoy obligado a refutarla. Niego la realidad de abstracciones del tipo de sustancia material. El mundo que se representa en nuestros sentidos solo existe si es percibido.

Esse est percipi—, musitó Herr Leibniz.

—¡Exactamente!—, exclamó el irlandés. —Y la mejor prueba de mi teoría es esta reunión. ¿O es que tengo que recordar a los presentes que estamos todos, excepto nuestro anfitrión, muertos y bien muertos? Y que, sin embargo, para él todo esto está siendo real porque lo está percibiendo…

Un silencio profundo se había apoderado de la sala. La atención de mi señor estaba absolutamente enfocada en el irlandés, que en el punto más alejado de la mesa, a su derecha, estaba en el uso de la palabra. No había podido evitar una mueca de dolor. Wasianski, frente al obispo, se movía nervioso en su asiento.

—Pues bien—, prosiguió Berkeley, haciendo como si nada hubiera pasado, —precisamente mi tesis es que, si maese Kant nos percibe, aunque estemos muertos, es que estamos aquí en su realidad. Hemos sido convocados con un fin, y creo estar en posición para afirmar que el desarrollo de la velada está siendo conforme a sus expectativas. ¿Es así, caro anfitrión?

Herr Kant tardó unas milésimas de segundo más de lo usual en contestar. Su pensamiento estaba volviendo de algún lugar muy remoto, y se esforzó en encontrar las palabras adecuadas.

—Por descontado, querido amigo. Estamos llegando, poco a poco, al punto donde pretendía. Yo les percibo. Puedo oírlos hablar. Sus razonamientos me llegan claros…

—Pues déjenme terminar—, pidió Berkeley. —Prometo no alargarme. Para mí, este mundo creado por Dios, debe ser inmune a las incertidumbres que se esconden en el abismo instituido por mi caro Hylas—, dijo, refiriéndose a Locke. —Esa distinción suya entre las cosas, que son en sí mismas, y sus cualidades secundarias, que dependen de nuestros sentidos, encierra un peligro: abrir la puerta al escepticismo y al ateísmo, convirtiendo el conocimiento absoluto en algo incierto. Defiendo que la inteligencia divina organizadora ha realizado todas esas ideas de la mente que algunos de ustedes están atribuyendo a los sentidos.

—¿Y qué problema habría en una actitud de recelo sistemático?—, interrumpió Leibniz.

—Absolutamente ninguno, querido Glaub Nichts[14], pero dejemos acabar a nuestro amigo—, le contestó, conciliador e irónico, Spinoza.

—Nada más tengo que decir. Pero sí me gustaría escuchar a nuestro querido Locke.—, dijo, mirando de nuevo al doctor. —Por el momento solo le he escuchado apostillar y criticar, y aunque conozco harto bien su pensamiento, me placería oír de su boca lo que tenga que decir al respecto, si a nuestro anfitrión le parece bien —, concluyó Berkeley, a lo que mi señor Kant no puso ninguna objeción.

—Queridos camaradas—, comenzó a hablar Locke tras haber dado buena cuenta de sus codornices, —confieso que me hallo un tanto amedrentado entre compañía de tal calidad. Conforman ustedes, con la salvedad de algunas honrosas excepciones, un público que, de natural, es mi antagonista. Veamos si no me equivoco: a mi izquierda, más allá de meneer Spinoza, tenemos a Hume, nuestro jovial Hume, miembro de la pequeña nobleza de su país; a mi derecha, al fondo, Berkeley, nada menos que obispo de su iglesia; en mi frente, a la izquierda, monsieur Descartes, un devoto católico; a mi derecha, codo con codo, Malebranche, emparentado con la realeza… así pues, con la salvedad de Spinoza, de nuestro anfitrión que ocupa la cabecera y de Reid, enfrente de mí, el resto de ustedes forma un público con el que siempre he tenido problemas. Nada sé de Wasianski, aunque presumo que nada he de temer de él; y mucho menos de Kaufmann, por el que siento una sincera y espontánea simpatía. Yo, contrario al poder absoluto, enemigo de la monarquía, receloso de la intromisión del estado en asuntos civiles, opuesto a los privilegios legales de los aristócratas, del clero y de los gremios, me hallo aquí rodeado de mis enemigos naturales. Y habrán comprobado cómo me he abstenido de intervenir con profusión, maravillado por su locuacidad e ingenio, aunque he sido interpelado, y hasta provocado, con cierta insistencia.

En cuanto al conocimiento, que es lo que aquí nos ha congregado y por lo que se me pregunta, es mi opinión que tiene como objeto inmediato sus propias ideas, y no las cosas, como algunos de ustedes postulan. Para mí, conocimiento es la concordancia o discordancia entre dos ideas. Y tiene modos y grados. Afirmo que el conocimiento consiste en la percepción que tiene el espíritu de sus propias ideas; que básicamente es conocer las ideas de la mente. Y adelantándome a su pregunta sobre el grado de certeza del mismo, les respondo que dependerá de la claridad, evidencia y distinción con que sean percibidas en sí mismas por el espíritu. Y que por esa razón podrá ser intuitivo, demostrativo o sensitivo.

—Si, pero, ¿y de dónde vienen esas ideas que conforman el conocimiento?—, le interrogó Leibniz.

—Todas nuestras ideas proceden de la experiencia, de la percepción sensible y de la introspección. Niego el innatismo y esa especie de consenso universal que los innatistas pretenden implantar, que reza que en todos los humanos coincide la existencia de los mismos principios especulativos y morales innatos, como la idea de Dios, el principio de no contradicción o las normas éticas. Para mí, todas las ideas que tenemos pueden ser explicadas viendo que su origen se halla en los sentidos y en la introspección.

—¿Cómo es eso? Ilústrenos, querido—, pidió Reid, retirando su plato con aire de satisfacción.

—Tomemos la idea de Dios: hay pueblos en los que dicha idea no existe. Y aquellos en los que existe poseen concepciones respecto a la divinidad totalmente distintas, muchas de ellas absolutamente disparatadas y ridículas. Ello no sería así si la idea de Dios fuera realmente innata. Como ocurre, no hay tal innatismo. Lo mismo reza para los principios especulativos: los niños, los discapacitados y los iletrados carecen de tales principios. Así que, la identidad o la no contradicción no pueden ser innatos. Y otrosí con la moralidad. Puedo aceptar que existan tendencias naturales hacia ciertas formas de comportamiento, pero están muy lejos de ser ideas innatas, puesto que requieren prueba, exigencia de razón. Basta con observar a un ejército entrando a saco en una ciudad… Adiós a su innatismo.

—Entonces, ¿no cree usted en Dios?—, le preguntó Berkeley, echado literalmente sobre la mesa dirigiendo su mirada a su izquierda, sorteando a Malebranche, que le estorbaba la visión de su interlocutor.

—Creo. Creo en un Dios creador, al estilo de aquel que Descartes, cuando yo contaba con treinta y pocos años y empecé a leer su Discurso del Método, me explicó en la tercera parte del mismo. Y creo que de la esencia divina solo pueden ser conocidos los accidentes. Y que de sus designios conocemos solo a través de las leyes naturales. Pero me opongo al mecanicismo sistemático de mi señor René: me debo a mi empirismo analítico. Creo firmemente en que es la misión de la filosofía eliminar las invenciones y los conceptos inútiles que se han acumulado a lo largo de la historia. Que gracias a las analogías y a las relaciones entre los contenidos del conocimiento se podrá elaborar los instrumentos críticos necesarios para eliminar el error.

—Tonterías, mon cher ami—, interrumpió Descartes. —Ya he razonado usando mi argumento del sueño que los sentidos no son fiables para distinguir la realidad de la ilusión. Poco antes de mi muerte, un español insigne, Calderón de la Barca, escribió una obra de teatro en la que su protagonista, Segismundo, vive en una cárcel oscura por designio de su padre, que quiere evitar la predicción según la cual en un futuro sería un rey cruel. Basilio, el padre, decide hacer una prueba y dar una oportunidad a su hijo. Le trasladan a palacio. En caso de que la profecía fuera cierta en lo relativo a  su crueldad, le harán creer que todo ha sido un sueño. Al poco de despertar, mata a un criado, intenta violar a Rosaura y otras hazañas. Su padre decide volver a dormirle y llevarlo de nuevo a la cárcel —que es donde entona su famoso monólogo—. Más tarde, el pueblo vuelve a liberarle y tras algunas vicisitudes más, termina entronizado. Pues bien, creo que Calderón y yo coincidimos… «y en el mundo en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende…»[15].

—Dos cosas que argumentar a su excelente intervención, René dear. En primer lugar, solo una frase me bastará para arruinar tal tesis, contestó Locke. No se puede experimentar dolor en sueños. Así que vuestro Segismundo se queja de las privaciones en cautiverio y de la brusquedad en la transición entre un estado y otro. Sin querer extenderme, lo que propongo es fundamentar la sensación y la reflexión en la experiencia y en las ideas simples, creadas por medio de la percepción inmediata derivada de las excitaciones que provienen de los objetos. Esas ideas simples, de conjunción, de abstracción y de combinación son dispuestas por la mente para producir ideas complejas de sustancia, de modo y de relaciones. En segundo lugar, a su ejemplo español, respondo con otro. Recordará su señoría a Miguel de Cervantes y sus Quijote y Sancho. A través de ellos, el escritor dio cabida al antagonismo entre lo real y lo ideal. Allí, la realidad es oscilante. No es fácil discernir el sueño de la vida real, las imágenes que crea la mente de Alonso Quijano, sus espejismos, de aquello que es pura materia que sabe, huele, suena, y que es la que maneja Sancho. La doble realidad, que puede ser ficticia o verdadera, que a Sancho le hace ver una bacía de barbero, mientras que Don Quijote la percibe como un yelmo. ¿Es un engaño? Yo digo, ¡no! ¡Es filosofía! ¡Puro platonismo! Recordemos que era doctrina pujante en el Renacimiento, aunque sus preferencias le inclinaran más hacia Aristóteles.

—Palabrería—, ironizó Reid.

—Sí—, respondió paciente Locke, —siempre habrá quien niegue que Cervantes estuviera haciendo alusión a ello, que lo emplease en su novela de manera consciente. Pero lo cierto es que, tras ese afán de reflejar el mundo en sus infinitos aspectos, es muy probable que estuviera contenido un conocimiento nada superfluo de sus lecturas de aristotélicos y neoplatónicos. Pensar que Cervantes, al igual que Calderón, se plantease si nuestros sentidos nos engañan no es descabellado. La idea platónica de que las almas no aprenden, sino que recuerdan lo aprendido antes de venir al mundo, no termina de convencer a don Miguel. Sin embargo, que la mente es una tabla rasa en la que quedan impresionadas las huellas de la realidad, le parece mucho más racional. Por eso, dirá en boca de Elicio, el amigo de Darinto, en La Galatea, en el cuarto libro: «no me maravillaría yo tanto de esto si fuese de aquella opinión del que dijo que el saber de nuestras almas era acordarse de lo que ya sabían, presuponiendo que todas se crían enseñadas; más cuando veo que debo seguir el otro mejor parecer, del que afirmó que nuestra alma era como una tabla rasa, la cual no tenía ninguna cosa pintada, no puedo dejar de admirarme»[16]. El uso de la razón de forma autónoma, en la que Cervantes cree firmemente y a partir de la cual crea su literatura, salva a sus personajes de la fantasmagoría. Molinos y gigantes, plomo y oro, sueño e inmediatez, son los brazos de una balanza hermosa, cuyo fiel es la experiencia. Opino que es precisamente por ello por lo que hará asegurar a su Quijote, dirigiéndose a Sancho y al primo del licenciado en aquel episodio de la cueva de Montesinos, «Despabilé los ojos, limpiémelos y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto. Con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha… Pero el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy ahora»[17].

»En relación a eso, también me gustaría añadir que es sumamente importante en la formación del conocimiento la relación entre lenguaje y pensamiento. Que esas palabras que tanto molestan a Reid remiten a ideas generales que son evidenciadas al restar sucesivamente de ellas sus particularidades debidas a meras circunstancias. Así, distingo entre esencias nominales, que son complejas y se establecen para servir a la selección y clasificación de las ideas, y las esencias reales, que se usan en metafísica y que son inaccesibles a la razón. La verdad es solo cuestión de palabras; la realidad interesa a los sentidos. Únicamente la sensación permite comprender la realidad. La verdad pertenece al discurso.

—Me opongo en redondo a su ideísmo, querido Locke, dijo Reid. El objeto de conocimiento nunca podría ser la idea, sino el objeto mismo. Me opongo también a Descartes, a Berkeley, y a Hume… ese pobre Hume que se vio infectado por el germen del escepticismo que ya estaba larvado en la teoría cartesiana de las ideas… ¡Viva el realismo ingenuo! ¡Viva el sentido común! ¿Cómo no va a haber escepticismo, escuchando sus teorías empiristas sobre las ideas? Si no son más que representaciones subjetivas de las cosas pueden llegar hasta a ser sustitutas de las mismas… Puede que todos ustedes quieran invalidar mis teorías del sentido común porque no pueden demostrarse con argumentos directos, pero convendrán conmigo que cualquier intento de negarlas cae en el absurdo. Yo afirmo que existen verdades para las que el sentido común es tan competente como el matemático en matemáticas. La filosofía no puede renunciar al sentido común. Hagámonos niños y preguntemos como ellos. Así construiremos una verdadera filosofía.

—Un poco tarde para eso, ¿no?—, comentó mi señor.

—Me opongo al escepticismo—, insistió Reid, —al fenomenismo. Propugno el sentido común, porque incluso el escepticismo más cerrado lo presupone y percibe la realidad de manera inmediata. Porque al ser común es compartido por todos. Porque su capacidad es equivalente a la de la razón. Porque el conocimiento que viene a través de él es mostrativo, no representativo. Abajo las ideas. El objeto del conocimiento y de la percepción sensible es la cosa misma. Aceptar la realidad no es producto de un mero razonamiento, sino que procede del acto inmediato de la percepción.

—Y Dios, ¿está fuera de todo esto, querido Sancho-Panza-de-Escocia?—, inquirió bromista Berkeley.

—En absoluto—, respondió rápido el de Aberdeen. —El sentido común es fruto de los designios del creador. La evidencia de la existencia de Dios viene dada por la indudable manifestación del carácter providencial que se manifiesta en la naturaleza—. Mientras decía esto, miraba alternativamente hacia Hume y hacia Berkeley. Al primero, al que admiraba, llegó a pedirle ayuda para corregir el primer manuscrito de su Investigación[18]. El segundo había sido maestro de su tutor, Turnbull, que le había adentrado en el pensamiento latino y ciceroniano del sentido común[19].

En esto, mi señor saltó, en un raro momento de impetuosidad, cortando radicalmente a Reid.

—Estimado Thomas, ya lo dejé escrito en mis Prolegómenos, pero lo repito ahora en su presencia. Me opongo a los argumentos basados en la nebulosa del sentido común. ¡Usted y su escuela escocesa esgrimen tesis que no pasan meramente de ser los juicios de la muchedumbre!

El rostro de Reid se tornó lívido. Enmudeció y no volvió a tomar la palabra a partir de ese momento. Volvió a caer una pesada cortina de silencio en la estancia. Mi señor, en parte arrepentido por la brusquedad de su contestación y siempre preocupado por el confort de sus invitados, me dio una señal imperceptible para disponer el servicio de quesos que había provisto en homenaje a sus invitados franceses, aunque sabía que había también declarados turófilos entre los demás. Raudo, tomé la palabra para anunciar las nuevas viandas, permitiendo a los comensales que se recuperaran de los últimos acontecimientos.

—Estamos llegando ya al fin del banquete, señorías. Acto seguido, y antes de dar paso a los postres, les ofrecemos una selección de quesos que, confío, serán de su entera satisfacción.

—Gracias, Kaufmann. Lamento que mi salud no me permita arrojarme sobre tan abundantemente bien provistas bandejas, pero, por favor, háganlo ustedes. Les aseguro que mi disfrute viéndolos deleitarse con ellos, no será menor que su degustación. Les invito a proseguir con el mismo vino, que considero ideal al efecto. Y también quiero pedir al más discreto de los comensales, a Herr Leibniz, que tenga a bien ilustrarnos, mientras, con sus teorías.— Dirigiéndole la mirada en un ademán asaz delicado, invitó al alemán a tomar la palabra.

—Mi muy querido anfitrión—, arrancó, solemne, el interpelado. —Sin escapárseme las afinidades que existen entre nosotros, y que mi alumno Wolff y su racionalismo le impresionaran favorablemente, siempre me ha dolido que considerara mi empresa como dogmática y fallida en lo tocante a la metafísica y la teología filosófica…

—Pero admiré, y lo sigo haciendo, su tratamiento de la naturaleza y el valor. Abordé sus temas de la naturaleza de la substancia, del alma humana y sus poderes, el espacio, el tiempo y las fuerzas, el mecanismo y la teleología… todo aquello que captó mi interés y que encontré disperso a lo largo de sus escritos—, dijo, rápido, mi señor.

—Lo sé—, contestó Leibniz. —Sus referencias a mi trabajo, aunque esporádicas, me confortaron. Revelaban un interés constante por mis conceptos. Sé fehacientemente que todas mis doctrinas pasaron por su escrutinio. Incluso mis ataques a Descartes, al espacio y tiempo absolutos de Newton, mi atomismo radical, mi teodicea, etc. Desafió a mis seguidores casi cruelmente.

—Pero, todo aquello cambió. Empecé a respetar sus razonamientos, a medida que crecía mi crítica hacia el materialismo. Llegué incluso a decir de usted que fue uno de los reformadores más grandes y exitosos de la era moderna, junto a Locke—, el inglés hizo una reverencia con la cabeza, agradecido. —Incluso le tildé de genio, como a Newton. Pero nunca pude pasar por alto los errores de sus dogmáticos discípulos, creo que con razón. Pensé que esa convicción de que la razón humana podía adquirir conocimiento de entidades suprasensibles, incluidos alma y Dios, requería una crítica.

—Yo mismo—, comentó Locke, —intenté construir una filosofía crítica contra los cartesianos. Pero fracasé al llevar a cabo mi programa. Le pido perdón, René—, dijo, mirando a Descartes.

—Sí, querido—, aseveró mi señor. —Noté lo estrambótico de esa sugerencia suya de que, después de derivar todos los conceptos desde la experiencia, pudiera demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, asuntos que considero se encuentran mucho más allá de toda experiencia. Por no hablar de su descripción de la motivación moral situada en un principio de placer, o del poder de Dios para recompensar y castigar. Percibí tanta confusión, tantos principios engañosos, que resolví suspender toda la empresa y poner en juego, en su lugar, el método crítico de mi filosofía. Pero de ello hablaremos más tarde. Prosiga, querido Leibniz.

—En mis Nuevos ensayos critiqué minuciosamente la obra de Locke y su reducción del alma a una sencilla tabla rasa—, comentó el alemán. —Pero quede claro que no fui nunca un partidario a ultranza del innatismo, a diferencia de los cartesianos. Me propuse buscar una tercera vía, de la que surgió una solución original y coherente con las premisas de mi metafísica de las mónadas. Para mí, las verdades innatas están prefiguradas en la estructura de la mente, aun cuando no sean conocidas explícitamente desde el primer momento de la conciencia.

—Vamos, que si no son actualmente innatas, lo son virtualmente… ¡Pues todos tan contentos!, ¿no?—, cortó Berkeley.

—No es tan sencillo—. Los ojos de Leibniz se clavaron en el obispo irlandés. —Siguiendo a su admirado Aristóteles, afirmé que en el intelecto no había nada que procediera de los sentidos, excepto el propio intelecto. El alma, para mí, es innata a sí misma y el intelecto y su actividad son algo a priori, es decir, que preceden a la experiencia.

—Eso suena bastante parecido a mi trascendental, ¿verdad, Gottfried?—, interrumpió Herr Kant.

—Sí, Immanuel, pero sobre bases diferentes. Para mí, el alma contiene el ser, lo uno, lo idéntico, la causa, la percepción, el raciocinio y una buena cantidad de otras nociones que los sentidos no pueden proporcionarnos.

— A la sazón—, intervino Descartes, —tenía yo razón.

—No del todo, querido René, no del todo. En mi opinión, no se trata tanto de un innatismo real como de un innatismo virtual. Las ideas se hallan presentes en nosotros en cuanto inclinaciones, disposiciones y virtualidades naturales. En la base de todas las verdades de razón están el principio de identidad y los principios lógicos fundamentales vinculados a él. Cualquier razonamiento implica este principio. El resto de verdades son demostrables, pero al concebir la mónada como representante de la totalidad de las cosas, me vi forzado a admitir, para las verdades de hecho, un cierto innatismo… y, en general, para todas las ideas.

—Entonces, insisto: reconoce usted que hay algo justificado en la reminiscencia platónica—, volvió a insistir el holandés.

—El alma conoce virtualmente todo—, dijo Leibniz. —Es mi particular replanteamiento de la doctrina de Platón. Recuerden que dejé escrito «Nuestra alma posee siempre la cualidad de representarse cualquier naturaleza o forma cuando se ofrece la ocasión de pensar en ella. Y creo que esta cualidad de nuestra alma en tanto que expresa alguna naturaleza, forma o esencia, es propiamente la idea de la cosa, que está en nosotros y que está siempre en nosotros, ya sea que pensemos o no en ella», y también… «Y nada se nos podría enseñar cuya idea no estuviera ya en el espíritu la cual es como la materia con que ese pensamiento se forma»[20]. Si los principios fundamentales son virtualmente innatos, el sistema completo de verdades deducibles puede ser considerado como el auto-despliegue de la razón misma. Por ello concebí la idea de un lenguaje simbólico universal[21] y de un cálculo o método lógico universal, mediante el cual podríamos sistematizar todo el saber existente y también deducir verdades hasta entonces desconocidas.

—Lástima que no encontrara patrocinador, amigo. La cobardía de los Hannover con respecto a usted será siempre el baldón de esa casa—, sentenció Hume.

—¡Querido David!—, exclamó Herr Kant. —Por fin se oye su voz. Hace algún tiempo, demasiado, que no participa. Siempre discreto, peca usted de hosco, y no se lo permito. Nos apuntó, hace ya algunas horas, en su pequeño debate con meneer Descartes, su claro escepticismo, pero no ha vuelto a abrir la boca. ¿Querría ahora regalarnos con su pensamiento?

—Con sumo placer, dilecto anfitrión—, respondió, galante, el escocés, quien abarcando con su mirada a Descartes, Reid, Leibniz, sentados enfrente, y a su derecha codo con codo a Spinoza, y un poco más allá a Malebranche, se aprestó a defender su pensamiento. —Mi planteamiento empirista contrasta con el de mis amigos racionalistas. Dios, para mí, y comparado con la creencia de monsieur—, dijo, mirando fijamente a Descartes, —no desempeña ningún papel fundamental. Y no solamente Dios…, todos esos conceptos metafísicos, sustancia, esencia, alma, mundo…, son ilusiones.

Los aludidos se rebulleron en sus sillas. A un gesto de Herr Kant, Hume siguió.

—Al igual que Locke—, cruce de miradas entre ambos, —yo también rechazo la existencia de ideas innatas. Nuestra mente es una tabula rasa, un papel en blanco, nacemos sin conocimientos, de cuyo origen es responsable la experiencia. Así, el campo del filosofar y la certidumbre del conocimiento se reducen drásticamente.

—Entonces, ¿son posibles los conocimientos ciertos?, inquirió mi señor.

—Solo las matemáticas nos los ofrecen. Ni siquiera la física, que considero meramente como una ciencia probable. Y qué decir de la metafísica… ilusoria y estéril. Tengo, pues, que mantener mi divergencia con monsieur Descartes. Mi nuevo concepto de razón—, mirando de nuevo a Locke, se corrigió, —nuestro nuevo concepto de razón contrasta claramente con el de René. Postulamos una razón dependiente y limitada a la experiencia. Consideramos imposible la metafísica y, por tanto, creemos que nuestros esfuerzos deben dirigirse a las cuestiones políticas, morales, pedagógicas, religiosas…

Mein Gott!—, se oyó exclamar a Leibniz.

—No solo rechazo las ideas innatas, querido Gottfried, también impugno el criterio de evidencia y el recurso a Dios como garantía de su verdad. ¿Quieren saber si una idea es cierta? Muy sencillo: comprueben sus señorías si procede de alguna impresión. Si pueden señalar la impresión correspondiente, estarán ante una idea verdadera; en caso contrario, será una ficción. Así que postulo que nuestros conocimientos están limitados por las impresiones—. Y, mirando a Descartes, le señaló con el dedo, diciendo: —Frente a ese dogmático racionalismo vuestro y de vuestros adláteres, no queda otra opción que algo muy próximo al escepticismo.

Ruido de palmas sobre la mesa, Condillac, Locke y Berkeley jalean a su colega. Sobre el estruendo de la ovación, Malebranche consigue hacerse oír…

—Pero, ¿cómo explica las impresiones?

—Las atribuyo a causas desconocidas. Las impresiones de reflexión son previas a sus ideas correspondientes, pero siempre posteriores a las impresiones de sensación, y, por tanto, derivadas de ellas. Por esto, no entraré en ese problema…

Abucheos y murmullos tapan el final de su frase…

—Dejo que anatomistas y filósofos de la naturaleza den respuesta a su pregunta, querido Nicolas. Muchas de nuestras ideas son tan oscuras que es casi imposible, incluso para la mente, que es quien las forma, decir exactamente su naturaleza y composición. Solo puedo decir que las impresiones preceden a las ideas, fruto de unas inexplicables impresiones internas, que son nuestras pasiones, emociones, deseos y aversiones…

Mi señor me hizo una seña, imperceptible para el resto de comensales. Era llegado el momento de los postres. Marcaba el reloj las once de la noche. Habían transcurrido, inadvertidamente, cinco horas desde el comienzo del ágape. Y la silla vacía, en el extremo opuesto de la mesa al ocupado por mi señor, gritaba la dolorosa ausencia de Herr Hegel. Wasianski y yo sabíamos del dolor que ello estaba causando en nuestro señor y amigo. ¿Qué podría haber ocurrido? Aprovechando el silencio que las palabras de Hume habían dejado tras de sí, anuncié con voz confiada:

—Señores, como postre, confiamos en agradar sus excelsos paladares con un Baba al Ron, elaborado con la dorada ambrosía de Jamaica. Para acompañarlo, un vino dulce elaborado por las hermanas del monasterio de Olsztyn, que envían regularmente a mi señor. Serviremos también, para aquellos que gusten, café y espirituosos. Mi señor Kant se complace hoy en compartir también el placer del tabaco…

—Sí, querido Kaufmann—, exclamó el aludido. —Hoy, haciendo una excepción a mi norma, fumaré también. Suelo fumar una única pipa tras el desayuno. Pero hoy es un día muy especial…

El barullo de los camareros entrando y sirviendo los postres silenció la palabra. Los murmullos de aprobación se elevaron. Mi señor esperó a que los sirvientes abandonaran el comedor y se hizo oír golpeando suavemente con el pequeño tenedor del postre la copa de licor que tenía enfrente.

—Amigps, llegado es el momento de confiarles el motivo de tan feliz congregación. Hasta ahora, todos ustedes han podido verse las caras, y debatir sus teorías. Una ocasión tal jamás habría sido posible, pero mi voluntad, y mis horas de estudio y reflexión, así como este período de locura transitoria, más propia de mi edad que de otra cosa, han hecho posible este simposio. Quiero agradecerles a todos su asistencia. Y el tono de confrontación, ejemplar y único. Y ahora, mientras damos buena cuenta de tan delicioso postre, querría confiarles mis teorías, que nacen de la confrontación que todos ustedes han venido manteniendo a lo largo de los años.

Aplausos, palmas y golpes acompañaron las palabras de mi señor que, levantando ambas manos, impuso a duras penas el necesario silencio que daría paso a sus legendarias palabras. Entre Wasianski y yo, a duras penas, hemos podido reconstruir el discurso que en aquella quimérica ocasión impartió Herr Kant…

—Queridos amigos, hasta aquí, hemos visto y oído las teorías que sobre el conocimiento humano se han venido manejando hasta la fecha. Por un lado, Descartes, que inició el fundamento de todo conocimiento partiendo de su “yo pienso” como primera verdad indudable, pero en la que su “yo” no es sujeto sustancial, sino alma espiritual o pensante de cada uno. Un alma que no puede ser fundamento de un conocimiento objetivo con validez universal. De ahí, que René recurriera a Dios y le nombrara «último-fundamento-de-la validez-universal-del-conocer». Y a René le siguieron, con mayor o menor adscripción a sus teorías, y con avances asaz perspicaces e inteligentes, Reid, Leibniz, Spinoza, Malebranche, y otros que no han sido invitados hoy.

Los aludidos se miraron entre ellos y levantaron sus copas de licor, celebrándose mutuamente.

—Por el otro lado, el empirismo inglés (lo denomino así, con permiso de monsieur Condillac), que defiende un sujeto de conocimiento  que se diluye en el puro fluir de las percepciones e ideas…

El interpelado, junto a Hume, Locke y Berkeley, hicieron lo propio.

—Debo, sin embargo, mencionar especialmente a mi querido David. En mi juventud, me confieso, fui seguidor del racionalismo—, y mirando a Descartes, le guiñó un ojo. —Por decirlo de una forma concisa, dormía soñando en el dogma de la razón. Y sucedió que comencé a leer la obra de mi buen amigo. Su escepticismo deshinchó el globo del escolasticismo racionalista que mi formación había hinchado alrededor de mí. Y mi rebeldía natural, en forma de crítica filosófica, quería responder a dicho escepticismo. Sentí en mi interior una necesidad imperiosa de reinventar la filosofía. De revolucionarla, si se me permite la inmodestia.

Ese racionalismo que pretende reducir todo conocimiento a conceptos y que rechaza de plano todo lo empírico, por considerar que es ilusorio o engañoso, enfrentado a ese empirismo que pretende que todo conocimiento remite a datos sensoriales. Incluso aquello que se considera puramente racional remite siempre, para vosotros, a lo empírico.

De la mano de los racionalistas, la razón por sí sola puede conocer toda realidad, al margen de los sentidos, lo cual conduce a una serie de aporías que me llevan a calificar al racionalismo como dogmático. La razón, cuando cree que lo puede conocer todo, sin el recurso de los sentidos, termina inventándose la realidad para acomodarla a sus esquemas previos. El empirismo, por el contrario, al reducirlo todo a los sentidos, desemboca en una actitud, como tú mismo reconociste, querido David—, se dirigía a Hume, —escéptica.

—Es cierto. En el fondo, nunca podríamos fiarnos del todo de nuestro conocimiento… —, apostilló Hume.

—Ni siquiera del conocimiento científico. Si toda ley es una generalización que hacemos a partir de datos empíricos, nunca será universal y necesaria. Como mucho, sería general y probable. Serán, las leyes, aproximaciones útiles para el conocimiento de los fenómenos, pero no nos permitirán conocerlos del todo—, respondió Herr Kant. —Un dilema, por tanto. Una batalla intelectual entre racionalismo y empirismo, entre dogmatismo o escepticismo, entre un exceso de confianza en la razón y un exceso de recelo en la misma.

Forzó una pausa. Había captado la atención de todos.

—Bebiendo pues de influencias racionalistas—, dijo, mirando en dirección a Leibniz, a su izquierda, —y de influencias empiristas—, y aquí miró a su derecha, a Hume, —quise ir más allá en este campo del conocimiento. No podía estar de acuerdo ni con unos ni con otros. Todos teníais aciertos, pero todos os equivocabais. Así pues, intenté cimentar con mayor solidez el conocimiento, puesto que descubrí que sus orígenes eran débiles. Consideré que esa debilidad era un escándalo para la filosofía. La ciencia estaba funcionando muy bien, pero a la hora de fundamentar filosóficamente sus raíces, descubrí un trabajo muy deficitario. Sin base sólida, la ciencia corría, en mi opinión, peligro. Era el momento de que los filósofos hicieran su parte del trabajo. Los filósofos naturales, como Newton, estaban haciendo su trabajo, pero era preciso que la filosofía diera el paso de fundamentación de la parte empírica del conocimiento. Encontrar cuál es esa base racional que lo sostiene.

»Para mí, la forma primordial del conocimiento, es la ciencia. La humanidad sabe lo que la ciencia sabe. Pero hay que mostrar cuál es la legitimidad última de ese conocimiento, lo que es misión de la filosofía. La ciencia es un conocimiento que busca leyes, descripciones universales y necesarias del comportamiento de cierto tipo de fenómenos (físicos, químicos, biológicos…) que ocurren siempre del mismo modo. Sabemos algo cuando conocemos sus causas, y su conocimiento nos permite su predicción. Estas descripciones se expresan como enunciados o proposiciones…

—«El agua pura, a una atmósfera de presión, hierve a cien grados centígrados…»—, se oyó decir.

—¡Exacto!—, exclamó. —Pues bien, eso es un juicio. Y es mi parecer que tradicionalmente han existido dos tipos de ellos, en función de las facultades para conocer la realidad. A saber, la razón y los sentidos. Y de ahí, los juicios tradicionales, el analítico o descompositivo, y el sintético o compositivo. En el primero, el predicado está contenido en el sujeto y no le añade nada nuevo. Se limita a repetir lo que el sujeto decía, explicitándolo. En él, el error es imposible. Son, siempre, necesarios.

—«Todo padre ha tenido al menos un hijo…»—, se oyó de nuevo.

—Por ejemplo—, respondió, irritado, mi señor. —Lógica y matemáticas recurren a este tipo de juicios. Se ha creído que usando exclusivamente la razón, podría hallarse la verdad en estos (y solo en estos) campos.

—¿No son estos los juicios analíticos a priori? ¿Esos que son independientes de los hechos y anteriores a toda comprobación empírica?

—Así es. Un juicio puramente deductivo, que va de lo universal a lo particular. Universal, necesario, extremadamente provechoso desde un punto de vista científico.

—Pero, mein Herr,  les veo una debilidad, y es que amplían muy poco nuestro conocimiento, ¿no?, si el predicado explicita lo que ya está implícito en el sujeto, poca utilidad percibo en ellos… No aportan información nueva. No avanza el conocimiento…

—¡Ah, vosotros los racionalistas, que pretendéis que solo a través de estos juicios podemos conocer toda la realidad!  Esa es vuestra limitación. Deberíais entender que, para avanzar en el conocimiento, necesitamos información nueva. Necesitamos datos empíricos, de los sentidos, para poder progresar. Pretender avanzar meramente a base de juicios analíticos a priori es, sencillamente, dogmático. Una ilusión de la razón—. Aquí, mi señor hizo una pausa. Estaba fatigado. Eran ya muchas horas sin reposar, con la atención a pleno rendimiento, pero, a pesar del evidente cansancio, su rostro traslucía la ilusión de una juventud recuperada…

»Por otro lado, analizando el juicio sintético, es decir, esa descripción en la que el predicado no está contenido en el sujeto—, continuó, —le aporta información nueva. Como cuando digo «mi capote de paseo es de color burdeos». Es una nueva información, que no es ni universal ni necesaria, porque el sujeto seguiría siendo el mismo sujeto aunque el predicado cambiara. El ámbito de aplicación de este tipo de juicios es mucho mayor. Los utilizamos constantemente en nuestra cotidianidad, pero adolecen del rigor de los analíticos. La relación entre el predicado y el sujeto, en este tipo de juicios, es contingente. La generalización a partir de estos juicios no nos permite formular un juicio universal y necesario…, en el mejor de los casos, sería general y probable.

—Por tanto, maestro, sería un juicio sintético a posteriori, que precisaría una comprobación para corroborarlo…

—¡Cierto, la verdad vendría tras la comprobación empírica!—, exclamó Kant.

—… un juicio de tipo inductivo, pues va de lo particular a lo general, pero débil, que nunca podría darnos la certeza que exigimos de la ciencia. El tipo de conocimiento que defienden los empiristas—, dijo Reid, con cierta sorna. —Mi querido Hume sostenía que los enunciados de las ciencias naturales…

—Las cuestiones de hecho—, remarcó al unísono el escocés—, que son juicios sintéticos a posteriori, y por tanto, generales y probables, pero nunca exactos… Sí, maestro— miró a Kant—, ya me quedó claro.

—Y eso era lo que concebía ignominioso—, recordó mi señor… — que los enunciados de las ciencias naturales no fueran sino meras aproximaciones probables al comportamiento de esos fenómenos. Tenían que ser exactas. Ahí empezó mi agonía. Esa batalla entre el dogmatismo de los racionalistas y el escepticismo de los empiristas. Entre la exactitud tan limitada del juicio analítico a priori, y la generalidad inexacta del juicio sintético a posteriori.

—Todo es cíclico—, era Spinoza quien había tomado la palabra. —Le pasó a usted como a Platón con Parménides y Heráclito. Ambos atesoraban la razón cuando les pensaba. Los dos tenían razón a la vez, diciendo cosas contradictorias entre sí. Y Platón lo solucionó estableciendo un dualismo metafísico y gnoseológico, entre el mundo sensible y el mundo inteligible…

—Es ahí, querido amigo, cuando pergeñé mi solución—, respondió Kant. —Decidí hacer borrón y cuenta nueva. Sospeché que, en algún momento de la historia, se había cometido un error garrafal. Era preciso desmontarlo todo. Desandar el camino. Localizar el error. Y lo hice. Nuestro error estuvo en considerar solo dos tipos de juicio…

—Sin embargo, era un error consecuente. Solo tenemos dos facultades para conocer la verdad: la razón y los sentidos. Por tanto, era válido el juicio analítico a priori, lo racional, y también el juicio sintético a posteriori, lo empírico. Y todos nosotros no hicimos sino elegir. Fundamentamos nuestras teorías sobre ellos—, se defendió Leibniz.

—Pero ¡es que existía un tercer tipo de juicio! Sin haber una tercera capacidad para conocer la realidad, sí había un tercer tipo de conocimiento…

—El juicio sintético a priori—, murmuré, demasiado alto. Todas las cabezas se giraron hacia mí. Mi señor sonreía…

—Como bien dice mi fiel Kaufmann, descubrí que existe otro juicio, uno que siendo sintético, sin embargo, es, a la vez, a priori. Léanlo, o piénsenlo, de esta forma… “juicio sintético, pero a priori”. Ya sé que, en principio, un juicio a priori tiene que ser analítico, así que ¿cómo anticiparme a lo empírico?... pues recurriendo, única y exclusivamente, al pensamiento.

De entre los murmullos, se oyó decir:

—De la misma forma, un juicio a posteriori tiene que ser siempre sintético.

Era Malebranche, que continuó diciendo: —Me parece, mi querido señor, que un juicio sintético a priori es una contradicción… Juntar lo sintético, la ampliación del conocimiento, por un lado, y lo a priori por el otro, que es anticiparnos a lo empírico, a la comprobación… Es hablar de lo empírico anticipándome a lo empírico…

—Pero, ¡si no es más que obrar lo que ya está haciendo la ciencia!—, exclamó mi señor. —Maese Newton y compañía ya lo están practicando en su ámbito. Todos ellos recurren a este juicio. Todos ellos hablan de lo empírico anticipándose con absoluta certeza y necesidad a lo empírico. Nuestra misión, mi misión, la misión de la filosofía, era fundamentarlo.

—Hablamos entonces de un juicio que amplía nuestro conocimiento del mundo material, pero que a la vez es universal y necesario…—, se rascaba la cabeza Berkeley.

—Exacto. Un juicio mucho más versátil que el analítico a priori y mucho más exacto que el sintético a posteriori. Un juicio mixto: empírico y racional, en el que sentidos y razón trabajan juntos a la hora de formular las certezas. Es un juicio deductivo, a priori, que va desde lo universal, que es sabido con toda certeza, y se aplica sobre lo particular. Y a la vez es empírico, tangible.

Volvió a tomar la palabra el irlandés. —¿Podría ilustrarme con un ejemplo?

Y mi señor, al punto, respondió. —Vea este juicio: “todo color tiene extensión”. Todos los presentes saben que es inimaginable un color sin extensión. El color, para serlo, necesita tener dónde serlo. Un punto matemático no podría tener color, por carecer de extensión. Esto es un juicio sintético a priori: podemos decir con toda necesidad que el color tiene que ser extenso, y aunque esta característica no tendría por qué ir implícita en la noción de color, descubrimos al pensar en este tipo de juicio que es así.

—¿Valdría también el experimento de Galileo? Sin posibilidad de comprobación en su época, se anticipó a lo empírico, es decir, emitió un juicio sintético a priori. Y más adelante se pudo demostrar su razón[22]—, preguntó Spinoza.

—Valdría perfectamente—, respondió Kant. La forma de comprobar la diferencia entre el juicio sintético a priori y el analítico a priori es cambiar el predicado. Si el sujeto desaparece, se vuelve contradictorio e imposible, estamos en un juicio analítico a priori. Pero si cambiando el predicado, el sujeto pudiera seguir existiendo aunque fuera desafiando las leyes de la física, hablamos de un juicio sintético a priori.

»Es así, de la mano de este tercer tipo de juicio, como postulé la nueva reordenación en el mapa del conocimiento. En realidad, el juicio analítico a priori, ese que es estrictamente racional, solo vale para la lógica, mientras que el juicio sintético a posteriori, que los empiristas pensaban que era el de las ciencias naturales…«.

—Mis «cuestiones de hecho»—, interrumpió Hume.

—Este juicio—, prosiguió, inalterable, Kant, —es el que tiene que ver con nuestra experiencia cotidiana, es el que predomina en nuestro opinar. Por otro lado, el juicio sintético a priori es el propio de las matemáticas (que se pensaban tradicionalmente juicios analíticos a priori) y su aplicación a la naturaleza, las ciencias naturales, la matematización de los fenómenos observables empíricamente.

—Maestro—, Condillac, casi escondido entre Reid y Leibniz, se adelantó para interpelar al anfitrión, —usted provocó un reordenamiento general del conocimiento, con tremendas consecuencias, es indudable. Pero ¿cómo es posible para nosotros, los humanos, formular un juicio que es, a la vez, sintético pero a priori? ¿Cómo somos capaces de anticiparnos a la experiencia de forma necesaria? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de este juicio?

—Eso, mi querido amigo, es mi Idealismo Trascendental. Llamemos experiencia al conocimiento. Los sentidos y la razón, que son las facultades que permiten nuestra experiencia y nos posibilita formular los juicios que describen la naturaleza, los sintéticos a priori, van a ser denominados, a partir de ahora, sensibilidad y entendimiento. De la sensibilidad dependerá el componente sintético del juicio. Del entendimiento, dependerá el componente a priori. Por tanto, podemos formular un juicio que sea sintético y, a la vez, a priori, puesto que están trabajando conjuntamente ambas facultades, sensibilidad y entendimiento. La sensibilidad es una facultad pasiva, receptiva, que capta las sensaciones, que voy a llamar, a partir de ahora intuiciones, que por sí solas no son conocimiento: es necesario organizarlas, estructurarlas y darles un sentido, por medio del entendimiento. Ese proceso, para mí, es el pensamiento. Así, los datos empíricos han de ser pensados mediante conceptos. La herramienta del pensamiento son los conceptos. Resumo: la sensibilidad por sí sola no percibe la realidad; y tampoco puede hacerlo el entendimiento. Solo cuando el entendimiento recibe las intuiciones de parte de la sensibilidad y los procesa mediante sus conceptos, podemos afirmar que estamos percibiendo. Las intuiciones son la materia del conocimiento, que precisa de una forma y un orden, de los conceptos. Tanto sensibilidad como entendimiento poseen unas formas puras, unos modos en que nosotros, los seres humanos, realizamos esas operaciones (la recepción de los estímulos exteriores y el procesamiento de esa información). Las sensaciones nos llegan, siempre, a través del espacio y del tiempo, que no son algo que exista objetivamente, con independencia de nosotros, ahí afuera. Nosotros estamos en el espacio y en el tiempo. Espacio y tiempo son las formas a priori de nuestra sensibilidad. Estamos hechos de tal manera que captamos las cosas en el espacio y en el tiempo, pero no podemos demostrar que uno y otro existan con independencia de nosotros.

Sacrebleu!, ¡qué complejidad!—, exclamó el abate de Mureau.

—El ser humano recibe del exterior intuiciones, que son la materia de la que está hecho nuestro conocimiento, que están dadas, siempre, en el espacio y en el tiempo. Quédese con ello, mon ami. Las intuiciones sin concepto son ciegas, mientras que los conceptos sin intuición están vacíos.

—Pero, ¿y qué hay de esos conceptos? No logro entender…—, insistió, desconsolado, el amigo de d’Alembert, Rousseau, Voltaire y Fontenelle.

Paciente, didáctico, mi señor se enfocó en el señor de Condillac. —Es normal, mon cher. Para todos ustedes, el significado de concepto estaba más próximo al de definición. Yo di en llamarlos conceptos empíricos o a posteriori, puesto que vienen derivados de nuestra experiencia anterior. Si no existiera esa experiencia anterior, no podría entender el concepto. Tendría que ayudarme de ejemplos. Aristóteles decía que solo estaban en nuestra mente. Platón decían que eran entidades inteligibles que estaban en otro plano de la realidad, en un mundo ideal. Pero estos no son los conceptos de los que yo hablo. Estos nunca me permitirían formular un juicio sintético a priori, sino a posteriori: solo después de haber comprobado cierto número de casos, puedo, por inducción, decir de todos ellos que comparten una serie de características, pero nunca podría anticiparme a la experiencia empírica, porque el concepto que estoy utilizando se deriva de esa experiencia empírica.

Así, para que la experiencia sea posible y pueda formular un juicio sintético a priori (para que pueda haber ciencias naturales con valores predictivos), tiene que existir otro tipo de concepto, que yo denomino categoría. Categorías del entendimiento o conceptos puros[23] o conceptos a priori. Creo poder afirmar que nuestra mente viene equipada con una serie de pequeños conceptos que no he tenido que aprender: he nacido con ellos.

—¡El innatismo!—, exclamaron, al unísono y con tono de triunfo, Descartes, Leibniz, Malebranche, Reid y Spinoza.

Continuó mi señor… —Es que si tuviera que aprenderlos, serían empíricos, a posteriori. Y no me servirían para esto que trato de explicarles. Si tiene que ser posible para nosotros aplicar un juicio sintético a priori, es forzoso que tengamos unos conceptos a priori. Tenemos que haber nacido con una serie de estructuras mentales que nos permitan anticiparnos a lo empírico, a la experiencia. Por eso he dado en llamarlos puros. Nos sirven para comprender lo empírico, pero son anteriores a ello.

—Permítaseme la interrupción—, dijo Locke, que había estado en profundo silencio hasta ese instante. —En su obra pude leer que estructuró una pluralidad de categorías… pero me interesa especialmente la de causalidad. ¿Podría abundar un poco más en ella?

—Ciertamente. No pretendo ser exhaustivo en mi exposición. Les recomiendo la lectura de mi Crítica primera. Ahí encontrarán con mayor detalle mis ideas. Pero en cuanto a su pregunta, muy rápidamente, decirle que entiendo su interés. Creo que la causalidad es fundamental en el conocimiento científico… causalidad, causa-efecto, todo lo que ocurre en la naturaleza ocurre por una causa anterior al propio efecto. Así, conociendo las causas, podremos predecir, o provocar, los efectos. Así, conocimiento es conocimiento de las causas.

—¿Es la causalidad un conocimiento empírico, o a priori?—, insistió el inglés.

—La mente de un niño pequeño no tendría por qué aprender cosas como el principio de causalidad, pero lo cierto es que su entendimiento, desde el nacimiento, está dando sentido a los datos que capta empleando esta categoría. Nuestro entendimiento trabaja en todo momento de una forma inconsciente. De lo contrario, nos toparíamos con una grave aporía gnoseológica: ¿Cómo puedo llegar a aprender aquellos conceptos que son necesarios para que yo pueda aprender? Es por tanto necesario comprender que venimos ya pertrechados con esta articulación básica de categorías en nuestra mente.

—Platón le saluda desde allá donde se encuentre, maestro—, musitó Descartes. —La anamnesis vuelve a cobrar sentido.

Las caras de Locke, Hume, Berkeley y Condillac no podían reflejar mayor palidez. Pero Kant, advirtiéndolo, compensó:

—Pero lo que existe en la mente no es ningún tipo de conocimiento. Querría dejar claro esto. Las nociones preexistentes no son conocimiento de nada por sí solas. Las categorías preexistentes vienen a ser unos esquemas gracias a los cuales nuestro entendimiento va a ir colocando, organizando y dando forma a las intuiciones. Si no, se originaría un caos empírico.

—¿Y por qué Idealismo Trascendental, querido Immanuel?—, preguntó Hume.

—Yo soy un idealista. La corriente tradicional de la gnoseología era el realismo. Los filósofos realistas habían considerado la existencia de una realidad en sí, independiente de nosotros. Y que el ser humano conocía esa realidad cuando su mente, de alguna forma más o menos fidedigna, la reflejaba. La mente como un espejo de lo que hay en el mundo. En ese realismo, en el conocimiento se concitaban dos polos: el sujeto cognoscente y el objeto conocido. Del objeto llegaban al sujeto una serie de sensaciones, que pasaban por su mente, que se limitaba a captarlas y tomar nota de ellas, y producía un reflejo más o menos fidedigno del objeto real. Aristóteles decía que la verdad es la adecuación entre el intelecto y la cosa… Pero yo lo cuestioné todo—, y aquí miró a Descartes, que le devolvió una cálida sonrisa.

»Empecé por preguntarme ¿cómo sé yo que mi representación refleja fielmente el objeto, si lo único que sé yo del objeto es mi representación? Ante esta pregunta, sustituí el paradigma realista por otro, idealista. Quise introducir una forma diferente de relación entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, porque no sé qué hay fuera de mi mente. Solo sé lo que ocurre dentro de mi cabeza. Sé que fuera de mí hay algo, y lo sé porque recibo intuiciones, porque me llegan datos empíricos y éstos deben, forzosamente, proceder de algún sitio. Pero no sé cómo es la cosa en sí.

—¿El noúmeno?

—Exacto. Para mí es una incógnita. Lo único que sé es que en mi mente se produce un fenómeno (una representación), que es lo que se me muestra, lo que se me revela, aquello a lo que tengo acceso. Y que ese fenómeno son las intuiciones que me llegan del exterior, del espacio y del tiempo, subjetivos, tamizadas además por el filtro de las categorías, por los conceptos puros de mi entendimiento, y que solo entonces aparece formada en mi mente esa representación, que es lo único que yo conozco. No conozco la cosa en sí. El noúmeno. Conozco mi fenómeno, mi representación de la realidad, que siempre es una construcción subjetiva. La realidad no es algo independiente de mí. Depende del modo en que mi entendimiento le da forma a través de las categorías.

—¿Eso es el Idealismo?

—Sí. El hecho de sostener esta tesis de que no conocemos la realidad al margen de nosotros. Solo conocemos la realidad tal y como nosotros la conocemos. A causa de la intervención de nuestras categorías y nuestros conceptos a priori, cabe decir que somos capaces de formular juicios sintéticos a priori. Es la legitimidad del juicio sintético a priori, que deja de lado el “en sí” y hace siempre referencia a nuestros fenómenos, a nuestras representaciones de la realidad, siempre subjetivas.

—¿Significa que cada uno de nosotros percibe la realidad de una forma distinta?

—No. Significa que todos los seres humanos la percibimos de la misma forma, porque todos los seres humanos poseemos las mismas categorías, que son innatas. Pero una cosa es cómo los seres humanos percibimos la realidad, y otra es cómo es esa realidad al margen de los seres humanos. Ese camino nos está vedado. El ser humano conoce la realidad tal y como la conoce. Eso, queridísimos amigos, es el idealismo. El sujeto construyendo su propia percepción de la realidad a partir de sus ideas, de sus categorías, mientras que la cosa en sí, la realidad al margen de nosotros, no sabemos cómo es. Sabemos que existe, pero no cómo es al margen de cómo la conocemos.

—¿Y por qué trascendental?

—Es trascendental porque pone en juego la reflexión obligada que ha de hacer el sujeto acerca del funcionamiento y los límites de su propio conocimiento. Una reflexión previa al proceso de conocer, que es imprescindible hacer porque, si intentamos conocer la realidad antes de conocer las herramientas de que disponemos para ello, cometeremos errores indefectiblemente. Por eso, queridos amigos y compañeros de banquete, yo mismo denominé ese paso de su realismo a mi idealismo, como…

—¡¡¡El giro copernicano!!!

La voz, poderosa, llegó desde la puerta. Era él. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Me estremecí. Era mi misión estar pendiente de los invitados, pero había fallado, absorto como estaba en las palabras de mi señor. Era Hegel, por fin, llegado. Su presencia me pasó absolutamente inadvertida. Herr Hegel.

Mi señor giró su cabeza a la izquierda, hacia la puerta de entrada. El perfil de Hegel se recortaba contra el vano, imponente. Todos se volvieron hacia él.

A modo de saludo continuó hablando, pasando tras los comensales y dedicándoles, uno a uno, un gesto de agasajo.

—Objeto y sujeto. Ya no es el sujeto el que pasivamente se pliega al objeto para conocerlo. Al contrario, es el sujeto el que hace girar al objeto en torno a sí y le impone una serie de reglas a la hora de conocerlo. Y es solo gracias a ello que podemos atribuirle esas condiciones de necesidad y universalidad, exigibles al conocimiento científico… ¿Lo he dicho bien, querido amigo?—, preguntó Hegel, mientras hacía una reverencia al anfitrión, que le sonreía desde el otro extremo de la mesa con un rictus de satisfacción y alegría.

—Prístino, como es habitual en usted. Sea bienvenido, amigo mío. Se ha hecho esperar…

—Y le pido humildemente disculpas por ello. El caso es que, camino de Posen, donde había planeado unirme a la comitiva de mis colegas británicos, me entretuve en Berlín. Ya sabrán ustedes que el maestro Beethoven acaba de componer una nueva Sinfonía, la Tercera. Pues bien, aunque el acuerdo con su mecenas, el príncipe Lobkowitz, era estrenarla dentro de unos meses en su palacio de Viena, ha querido afinarla en una pequeña audición privada a la que, por mediación de Schiller, tuve el honor de ser invitado, justo en las fechas en las que tenía que embarcarme en el viaje hasta aquí. Entenderán ustedes mi retraso, y confío en que me perdonarán por ello. Aun así, he cabalgado sin pausa por la ruta del norte para poder llegar a tiempo de celebrar su cumpleaños, queridísimo amigo. Y creo que lo he conseguido.

—Siempre propicio, si la ventura es buena. ¿Y qué tal la nueva sinfonía del maestro?

—¡Ah!, la Bonaparte[24], como la ha dado en llamar… Extraña. Peculiar. No es una sinfonía clásica. Algo pesada, incluso larga, si la comparamos con las de Haydn o Mozart. Estuve sentado al lado de Ries, el discípulo del maestro, que se mostró entre sorprendido y compungido. Pero creo que lo que presencié fue algo especial. Nuevo. Diferente… no sé. El tiempo dirá.

—Pues aquí no nos ha ido tan mal. De hecho…—, empezaba a decir Kant.

—No se moleste, querido amigo—, cortó Hegel. —He oído lo suficiente. Puedo entender lo que ha ocurrido en esas horas en las que he estado ausente, y, aun así,  creo estar preparado para participar como uno más.

—Entonces, no demos más vueltas. ¿Tendría algo que aportar?—, inquirió mi señor.

—Sé, pues le he leído y estudiado con la mayor atención, que para usted la cuestión del alcance del conocimiento se plantea, sobre todo, por referencia al significado de la cosa en sí, su ding an sich—, comenzó Hegel.

—El noúmeno. Lo inteligible. La cosa tal como se supone que es en sí misma…—, remarcó Herr Kant.

—Y sé que lo que defiende—, continuó el de Stuttgart, — es que no se conoce lo que queda fuera de los límites de esa razón teórica que solo capta el resultado de la síntesis entre impresiones de la sensibilidad y aportación formal-categorial del sujeto.

—Así es, señor mío. Todo lo que no se conozca de ese modo no es objeto de la razón teórica. Podrá ser objeto de pensamiento, de creencia, de imaginación, pero no de auténtico conocimiento—, remató mi señor.

—Entenderá entonces, señor mío—, dijo Hegel, —que a partir de su tesis se abren dos posibilidades de interpretación. O se acepta el realismo, que hace compatible la constitución objetiva con la necesidad de contar de alguna manera con el límite de lo dado, o se desatiende esa necesidad y se amplía el conocimiento hasta incluir en él la posibilidad de un saber absoluto.

—Disculpen, no acabo de entenderlo—, apostilló Hume.

—Es sencillo: o filosofía crítica, que se detenga en la elaboración de una teoría del conocimiento, o filosofía dogmática, que avance especulativamente hasta la constitución de una metafísica. Es decir, que en la aceptación o no de la existencia de lo nouménico, se bifurca el camino que llevará, por una de las sendas, a un idealismo en el que junto a mi amigo Schelling y mi maestro Fichte me hallo, y por la otra, discurrirá otra facción, que me ha de discutir lo que ellos califican como «indebido énfasis especulativo» y que clama por recuperar la crítica del conocimiento frente a mis postulados metafísicos—, remató Hegel, que acababa por aquellas fechas de publicar su Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling, decantándose claramente a favor de su amigo y achacando a su maestro el fracaso en el intento de sistematizar y completar el idealismo trascendental que mi patrón había pergeñado hacía ya veintidós años.

—Exacto—, remató Herr Kant. —Y que han osado eliminar de su teoría del conocimiento el noúmeno, sin tener en cuenta que ya les había advertido de su absoluta necesidad para explicar la aparición de los fenómenos. Aun así, lo han considerado un concepto límite sin contenido positivo. Por eso mismo, han terminado derivado su interés hacia la filosofía práctica. Scheisse! Tan solo les pedí que se atrevieran a saber.

—Bueno, maestro—, dijo Hegel, en un hilo de voz casi inaudible, —en algún momento habrá que dejar claro que su famoso Sapere aude ya lo había dicho antes de usted monsieur Pierre Gassendi, el restaurador del epicureísmo,.

—¡Gassendi!—, exclamó Descartes, —¡el bribón que me acusó en sus cartas de cometer errores. Ese amante de los animales, que decía que tenían un alma pequeña[25], no tan grande como la de los hombres!

—Si—, afirmó Hegel, —ese bribón, del que también es la tesis, que luego difundió usted, querido anfitrión, que señalaba que el conocimiento de Dios y la demostración de su existencia son en sí certezas imposibles de obtener con la mera ayuda de la razón. Pero, vamos, no nos enfanguemos en esos lodos—, dijo, mirando de reojo a mi señor, que se tambaleaba, visiblemente cansado. —Lo importante es que hoy, Herr Immanuel Kant, nuestro querido anfitrión, ha tenido la oportunidad de conciliar, con ocasión de este simposio en el que celebramos su reinfern, las facciones más enfrentadas de la historia de la filosofía. Que ha sabido encontrar el camino para solucionar las aporías en las que, hasta su llegada, se encontraba inmerso el estudio del conocimiento humano. Que en los confines de la vejez, con cincuenta y siete años, alcanzó la notoriedad que se merecía y que no fue reconocida por sus compañeros de generación[26], que a su lado nos parecen enormemente antiguos.

Se puso en pie y levantó su copa.

—Alzo mi copa en nombre de las anomalías. Porque Herr Kant entró realmente en la filosofía cuando a su generación le correspondía salir del escenario histórico. Porque todo el Kant creador es posterior a su tiempo, gracias a esa longevidad que le permitió realizar su obra más allá de su tiempo histórico. Porque, usted, querido maestro de mi maestro, es posterior a sí mismo y su obra es generacionalmente póstuma. Porque es moderno para dos generaciones posteriores, y es capaz de ser una gran novedad para, por ejemplo, mi admirado Goethe. Porque los que podríamos llamar sus discípulos son mucho más jóvenes que usted, porque son los de la generación de 1766. Porque filosóficamente, mein Herr, usted no tuvo hijos, sino nietos. Porque el más viejo kantiano creador, su primer discípulo, indirecto, que continuó el kantismo fue mi profesor, Fichte, que nació en 1762, así que pertenece a la cuarta generación desde la suya.

—Vino a verme hace algunos años[27] con una obrita, llamada Ensayo de una crítica de toda revelación, para que le diera mi opinión… Me gustó. Decidí ayudarle y se la recomendé a mi editor, enviándosela sin nombre de autor. Como yo no había aún publicado la mía propia sobre el asunto, creyó que la de Fichte era mía…

—Lo sé, querido amigo—, le cortó Hegel. —Y sé que, lejos de aprovecharse de ello, se apresuró en dar a conocer su verdadera autoría, lo que sin duda contribuyó al creciente crédito de mi profesor. Pero déjeme continuar. Decía que yo soy coetáneo de Fichte, y también Schiller, Schleiermacher, Schlegel, von Humboldt, Novalis, Beethoven, Chateaubriand, Malthus, Wordsworth, Scott, Moratín, Godoy, Napoleón. Porque, si esta es la primera generación poskantiana, hay dos generaciones posteriores a su señoría que no son nada, porque usted, querido amigo, filosóficamente, es ya poskantiano. Porque, una anomalía más, la primera generación poskantiana es inequívocamente romántica. Por todo esto, ¿cómo iba a extrañarnos que hoy se celebrara aquí el más extraño simposio del que se tenga conocimiento? Nada hay que encaje, nada que siga una secuencia lógica. Pero en todo hay amor, en todo flota la pasión. Devoción por el conocimiento. Amor al saber.

En el reloj, comenzaron a sonar las doce. Kant cumplía años.

—Brindemos, queridos camaradas—, prosiguió Hegel. —Ojalá nos volvamos a encontrar en otra ocasión parecida. ¡Viva Kant! Muchas felicidades, amigo. Vida eterna.

Miré a mi señor… se había quedado dormido, apaciblemente, repantingado en su sillón. Todos los invitados contuvieron a duras penas una gran carcajada, y salieron, quedos, para no despertar al anfitrión. Se fueron disolviendo mientras se alejaban por el camino, en dirección a la pensión. Entre Wasianski y yo subimos a su dormitorio a Herr Kant y le acostamos…

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A la mañana siguiente, cuando fui a despertarle, le encontré sentado en la cama. En sus manos, una rosa marchita. Balbució que dos jóvenes damas le habían asistido en una caída que había sufrido en su paseo de la mañana, y que él personalmente había entregado esa rosa, que ahora tenía mustia en su regazo, a una de las jóvenes. Me miró perplejo, como aturdido. La mirada, perdida, confundida, se volvía hacia adentro, buscando una explicación….

Finalmente, cansado, se volvió a recostar. Y en su rostro afloró una sonrisa.

Mientras abandonaba la estancia, solo pude oírle susurrar, muy quedo…

Sapere aude…


FIN





Bibliografía

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[1] Pretendo inserir este relato en lo que se ha venido en denominar «literatura simposíaca», en la línea de Platón, Jenofonte, Plutarco, Ateneo, Luciano, Metodio o Juliano. Quede buena constancia de que me embarga continuamente el maldito «síndrome del impostor» y que, no obstante, lucho para eliminarlo. En cualquier caso, aparte de taras psicológicas propias, queriendo dar un significado válido para mi concepción de la labor filosófica, he querido trascender el mero trabajo de recopilación de datos enciclopédicos para dotar a la historia-moderna-del-conocimiento, de una cierta dínamis y un posible atractivo. Platón dice en Leyes (637a, 639d, 641a y ss.) del valor educativo de las reuniones de bebedores y las defiende. Así, esta pieza pretende mostrar un debate entre discursos sobre el tema del conocimiento. Un duelo (agon logon), un certamen de palabras en el que esos discursos y contradiscursos representen opiniones contrarias o complementarias que vayan perfilando y matizando el asunto en cuestión, que ayuden a entender las diferentes posiciones y teorías.


[2] Permítaseme que en lo sucesivo, y en aras de la brevedad, utilice en casos como este la forma masculina. Con ello no pretendo sugerir que en filosofía haya únicamente autores y pensadores y no autoras y pensadoras.


[3] Comienzo, adaptado, del Banquete, de Platón, en el que Apolodoro introduce la dramatis scena.


[4] La tradición prusiana era celebrar el cumpleaños la noche anterior, puesto que se entiende que la ocasión comienza tan pronto como el reloj marca las doce. De esta forma, Kant, como Geburtstagkindniño del cumpleaños— se asomaría a su aniversario rodeado de sus invitados durante los primeros minutos u horas de su día.


[5] Dunquerque, Brujas, Gante, Amberes, Eindhoven, Duisburg, Hannover, Magdeburg, Posen, Bromberg y Danzig.


[6] Charleroi, Lieja, Aquisgrán, Colonia y Wuppertal; el holandés vendría desde La Haya, pasando por Utrecht, Apeldoorn, Hengelo, Ibbenbüren y Bielefeld.


[7] En febrero, Napoleón, en un intento de comprometerse con los suizos, proclamó el Acte de Mediation que daba cuerpo a la Confederación Suiza —pero redactada en nombre del pueblo francés— y que abolía la República Helvética que existía desde la invasión en 1798 de las tropas francesas, que habían capitulado en 1802 y que llevó a la república a una guerra civil.


[8] Hay que decir que Kant, hasta su muerte unos meses después, nunca abjuró de su compromiso con el hecho de la Revolución y los principios que la inspiraron. Veía en ellos la promesa de realización de los derechos de la razón práctica en un sistema legal, o lo que venía a ser lo mismo, la oportunidad de una puesta en práctica de la nueva filosofía política encabezada por su admirado Rousseau. El mismo Schelling, en su nota Kant de 1804, se hace eco de la imagen de éste como revolucionario que lleva al plano de lo «ideal» lo que el político había hecho antes en el plano de lo «real» temiendo que un reflujo de la Revolución no vaya a representar también un bajón del interés de Europa por el revolucionario Kant. (Villacañas, 1988, págs. 165-166)


[9] Había publicado La novia de Messina.


[10] Estrenó La hija liberal.


[11] Sus coetáneos son Schiller, Baader, Schleiermacher, Hegel, Hölderlin, August Wilhelm y Friedrich Schlegel, Alexander y Wilhelm von Humboldt, Novalis, Fries, Beethoven, Saint-Simon, Mme. de Staël, Chateaubriand, Maine de Biran, Royer-Collard, Degérando, James Mill, Malthus, Wordsworth, Walter Scott, Coleridge, Moratín, Conde, Mor de Fuentes, Marchena, Godoy y  Napoleón. Por lo tanto, había acontecimientos abundantes de los que poder conversar…


[12] La gnoseología como término aparece en un léxico filosófico del s. XVII (J. Micraelius: Lexicon philosophicum terminorum philosophis usitatorum) como «la reflexión filosófica sobre la posibilidad, origen, naturaleza, justificación y límites del conocimiento». Referido a la ciencia, su equivalente es la epistemología, —de episteme, conocimiento o ciencia, y logos, teoría o estudio—que puede entenderse como la rama de la filosofía que trata de los problemas del conocimiento.


[13]  (Rousseau, 1995, pág. 196)


[14] Glaub Nichts —no creo en nada— era el apodo cariñoso con el que sus amigos llamaban a Leibniz, por su parecido en pronunciación.


[15] (La vida es sueño (Obras completas de P. Calderón de la Barca), 1932, págs. 302; Jornada 3ª, escena XIX)


[16] (La Galatea (Obras completas de Miguel de Cervantes), 1932, pág. 716)


[17] (El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (Obras completas de Miguel de Cervantes), 1932, pág. 388 (Cap. XXIII))


[18] Inquiry into the Human Mind on the Principles of Common Sense, publicado en 1764


[19] De Cicerón adoptó el término «sensus communis”.


[20] (Leibniz, 1997, págs. 206-207)


[21] La «Característica Universal»: «nada existe que no admita el número»; «Nuestra Característica en su integridad apelará, en cambio, a los números y proporcionará una especie de estática para que también puedan ponderarse las razones»; «… por eso inventé, si es que no me equivoco, un elegante recurso con el que se puede mostrar que es lícito comprobar los razonamientos mediante números» [Historia y elogio de la lengua o Característica Universal, de 1678, en «Escritos metodológicos y epistemológicos», (Leibniz, 1997)]


[22] Se está refiriendo al experimento que años después, en Delft, Simon Stevin y Jan Cornets de Groot hicieron desde lo alto de la Nieuwe Kerk con dos bolas de plomo, y no —naturalmente— a la comprobación más exacta que realizó David Scott, el astronauta de la misión del Apolo XV, en 1971, quien dejó caer en la Luna, al mismo tiempo, una pluma y un martillo, tocando ambos el suelo al unísono, debido a la falta absoluta de atmósfera.


[23] Que no se derivan, ni podrían jamás derivarse, de ninguna experiencia.


[24] Posteriormente, cuando el francés se auto coronó emperador, en mayo del año siguiente, a los tres meses del fallecimiento de Kant, Beethoven borró el nombre de Napoleón de la página del título, con tal fuerza que rompió su lápiz y dejó un agujero en el papel. Posteriormente, en 1806, la obra fue titulada Sinfonia eroica, composta per festeggiare il sovvenire d’un grand’uomo.


[25] A partir del 5 de enero de 2022 entró en vigor la Ley 17/2021 de 15 de diciembre, de modificación del Código Civil, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil, sobre el régimen jurídico de los animales, que en uno de sus puntos reconoce legalmente la sintiencia animal avalada científicamente desde años atrás, y que les reconoce como seres vivos con capacidades, entre otros puntos. La derrota de Descartes.


[26] La de 1721 (nacidos entre 1714 y 1728). En Alemania, sus coetáneos fueron Baumgarten, Crusius, Winckelmann, Lambert. En el resto de Europa, Helvetius, Condillac, d’Alembert, Holbach, Adam Smith, Ventura Rodríguez, Aranda, Campomanes, Floridablanca y Carlos III.


[27] Fue en 1791